PRIMERA LECTURA
¿Qué hombre puede hacerse una idea
de lo que quiere el Señor?
Lectura del libro de la Sabiduría 9, 13-18
¿Qué hombre puede conocer los designios de Dios o hacerse una idea de lo que quiere el Señor? Los pensamientos de los mortales son indecisos y sus reflexiones, precarias, porque un cuerpo corruptible pesa sobre el alma y está morada de arcilla oprime a la mente con muchas preocupaciones. Nos cuesta conjeturar lo que hay sobre la tierra, y lo que está a nuestro alcance lo descubrimos con esfuerzo; pero ¿quién ha explorado lo que está en el cielo? ¿Y quién habría conocido tu voluntad si Tú mismo no hubieras dado la Sabiduría y enviado desde lo alto tu santo espíritu? Así se enderezaron los caminos de los que están sobre la tierra, así aprendieron los hombres lo que te agrada y, por la Sabiduría, fueron salvados.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 89, 3-6. 12-14. 17
R. ¡Tú has sido nuestro refugio, Señor!
Tú haces que los hombres vuelvan al polvo,
con sólo decirles: «Vuelvan, seres humanos».
Porque mil años son ante tus ojos
como el día de ayer, que ya pasó,
como una vigilia de la noche. R.
Tú los arrebatas, y son como un sueño,
como la hierba que brota de mañana:
por la mañana brota y florece,
y por la tarde se seca y se marchita. R.
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que nuestro corazón alcance la sabiduría.
¡Vuélvete, Señor! ¿Hasta cuándo…?
Ten compasión de tus servidores. R.
Sácianos en seguida con tu amor,
y cantaremos felices toda nuestra vida.
Que descienda hasta nosotros la bondad del Señor;
que el Señor, nuestro Dios,
haga prosperar la obra de nuestras manos. R.
SEGUNDA LECTURA
Recibe a Onésimo, no ya como un esclavo,
sino como un hermano querido
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a Filemón 9b-10.12-17
Querido hermano:
Yo, Pablo, ya anciano y ahora prisionero a causa de Cristo Jesús, te suplico en favor de mi hijo Onésimo, al que engendré en la prisión.
Te lo envío como si fuera una parte de mi mismo ser. Con gusto lo hubiera retenido a mi lado, para que me sirviera en tu nombre mientras estoy prisionero a causa del Evangelio. Pero no he querido realizar nada sin tu consentimiento, para que el beneficio que me haces no sea forzado, sino voluntario.
Tal vez, él se apartó de ti por un instante, a fin de que lo recuperes para siempre, no ya como un esclavo, sino como algo mucho mejor, como un hermano querido. Si es tan querido para mí, cuánto más lo será para ti, que estás unido a él por lazos humanos y en el Señor.
Por eso, si me consideras un amigo, recíbelo como a mí mismo.
Palabra de Dios.
Aleluia Sal 118, 135
Aleluia.
Que brille sobre mí la luz de tu rostro,
y enséñame tus preceptos.
Aleluia.
EVANGELIO
El que no renuncia a todo lo que posee
no puede ser mi discípulo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 14, 25-33
Junto con Jesús iba un gran gentío, y Él, dándose vuelta, les dijo: Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: “Éste comenzó a edificar y no pudo terminar”.
¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
Palabra del Señor.
Alois Stöger
Abnegación cristiana
(Lc.14,25-33)
Para entrar en el reino de Dios es necesario seguir el llamamiento de Jesús. Ya en la parábola del gran banquete ha aparecido claro que hay impedimentos para aceptar este llamamiento. En una nueva unidad literaria, en la que se combinan dichos de Jesús transmitidos por tradición, se muestran las condiciones del seguimiento más radical de Jesús: renuncia al abrigo y seguridad en la familia y prontitud para dar la vida (v. 25-27), serena ponderación y consideración de si se ha de tomar la decisión de seguir a Jesús de esta forma tan radical (v. 28-32), desapego de toda propiedad (v. 33). Sólo así se logra vivir el verdadero sentido del seguimiento de Jesús en calidad de discípulo y de la entrega total a Jesús, y estar a la altura de la responsabilidad que esto implica (v. 34). En la comunidad hay personas que viven voluntariamente en virginidad y pobreza (1Co_7:8; Hec_4:37). ¿Qué hay que decir sobre esto?
a) Renuncia del discípulo de Cristo (/Lc/14/25-27)
25 Grandes multitudes iban caminando con él, y volviéndose hacia ellas, les dijo:…
La gran muchedumbre del pueblo quieren ser discípulos de Jesús. Van tras él. ¿Sabe la multitud lo que esto significa y lo que exige? Jesús camina hacia Jerusalén, donde le aguarda la glorificación, pero también la pasión y la muerte… ya se han dejado oír algunas exigencias formuladas a los discípulos, ya se han mencionado algunas condiciones de la glorificación: «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha» (13,24). Quien quiera entrar al gran banquete, debe seguir inmediatamente el llamamiento y la invitación y diferir la visita de su campo, la prueba de las yuntas de bueyes, el tomar esposa (14,18-20). ¿Qué quiere decir caminar con él? ¿Llegar a la «elevación»?
La multitud del pueblo camina tras Jesús; él tenía que volverse cuando quería dirigirle la palabra. Se ha dado el primer paso en el seguimiento de Jesús. El pueblo ha tomado conocimiento de Jesús, se le ha adherido no obstante la contradicción de muchos, le sigue y oye su palabra. Lo que salva es sólo la adhesión a Jesús. ¿Pero basta con ir tras él? ¿Qué significa seguir a Jesús?
26 Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y hermanas, y más aún, incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo.
El que viene a Jesús para ser su discípulo tiene que poner a Jesús por encima de todo, poner todo lo demás en segundo lugar. Lo que esto significa, lo formuló Jesús con una palabra tremendamente dura, extremada, imposible de pasar inadvertida, provocativa: odiar. Odiar todo lo que amamos y tenemos el deber de amar: las personas que están unidas con nosotros con los vínculos más fuertes, la familia, que asegura protección y abrigo -la expresión presupone la gran familia-, la propia vida… Sólo Jesús se propone como el único objeto de amor, como el único refugio, como dispensador de vida. Jesús ha predicado el amor, no el odio. Ni tampoco pensó en dejar sin vigor el cuarto mandamiento (18,19s). Según la manera de hablar semítica, odiar significa poner en segundo lugar, posponer (Cf. Gen_29:30.31.33; Dt 21.15 ss; Jue_14:16). Mateo explica lo que quiere decir Lucas, con estas palabras: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí» (/Mt/10/37). «Odiarse» a sí mismo significa lo mismo que negarse a sí mismo (Jue_9:23).
Padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas, la propia vida deben pasar a segundo término delante de Jesús. La adhesión a Jesús (en algún sentido) es condición ineludible para alcanzar el reino de Dios, el más alto de todos los valores. Por lo menos en caso de conflicto hay que poner a Jesús por encima de todo lo demás y desligarse de cualquier otro vínculo.
De Leví, padre y patriarca de los levitas que sirven en el templo se dice que dijo así acerca del padre y de la madre: «No los conozco», que no consideró a sus hermanos y desconoció a sus hijos (Deu_33:9). Levi se siente ligado incondicionalmente al templo, a la ley, y a la alianza de Dios; por razón de este vínculo deja en segundo lugar todas las obligaciones con su familia. Para Leví, consagrado a Dios, la ley de Dios y la alianza son las realidades incondicionales que hay que anteponer a todo lo demás. Para los discípulos de Jesús es Jesús la realidad incondicional, exclusiva, que no admite comparación. Él es la ley, el nuevo orden salvífico, la revelación de Dios, la verdad (Jua_14:6) y la realidad, en cuya comparación todo lo demás no es sino sombra. Sólo en él está la salvación (Hec_4:12).
27 Quien no lleva su cruz y viene tras mí, no puede ser mi discípulo.
Estas palabras se pronuncian en camino hacia Jerusalén, donde aguarda a Jesús la muerte de cruz. Quien quiera seguirle, tiene que estar dispuesto a llevar su cruz. Jesús va delante en el camino del Calvario. En la antigüedad, el que era crucificado debía arrastrar hasta el lugar de la ejecución la viga transversal. La palabra de Jesús es una palabra figurada, una imagen. La muerte en cruz es castigo de los infames, de los desertores y de los esclavos. El que lleva la cruz pierde la vida, la honra, y está condenado a la destrucción total; se dice: «Maldito el que está colgado de un madero» (cf. Gal_3:13). El que se resuelve a seguir a Jesús, debe estar pronto a tomar sobre sí todo lo que está incluido en esta gama, pero que repugna al hombre hasta lo más hondo de su ser. Jesús, Maestro y Señor, lleva la cruz y es un crucificado; éste es su camino hacia la «elevación».
¿Qué significa seguir a Jesús? Los muchos que caminan con Jesús hacia Jerusalén ¿están dispuestos a ponerlo por encima de todo, a tomar sobre sí su suerte, a cargar con la cruz, a exponer su vida si Dios lo exige en el seguimiento de Jesús? Tales exigencias se fundan en la palabra y llamamiento de Jesús.
b) Decisión deliberada (Lc/14/28-32).
28 Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta antes a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? 29 No vaya a ser que, si después de poner los cimientos no puede acabarla, todos los que la vean empiecen a burlarse de él 30 diciendo: Este hombre comenzó a edificar, pero no pudo terminar.
La parábola empieza en estilo semítico. El que la oye, puede y debe juzgar por sí mismo. Se pone el caso de uno que quiere edificar una torre. ¿Un edificio de varias plantas? ¿Una fortaleza? ¿Un gran edificio mercantil? Ahora bien, los oyentes de Jesús son por lo regular gentes sencillas, labradores, viñadores. A ellos se dirige Jesús: ¿Quién de vosotros…? En la parábola de los viñadores homicidas se dice: «Un hombre plantó una viña y la rodeó de una cerca, cavó un lagar y construyó una torre» (Mar_12:1). Esta torre en una viña tenía una doble finalidad. En temporadas de mucho trabajo servía de habitación; en todos los casos servía para vigilar, pues desde el terrado plano se divisaba todo sin dificultad y se podía observar si se acercaban ladrones o animales. Todo viñador soñaría con poseer, en lugar de una cabaña de follaje, una verdadera torre en medio de su viña. Aquí comienza la parábola de Jesús. Si uno de vosotros, que posee una viña, quiere edificar en ella una torre de vigía, no llamará sin más a los albañiles y aprontará el material de construcción, sino que primero reflexionará para ver si los medios de que dispone le permiten llevar a cabo la construcción. Se sienta, hace cálculos con la pluma en la mano, se toma tiempo para reflexionar. Se comparan los gastos de construcción y el capital disponible. Sólo cuando consta que es suficiente el capital se comienzan las obras. El que se ahorra estas reflexiones y, un día, cuando le viene la idea, manda comenzar las obras, se expone a graves riesgos. Podría suceder que viniera a gastarse todo el capital cuando apenas se hubieran echado los cimientos. ¿Qué hacer entonces? Habrá que suspender las obras, él habrá despilfarrado su dinero y todos los que vean la obra sin acabar se le reirán tratándole de charlatán y fanfarrón, de hombre irreflexivo. Jesús quiere decir, y en ello todos le dan la razón: nadie de vosotros querrá hacer semejante tentativa, sino que reflexionará y calculará diligentemente y sólo dará la orden de edificar cuando esté seguro de que tiene medios suficientes para llevar a término su proyecto. De lo contrario, vale más dejar el asunto.
31 ¿O qué rey, teniendo que salir a campaña contra otro rey, no se sienta antes a reflexionar si será capaz de enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? 32 De lo contrario, mientras el otro está todavía lejos, le envía una embajada para pedirle condiciones de paz.
La segunda imagen no está ya tomada de la vida de las gentes sencillas, sino de la alta política. Por eso no se comienza aquí, como antes, con las palabras «¿Quién de vosotros?», sino que se dice: «¿Qué rey?» Se pone el caso de un rey que quiere guerrear contra otro rey. Este otro rey ha emprendido ya la marcha. ¿Qué hará el rey que se ve agredido? ¿Salir precipitadamente al encuentro del enemigo, con su ejército reclutado de prisa con trompetas y tambores, sin considerar antes cuál es la proporción de las fuerzas? Sabe que el rey enemigo avanza contra él con veinte mil hombres y que él mismo sólo dispone de diez mil hombres en condiciones de combatir. ¿Vale verdaderamente la pena oponer resistencia? Por lo regular es imposible derrotar a un enemigo que cuenta con doble contingente de fuerzas. Cuando las circunstancias ayudan, no todo depende del número.
Por ejemplo, Judas Macabeo, el año 165 a.C., derrotó al general sirio Lisias sólo con diez mil hombres, mientras que el ejército sirio contaba sesenta mil hombres, más 5000 de a caballo (1Ma_4:28-35). Hay que considerar y estimar no sólo el número de los soldados, sino también su armamento, su moral de guerra, la pericia de los oficiales, las cualidades del general en jefe. El rey se sienta y se pone a considerar. Sólo se lanza al combate si el resultado de sus reflexiones le permite esperar un desenlace favorable. De lo contrario, pide condiciones de paz y se rinde sin más.
La doble parábola expresa la misma idea con dos ejemplos diametralmente opuestos: condiciones grandes y pequeñas, un pequeño labrador, un gran rey ¿Qué idea se trataba de representar gráficamente? Evidentemente ésta: el que emprende algo grande examina antes cuidadosamente si tiene medios y fuerzas suficientes para tal empresa En el centro de ambas parábolas se dice: «no se sienta antes», «a calcular», «a reflexionar». ¿Pero esto es todo? ¿No se trata en las parábolas de una elección: construir la torre o no construirla; emprender la guerra o someterse? Si resulta que los medios son insuficientes, vale más renunciar sencillamente a la empresa. En la parábola del rey que trata de guerrear, se dice esto expresamente. En la otra parábola se hace referencia a los perjuicios que acarrea un proceder inconsiderado: en lugar de ventajas, sobrevienen inconvenientes. Las parábolas dobles ilustran la misma idea, pero no de la misma forma. Con la idea principal se asocian las dos ideas secundarias mencionadas. La doble parábola quiere decir: primero pensar, luego osar; mejor no comenzar en absoluto una cosa, que lanzarse a ella con medios insuficientes para acabar en un fracaso. Con estas ideas no quiere Jesús dar reglas de prudencia para la vida cotidiana; Lucas encuadra las dos parábolas en la doctrina de las graves exigencias que implica el seguir a Jesús. La gran empresa es seguir a Jesús, hacerse su discípulo. Quien se sienta inclinado a seguir a Jesús y a ser su discípulo debe comenzar por reflexionar y considerar bien si tiene también la voluntad seria y resuelta y las fuerzas que se requieren, no sólo para hacerse discípulo de Jesús, sino para serlo de veras y perseverar como tal. Quien no se sienta a la altura de este quehacer, vale más que lo deje. En efecto, el fracaso pone en peligro la salvación.
Así interpretadas, las dos parábolas plantean una difícil cuestión: ¿Dejó, pues, Jesús al arbitrio de cada uno el asunto de que habla? Seguir a Cristo ¿no es necesario a todos para la salvación? ¿Quiere Jesús que los que tratan de seguirle se pregunten si quieren seguirle de veras y, si no, que lo dejen? Su llamamiento a seguirle ha decidido ya acerca de este «si». Pues si ello es así, ¿qué quieren decir todavía las parábolas?
El seguimiento de Cristo puede efectuarse de diferentes maneras. Sigue a Jesús quien oye y pone en práctica su llamamiento a la conversión y a la fe en su mensaje. Pero los Evangelios conocen también un seguimiento que consiste en la adhesión permanente a Jesús, abandonando por consiguiente casa, profesión y familia. De esta manera siguieron a Jesús los apóstoles. No a todos los que le siguen exige Jesús que renuncien al matrimonio, sino únicamente a aquellos a quienes es dado por Dios comprender esta palabra (Mat_19:12). Ni tampoco exige a todos que renuncien totalmente al dinero y a los bienes. El publicano Zaqueo no renunció a todos sus bienes después de su conversión (Mat_19:1-10). Las mujeres galileas que seguían a Jesús no se privaron de todo lo que poseían (Mat_8:3). Cuando Jesús habla de las graves exigencias de su seguimiento, se refiere, según este pasaje de san Lucas, al seguimiento más estricto. Para esto no basta mero entusiasmo, un fervor momentáneo. Lleva consigo una renuncia radical, incluso a lo que parece ser imprescindible para la vida. Esto es lo que requiere reflexión madura antes de emprender tal seguimiento de Cristo (cf. 9,57s). Jesús quería impedir que se le unieran entusiastas que comienzan con ardor, pero que luego se hastían de la vida fatigosa y acaban incluso por perder la fe (Jua_6:60-71).
Es posible que la elección de las imágenes de las parábolas se refiera al seguimiento de Jesús tal como lo practican los apóstoles: edificación de una torre y guerra. Edificación y combate están encomendados a los apóstoles (Rom_15:20; Flp_2:25). Uno y otro exigen decisión, reflexión, entrega total. Gloria y paz coronarán estas obras; se verá dominada la ignominia y la cruel servidumbre. La salvación mesiánica es gloria y paz.
c) El verdadero discípulo (Lc/14/33-35)
33 Igualmente, pues, ninguno de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, puede ser mi discípulo.
Al discípulo se le exige optar «incondicionalmente» por Jesús; las personas queridas, la propia vida, el honor deben posponerse a Jesús. También la propiedad. Una sentencia particular exige el abandono de la propiedad por parte de los compañeros y colaboradores estables de Jesús. Todos sus pensamientos e intenciones deben estar orientados a lo que concierne al reino de Dios. La propiedad domina al hombre, tiene absorbido su pensar y su vida, lo somete a su hechizo. «No podéis servir a Dios y a Mamón» (Lc.16:13). El llamamiento de Pedro y de los dos hijos del Zebedeo se cierra con estas palabras: «Dejándolo todo, lo siguieron» (Lc.5:11). Del publicano Leví se refiere: «Dejándolo todo, lo seguía» (Lc_5:28). Pedro, como portavoz de los doce, puede decir que lo han dejado todo (Lc_18:28). Sin embargo, no a todos los que en alguna manera quieren seguir a Jesús se les exige que renuncien a todo lo que poseen. En la primitiva Iglesia de Jerusalén muchos se despojaron de sus bienes (Hech.2,45), pero se podía pertenecer a la Iglesia sin renunciar a todas las posesiones (Hec_5:4).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
G. Leonardi
Discípulo
- INTERPRETACIONES Y PROBLEMAS.
El tema “discípulo” está unido en parte con el del “apóstol”. Suscita menos tensiones, pero no carece de actualidad ni de interés; exige una aclaración en sus relaciones con el apóstol y en su misma definición. En efecto, muchos consideran que equivale a “cristiano”; por eso aplican a todos yentes lo que en los evangelios se dice de los discípulos. Otros lo refieren, en todo o en parte, solamente a los actuales “religiosos”, que han asumido como propias las exigencias radicales de Jesús en relación con los discípulos; pero éstas no serían más que “consejos evangélicos”, que sólo son practicables para unos sujetos destinatarios de una “especial” vocación y consagración.
Una simple mirada a una concordancia del NT suscita también algunas preguntas: el término “discípulo” (mathétes) aparece con frecuencia en todos los evangelios: 45 veces en Marcos; 71 en Mateo; 38 en Lucas; 78 en Juan. También aparece con cierta frecuencia en Hechos (28 veces, entre ellas una también en femenino: discípula, mathétria: 9,36). En los evangelios indica casi siempre a los seguidores de Jesús, y en los Hechos siempre a los miembros de las primeras comunidades cristianas. Luego, con gran sorpresa de nuestra parte, el término desaparece por completo de los escritos del NT.
Por eso nos proponemos profundizar en la relación de los discípulos con Jesús y entre ellos y en su continuación o no dentro de las comunidades cristianas.
- DISCÍPULO Y SEGUIMIENTO EN EL MUNDO JUDÍO Y EN LA LITERATURA AMBIENTAL.
a) En el mundo griego.
En la lengua griega extrabíblica el verbo manthánb, de donde se deriva mathéas, tenía ya en Herodoto (VII, 208) el sentido ordinario de “aprender”, es decir, de asimilar mediante el aprendizaje o la experiencia.
El sustantivo correspondiente mathérás indicaba a un hombre que se vinculaba a un maestro (didáskalos), al cual pagaba unos honorarios: o para aprender un oficio, y entonces correspondería a nuestro “aprendiz”, o bien una filosofía y una ciencia, y entonces correspondería a nuestro ‘alumno”
b) En la Biblia hebrea.
También en la traducción griega de los Setenta se utiliza el verbo manthárió (que corresponde al hebreo lamad) en el sentido ordinario de “aprender”.
Por el contrario, el sustantivo derivado “discípulo” (mathétés) no aparece nunca; por lo demás, el mismo correspondiente hebreo talmid sólo aparece en 1 Crón 25,8 para indicar a los “discípulos” de los “maestros cantores” del templo. Esto parece ser que se debe a la antigua conciencia de Israel de que sólo Dios es el maestro, cuya palabra hay que seguir. Por eso los seguidores de los mismos profetas se designan como servidores (mesaret), y no como discípulos suyos: así Josué de Moisés (Ex 24,13; Núm 11,25), Eliseo de Elías (1Re I9,29ss), Guejazí de Eliseo (2Re 4,12) y Baruc de Jeremías (Jer 32,12s).
c) En las escuelas rabínicas.
Precisamente en relación con las escuelas filosóficas griegas que se intentó erigir en la misma Jerusalén (cf I Mac 1,14; 2Mac 4,9) se desarrolló en el judaísmo la institución del rabbi (lit. = “grande mío” o “eminencia”); este término fue traducido en las comunidades judeo-helenistas por el sinónimo didáskalos (“maestro”).
El discípulo del rabbi era llamado talmid (de lamad, “aprender”). Había así entre los judíos varias escuelas de rabbi y de discípulos, llamadas “casas” (“casa de Hillel”, “casa de Sammai”), a veces en contraste entre sí en algunos puntos discutidos, como aparece en la literatura rabínica. Por su sabiduría, los rabbi tuvieron también el antiguo título tradicional de “sabio” (hakam), mientras que “por su madurez de juicio, por su prudencia y experiencia, independientemente de su edad, fueron llamados ‘presbíteros’ ” (E. Testa, o.c., 347). Frecuentemente se les dio también el título de “padre”, de modo que las sentencias de los rabbi se llamaban “perí cop as de los padres” (pirqé ‘Abot), así como el título de mari (“señor mío”: ib; cf Mt 23,8-10).
El talmid, en su trato con el rabbi, aprendía con él no sólo la ley escrita mosaica, sino también la oral, llamada esta última “la tradición de los presbíteros”(parádosis tón presbytérón: cf Mc 7,3-13/Mt 15,2-9). Así pues, el talmid tenía que estudiar durante largas horas todo el saber del maestro. No se podían escuchar las Escrituras sin la introducción del maestro (Ber. 476); sólo así el discípulo podía esperar convertirse también él en “sabio” y recibir del maestro una especie de ordenación que lo declaraba a su vez rabbi y le daba la facultad de enseñar, de abrir una escuela y de imponer su propia tradición doctrinal.
Por lo que se refiere a la metodología didáctica, como ha observado G. Gerhardsson en sus estudios, el discípulo aprendía escuchando y viendo: escuchaba y recogía religiosamente todas las palabras del maestro y de sus alumnos más influyentes, hacía preguntas y al final de su aprendizaje podía ofrecer él también su aportación; pero además veía y seguía atentamente todas las actividades del maestro y lo imitaba. Los informes de estas escuelas rabínicas, recogidos más tarde en el Talmud, refieren no sólo las palabras, sino también los ejemplos de los rabinos.
Los rabinos enseñaban de memoria, repitiendo varias veces el texto de la ley mosaica; enseñaban además de memoria sus interpretaciones y sus máximas; pero las condensaban en fórmulas sintéticas, lo más brevemente posible. Es famosa su norma: “Mejor un grano de pimienta picante que una cesta llena de pepinos”. Para facilitar el aprendizaje mnemónico recitaban el texto en voz alta y con una melodía de recitación; y aunque oficialmente esta tradición oral no se escribía en tiempos de Jesús para mantenerla secreta a los paganos, lo; discípulos tomaban apuntes o notas escritas; por eso hoy se va afirmando la opinión de que entre los mismo: rabinos no existió nunca una tradición puramente oral. El mismo Pablo se formó con estas técnicas en la escuela de Gamaliel (He 22,3; cf Gál 1,14) [Lectura judía de la Biblia].
- DISCÍPULOS DE JESÚS Y SU SEGUIMIENTO.
El sustantivo “discípulo’: (mathetés) es empleado por los cuatro evangelios para indicar a veces a los discípulos del Bautista (Mc 2,18 y 6,29 par; Lc 7,18-19/Mt 11,2; Lc 11,1; Jn 3,25), pero prefieren usarlo para señalar a los seguidores de Jesús. Dada la convergencia de los textos, es innegable que el Jesús terreno fue considerado como un rabbi y se vio rodeado de discípulos, como ellos.
a. Según los evangelios sinópticos.
Aunque no había sido más que un simple carpintero (Me 6,3), Jesús enseñó y discutió en las sinagogas (Mc 1,21-28 par; 6,2-6 par; Mt 4,23; 9,35; 12,9-14) y en la misma Jerusalén al estilo de los rabbi (Mc 12,1-37 par), y se le plantearon preguntas de tipo jurídico (Lc 12,13-15). Llama en su seguimiento a un grupo de discípulos: primero a cuatro, las dos parejas de hermanos Simón y Andrés, Santiago y Juan (Mc 1,16-20 par); luego a un quinto, Leví, y con él a otros muchos (Mc 2,13-17; cf v. 15 par). Más adelante escoge a doce, entre linos a los cuatro primeros y a un tal “Mateo”, identificado por el primer Evangelio con el “Leví” anterior; hace vida común con ellos (Mc 3,13-19 ar), para mandarlos luego a continuar su misión (6,7-13 par). Estos discípulos lo llaman su “maestro”: a veces en la forma hebreo-aramea rabbi (Mc 9,5; 11,21; 14,45) y más ordinariamente en el equivalente griego didáskalos (10 veces en Marcos; seis en Mateo; 12 en Lucas).
Pero aparecen notables diferencias entre el talmid hebreo y el discípulo de Jesús. En las escuelas filosóficas griegas y en las rabínicas era el discípulo el que escogía la escuela y el maestro; en los evangelios, por el contrario, es Jesús el que con autoridad divina llama a los discípulos, del mismo modo que Dios llamaba a los profetas del AT, y les fija las condiciones para su seguimiento (Mc 1,17 par; Lc 9,57-62, etc.). Parece ser precisamente éste el motivo de que el verbo matheteúo, derivado de mathetés (y que de suyo, en griego, tiene un significado estático o activo, es decir, sirve para indicar lo mismo “ser discípulo” que “hacer discípulos”), se emplee en el NT cuatro veces, y siempre en el sentido activo de “hacer discípulos”: o por parte de Jesús (Mt 13,52; 27,57) o por parte de los enviados por Jesús (Mt 28,19; He 14,21). Por el mismo motivo el verbo “aprender” (mantháno) es raro y se le sustituye por el correlativo enseñar (didásko), referido eminentemente a Jesús.
En las escuelas filosóficas griegas y en las rabínicas el discípulo buscaba en el maestro una doctrina y una metodología para convertirse a su vez en maestro: en los evangelios los discípulos siguen a Jesús como el único maestro (didáskalos) y preceptor (kathegétes), de modo que no pueden llamarse a su vez rabbi, preceptores, ni tampoco padres, sino hermanos, ya que tienen todos un solo Padre celestial (Mt 23,8-10). Deben aspirar más bien a hacerse en todo semejantes, en su misma suerte, al único maestro y Señor (didáskalos y Kyrios), Jesús (Lc 6,40/ Mt 10,24-25). Ellos tendrán a su vez la tarea de hacer discípulos (mathetéuo), pero consagrándolos con el bautismo al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo y haciéndolos obedientes a los mandamientosde Jesús (Mt 28,19; cf He 14,21). Por eso siguen a Jesús como una persona a la que hay que entregar sin reservas toda la vida, por encima de todos los bienes y de los mismos afectos a los hermanos, a los padres, a los hijos y a la esposa (Mc 10,17-30 par; Lc 14,26-27/Mt 10,37-38; Mc 3,31-35 par), sin poder ya mirar para atrás ni retirarse (Lc 9,57-62/ Mt 8,19-22).
Para ser discípulo de Jesús hay que seguirlo. El seguimiento de Jesús se expresa en los sinópticos bien con el verbo “seguir” (akolouthéó), bien con la expresión “ir detrás de” (érjomai deúte u opiso).
El verbo akolouthéo significaba ya en Tucídides “hacer el camino con alguien”, “seguir”, en un sentido favorable o también hostil. En el NT encontramos este verbo casi exclusivamente en los evangelios (59 veces en los sinópticos y 18 en Juan); en otros lugares raramente y sin relieve teológico.
En los sinópticos el verbo se aplica a veces a la muchedumbre que sigue a Jesús con cierta simpatía, aunque todavía de forma superficial (Mc 3,7/ Mt 4,25; Mt 12,15; Mc 5,24; Mt 8,1.10/ Lc 7,9; Mt 14,13/ Lc 9,11; Mt 19,2; 20,29); a los muchos pecadores que después de la llamada de Leví siguen a Jesús (¿o a Leví?) en el banquete que da en su casa (Mc 2,15 par); a las mujeres que habían seguido a Jesús para servirle (diakonéo). Lucas había narrado anteriormente que en Galilea habían acompañado ya ellas a Jesús (8,2-3) y a los doce en la obra de evangelización y que algunas de buena posición le habían “servido” con sus bienes, ya que era una obligación de los discípulos de los rabinos proveer a la manutención del maestro y del grupo. Por eso se comportan novedad sin paralelos entre los rabinos judíos— como verdaderas discípulas.
Pero en todos estos casos el seguimiento no va precedido de una llamada del maestro (aunque no se la excluye). Otras veces se trata de un seguimiento que es la respuesta a la llamada inicial y definitiva dirigida por Jesús (de ordinario con el imperativo “sígueme”) a individuos concretos o a grupos, que precisamente desde aquel momento son llamados expresamente discípulos, y cuya vocación se describe al modo de la llamada del profeta Eliseo por parte del profeta Elías (1Re 19,19-21): el seguimiento de las dos parejas de hermanos Pedro y Andrés, Santiago y Juan (Mc 1,16-20 par); el seguimiento desechado del rico (Mc 10,21.18 par.). Este seguimiento “detrás” (opíst5) de Jesús supone renegar de la propia mentalidad de pecado, para uniformarla a la de Dios, hasta llevar la propia cruz juntamente con Jesús (Mc 8,34 par). Jesús da la orden de seguirle también al que se le ha ofrecido espontáneamente; pero antes le dicta las condiciones exigidas (Mt 8,19.22/ Lc 9,57.59.61).
Jesús llama a este discipulado a cualquiera, sin barrera alguna: a personas puras, pero también a pecadores y publicanos (como Leví: Mc 2,14 par), a zelotes (como Simón “el zelote”: Lc 6,15; He 1,13) y a hombres de toda condición: cuatro pescadores (Mc 1,16-20 par), un cobrador de tributos (2,14 par), una persona casada (Pedro: Mc 1,30 par; pero, al parecer, también a otras: cf 10,29).
Todos ellos son llamados por Jesús de su profesión a otra análoga y de otro orden: “Os haré pescadores de hombres” (Me 1,17). La referencia a Jer 16,16 especifica que la finalidad de esta nueva profesión será la de reunir a los miembros del pueblo de Dios para el juicio definitivo.
Esta nueva profesión asimilará al discípulo con el maestro en las contradicciones y persecuciones (Mt 10,24-25/ Lc 6,40) y le obligará a confesarlo públicamente sin renegar jamás de él (Mt 10,32-33 / Le 12,8-9).
Una actitud equivalente a la del seguimiento es la que se contiene en la expresión “ir detrás” (erjomai o deúte opiso con genitivo); la encontramos para indicar el seguimiento de Jesús en todos los sinópticos (Mc 1,17.20/ Mt 4,19; Mc 8,33/ Mt 16, 23.24; Le 9,23; 14,27). En especial, según Lc 9,62, no es idóneo para el reino de Dios aquel que pone la mano en el arado y mira hacia atrás (eis tá opiso); no hay que ir detrás de aquellos que se presentan en el nombre de Jesús para anunciar la proximidad de la parusía (21,8; cf He 20,30).
Para Lucas, después de pentecostés, el término “discípulo” se convierte en sinónimo de “creyentes en Cristo”, es decir, de los que se comprometen a su imitación: o el individuo Concreto, cuando se usa en singular (He 9,10.26; 16,1; 21,16), o la comunidad entera, cuando se usa en plural 6,1.2.7; 9,1.19.25.26.38; 11,29; 13,52; 4,20.22.28; 15,10; 18,23.27; 19,9.30; 20,1.30; 21,4.16). Es decir, pasa a indicar a todos los cristianos (11,26), e origen tanto judío como pagano. Es evidente que todos estos discípulos pospascuales llevaban un sistema de vida adaptado a la nueva situación, muy distinto del comunitario físico-corporal con el rabbi Jesús, y e iban organizándose según una nueva estructura.
Ya hemos observado en este sentido que en todo el epistolario del NT, incluido el Apocalipsis, no vuelve a aparecer el término “discípulo”: los cristianos son llamados con otros nombres, quizá precisamente para indicar la diferencia del sistema de los primeros discípulos del rabbí Jesús. Esta misma desaparición vale para el verbo “seguir” en el sentido de seguimiento; evidentemente, se recurre a otros verbos para expresar ‘la relación del cristiano con el resucitado. Pablo utiliza la expresión “ser en Cristo”, o bien tener sus mismos sentimientos de humildad y de servicio (Flp 2,5-11); llega también a exhortar a que le imiten a él mismo como modelo, pero en su conducta orientada a la imitación del único modelo incomparable que es Cristo, de manera que los cristianos sean a su vez typos, es decir, modelo, para los demás (]Tes 1,6-7; 1Cor 11,1).
b) Según el cuarto evangelio.
También según Juan, Jesús, a pesar de que no asistió a las escuelas de los rabinos, demuestra en los patios del templo que posee su cultura y sus técnicas de enseñanza (7,14-15). Además, aparece rodeado y en diálogo con un grupo de discípulos (56 veces) que lo llaman rabbi (1,38.49; 11,8).
De los relatos de Juan se deduce que el proceso histórico de formación de los discípulos fue probablemente más lento y complejo que el que presentan las vocaciones sinópticas ideales y estilizadas descritas anteriormente; en efecto, Jesús tuvo ya un primer contacto con algunos futuros discípulos en el ambiente de los discípulos del Bautista (1,35-42), y el seguimiento adquirió su forma definitiva sólo con la experiencia pascual (cf 7n 21,1-19).
En un evangelio en que falta el término ekklésía (iglesia), la expresión “los discípulos” indica prácticamente el grupo o la comunidad de Jesús, es decir, con terminología joanea, a aquellos que, creyendo en él, han pasado de las tinieblas a la luz (3,13-17.21); son distintos de los “discípulos de Moisés” (9,28) y de los mismos “discípulos” del Bautista (4,1). Se identifican con los que Jesús gana para sí con su palabra y con sus signos milagrosos (1,35-2,22) y que han creído en su palabra (8,31); ésos son sus “amigos”, a quienes ha revelado los secretos del Padre (15,1517). Jesús les promete que después de su partida se verán animados por su Espíritu paráclito (14, I 6-17; 15,26-27; 16,7-15), que los guiará en la comprensión de toda la verdad y que les anunciará además las cosas futuras (16,13). Según el modelo del Kyrrios y maestro Jesús, tienen que servirse mutuamente, incluso en los servicios más humildes (como el lavatorio de los pies: 13,13-17). Tendrán como distintivo de discípulos “suyos” el mandamiento nuevo (correspondiente a la nueva alianza) del amor mutuo, según el modelo de Jesús (13,3435), que llegó a dar su vida por sus amigos (15,12-13). También ellos han de estar dispuestos a morir por él (11,7.16).
Estos discípulos representan además a la comunidad futura en contraste con el judaísmo incrédulo (y excomulgada por él hacia el año 100); así, el ciego de nacimiento, curado por Jesús, aparece como modelo del “discípulo de Jesús”, en contraste con los fariseos, que se declaran tan sólo “discípulos de Moisés” (9,27s). Los discípulos representan a los futuros creyentes incluso en su temerosa adhesión a Cristo. El término mathetés es utilizado para José de Arimatea, pero con cierto tono de reproche, por ser “discípulo” secreto por temor a los judíos (19,38; cf también las alusiones a Nicodemo: 3,1-2; 19,39).
En el cuarto evangelio aparece también la figura misteriosa de un discípulo amado de manera especial por Jesús (1,35-40; 18,15-16; 19,26-27; 20,2-8; 21,2.7.20-24) y que durante la última cena estaba recostado en su pecho (13,23-26). Comúnmente se le identifica con el autor del cuarto evangelio. En la redacción última del mismo parece personificar al discípulo intuitivo, previsor y carismático frente al institucional de Pedro. Los dos viven en comunión dentro de la comunidad, aunque con momentos dialécticos de tensión. Este discípulo corre por delante, avanza más pero sabe asimismo aguardar a Pedro (20,2-10; 21,7).
(…)
- LOS DESTINATARIOS DE LA RADICALIDAD EVANGÉLICA.
Con esta expresión hace ya varios decenios que se indican aquellas enseñanzas duras y exigentes de Jesús que imponen actos o actitudes de ruptura respecto a las formas habituales, humanas o religiosas, de obrar, y que se presentan a su vez con rasgos paradójicos o absolutos.
Hemos visto que Jesús impone a los discípulos, y especialmente a los doce, un seguimiento que supone el abandono de la profesión y de la familia; Jesús impone a los apóstoles o misioneros que partan sin equipaje y que para la comida y el alojamiento confíen en la acogida de los evangelizados.
Están además las exigencias generales o imperativas morales de llevar la propia cruz por causa de Jesús, hasta la renuncia de la propia vida (Mc 8, 34-38 p), de preferirlo hasta llegar a odiar por él al propio padre a la propia madre (Lc 14,26.27) Mt (10,37-39) y de renunciar a las propias riquezas para dárselas a los pobres (Mc 10,17-31 par, etc.). ¿Quiénes son destinatarios? ¿Sólo los primeros discípulos históricos de Jesús o todos los cristianos de todos los tiempos? ¿O bien esas exigencias son sólo consejos evangélicos”, destinados a Vida “religiosa” en el sentido que alcanzará este término en los siglos posteriores?
Remitiendo a la obra citada de Matura para un análisis detallado De diversos textos, creemos que se puede concluir con él que lo único que puede llamarse “consejo”, al no ser una prescripción dirigida a todos los creyentes, es la / virginidad por el reino de Dios (Mt 19,11-12; cf 1Cor 7,7). Todas las demás exigencias van dirigidas a todos los discípulos, y por tanto a todos los cristianos; obviamente, a los responsables de la comunidad y a los misioneros de forma especial, puesto que han de ser los primeros en dar ejemplo. Se duda, en cambio, en deducir si Jesús exigió a todos los cristianos abandonar sus bienes o mejor ponerlos en común para atender a los pobres y a los necesitados de la comunidad; sin embargo, éste es el sentido que aparece del conjunto de todos los textos evangélicos, y especialmente de la correlación que establece Lucas entre la llamada del rico (18,22.28) y el sistema de vida de los primeros cristianos (He 2,45; 4,32.35). Por eso las dudas parecen nacer, más que de los textos, de las consecuencias que se derivan. En efecto, “no hay nada en los textos examinados que permita reservar las exigencias radicales a un grupo restringido, sea cual sea… Los sinópticos extienden estas exigencias —incluso la puesta en común de los bienes— a todos los creyentes… El contenido de estas exigencias es muchas veces claro y duro; la forma de vivirlas en concreto se deja a la invención creadora de cada uno, como una interpelación inquietante” (p. 232). Pero, a mi juicio, los ejemplos de Ananías y Safira por una parte y de Bernabé por otra (He 4,365,11) invitan a no establecer un nivel igual de exigencia radical para todos; por eso queda espacio dentro de las comunidades cristianas para vocaciones “religiosas” más radicales que las otras, pero que deberían manifestarse como “signo” y estímulo a todos los cristianos en la actuación misma de la exigencia evangélica de compartir fraternalmente los bienes.
También J. Eckert concluye que tanto la radicalidad en el seguimiento como los respectivos imperativos morales prescriben una orientación total al reino de Dios: “Se parecen a llamadas que quieren hacer del hombre un ‘claro-oyente’ (el momento lingüístico) y un `clanvidente’ (el momento de contenido), para que él reelabore de vez en cuando en su propia situación y con imaginación los principios fundamentales del reino de Dios presentados ejemplarmente… Los radicalismos son la sal del anuncio de Jesús” (p. 325).
(Leonardi, G., Apóstol / Discípulo, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Ediciones Paulinas, Madrid, 1988, p. 153 – 162)
P. Alfredo Sáenz, S. J.
La verdadera caridad
Este evangelio nos deja perplejos, pues parece oponer el amor a Dios al amor de las personas que nos deben ser más queridas. ¿Cómo es posible que el mismo que nos manda amar a los enemigos nos pida hoy que seamos capaces de desdeñar a nuestros propios padres? Y no pensemos que se trata de una afirmación retórica y sin valor práctico, ya que algunos domingos atrás el mismo Jesús ratificaba claramente esta idea, afirmando que en virtud de la fidelidad a su doctrina la familia misma quedaría dividida: “dos contra tres… el hijo contra el padre, la madre contra la hija”. Hoy nos dice: “cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos… no puede ser mi discípulo”. Debemos tomar con toda seriedad estas palabras, tratando de desentrañar su sentido, para poder vivir el mandamiento del amor del modo que Él nos lo pide, ya que en ello se juega nuestra salvación eterna.
Debe ser difícil encontrar otra palabra más desfigurada por el uso que la palabra “amor”, ya que todos los días la vemos aplicada a cosas bien distintas entre sí. La vemos utilizada para designar el egoísmo más crudo, cuando alguien abandona a su verdadera familia en aras de un “amor” que lo lleva a “rehacer su vida”, o bien cuando es sinónimo de los instintos que, liberados de la tutela de la verdad y del bien, se constituyen en el motor del pansexualismo actual que lo invade todo. Pero también se lo utiliza para indicar el sacrificio abnegado de los mártires, la dedicación heroica de los apóstoles y misioneros, la fidelidad de las vírgenes y la entrega generosa de los padres cristianos que procuran educar bien a sus hijos y brindarles lo mejor.
¿Qué es lo que tienen de común todos estos ejemplos del verdadero amor, y qué es lo que falsamente se nombra con la misma palabra? Poseer a Dios o carecer de Él, pues el amor, que es un movimiento hacia el bien, en su grado más perfecto reconoce a la misma bondad divina como el motivo supremo de su impulso.
La verdadera caridad no es amor simplemente humano. Es el amor de Dios que se derrama en nuestros corazones, y rebalsa desde allí su generosa fecundidad para alcanzar a los demás. Nace en Dios, mejor todavía, es la vida misma de la Trinidad, que desde siempre vincula a las divinas personas con el lazo inefable del amor infinito. Desde allí baja al mundo, con la benevolencia de la creación y de la gracia para difundir por doquier las perfecciones de quien es el Padre de todos. El hombre, de algún modo divinizado por este influjo de la gracia, se vuelve hacia Dios y hacia donde Él se encuentra. La caridad verdadera se dirige al prójimo para descubrir en él al Dios de los cielos, o para lograr que esa alma, si carece de esta amorosa presencia, pueda también llegar a ser su morada algún día. No puede entonces haber oposición alguna en el trayecto de la caridad, pues una misma es la virtud que abarca a Dios y al prójimo, y ella se mueve por un motivo único que es siempre la divina bondad. Cuando este motivo falta, podremos hablar de simpatía, de solidaridad, de filantropía, de amor puramente natural, pero nunca de verdadera caridad.
Ahora entendemos bien qué nos recomienda hoy Jesucristo, que no es otra cosa que evitar que los afectos meramente humanos puedan interponerse entre nuestra alma y Dios. Ordinariamente el amor a los seres más queridos, como los padres o los hijos, será la forma eminente de esta simbiosis del amor a Dios y al prójimo, pero puede ocurrir que a veces sean los mismos parientes cercanos quienes se constituyen en un obstáculo para cumplir las exigencias de la verdadera caridad. Esto se da, por ejemplo, cuando los padres se oponen a la vocación sacerdotal de sus hijos, o cuando la convivencia ofrece motivo de escándalo, de ruina espiritual o apostasía. También la supremacía del amor a Dios nos exige a veces hacer cosas que repugnan a la simpatía simplemente humana, como la corrección fraterna, que se realiza teniendo en miras el bien espiritual del prójimo, aunque pueda llegar a afectar su sensibilidad. En estos casos, la caridad se convierte en un verdadero amor crucificado, y adquiere todo su sentido lo que se nos dice hoy: “El que no carga con su cruz y me sigue no puede ser mi discípulo”.
Esto parece difícil, casi imposible, cuando se trata de algo tan entrañable como el amor de los padres y los hijos, pero no olvidemos que el que nos pide esto es el mismo que en el templo, a los doce años, respondió a María y a José que debía ocuparse “de las cosas del Padre”, y que cuando le dijeron que lo esperaban fuera su madre y sus hermanos, contestó que los que son verdaderamente su madre y sus hermanos son los que cumplen la voluntad de Dios. Como estos preceptos son difíciles de acatar, Jesús nos previene enseguida de ello con la comparación de una torre, cuya construcción debe ser evaluada previamente, para no caer en el ridículo de no poderla terminar. Asimismo en el orden espiritual, debemos planear cuidadosamente el camino de la vida virtuosa, considerando los medios que tenemos a nuestra disposición como la gracia de Dios, que encontramos en la oración y los sacramentos, y el esfuerzo personal de la ascética, y por otro lado las dificultades que habremos de sobrellevar. La vida espiritual implica una permanente lucha contra el demonio, el mundo y las pasiones desordenadas. Y hoy se nos exhorta a luchar sin claudicar, por penosas que sean las condiciones del combate. Si actuamos así, podemos merecer llamarnos discípulos suyos, como aquel que renuncia “a todo lo que posee” por amor de Dios.
Si amar verdaderamente es querer y hacer el bien, la Santa Misa que ahora continuamos es el sacrificio de Aquel que “pasó haciendo el bien”, y ya que es el mismo ayer, hoy y siempre, le pedimos que nos enseñe a vivir como Él, amando a todos con caridad efectiva, para mejor imitarle, siendo así verdaderos discípulos suyos, de modo que podamos seguirlo a la gloria del cielo.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 256-259.
San Juan Pablo II
1- Jesucristo, centro de la existencia
Las lecturas bíblicas, que nos propone la liturgia de este domingo se centran en torno al concepto de la Sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del salmo 89 dice: “Danos, Señor, la Sabiduría del corazón”. Sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud profunda de paz y serenidad interior? Pero para hacer eso, como enseña la primera lectura, es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte encuentra arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que también son objeto de observación científica, pero, por otra parte, se atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan a los datos físicos: “Si apenas adivinamos lo que hay sobre la tierra y con fatiga hallamos lo que está a nuestro alcance; ¿quién, entonces, ha rastreado lo que está en los cielos?
Y ¿quién habría conocido tu voluntad, si tú no le hubieses dado la Sabiduría y no le hubieses enviado de lo alto tu espíritu santo?” (Sab 9,16-17).
Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo, Él se ha convertido en nuestra sabiduría (cfr. 1 Cor 1,30), y por lo mismo la medida de todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida.
El Evangelio pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro de nuestra existencia. Lo refleja con tres frases:
1) Si no lo ponemos a Él por encima de nuestras cosas más queridas…
2) Si no nos disponemos a ver nuestras cruces a la luz de la suya…
3) Si no tenemos el sentido de la realidad de los bienes materiales…
Entonces no podemos ser sus discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se trata de interpelaciones esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre ellos debemos reflexionar siempre mucho.
2- Proteger y cuidar a la familia
La familia es el primer ambiente vital que encuentra el hombre al venir al mundo, y su experiencia es decisiva para siempre. Por esto es importante cuidarla y protegerla, para que pueda realizar adecuadamente las tareas específicas que le son reconocidas y confiadas por la naturaleza y por la revelación cristiana. La familia es el lugar del amor y de la vida, más aún, el lugar donde el amor engendra la vida, porque ninguna de estas dos realidades sería auténtica si no estuviese acompañada también por la otra. He aquí por qué el cristiano y la Iglesia las defienden desde siempre y las colocan en mutua correlación. A este respecto sigue siendo verdadero lo que mi predecesor, el gran Papa Pablo VI, proclamaba ya en su primer radiomensaje de Navidad de 1963: se está “a veces tentado a recurrir a remedios que se deben considerar peores que la enfermedad, si consisten en atentar contra la fecundidad misma de la vida con medios que la ética humana y cristiana ha de calificar de ilícitos: en vez de aumentar el pan en la mesa de la humanidad hambrienta, como lo puede hacer hoy el desarrollo productivo, moderno, piensan algunos en disminuir, con procedimientos contrarios a la honradez, el número de los comensales. Esto no es digno de la civilización”. Hago plenamente mías estas palabras.
3- Trabajar para el bien común
En segundo lugar… la Iglesia, como sabéis, dedica sus atenciones más solícitas a los problemas del trabajo y de los trabajadores. En mis viajes apostólicos no he dejado de trazar las líneas maestras de esta primera solicitud pastoral; y vosotros recordáis además cómo el Concilio Vaticano II ha afirmado que el trabajo “procede inmediatamente de la persona, la cual marca con su impronta la materia sobre la que trabaja y la somete a su voluntad” (Gaudium et Spes 67). Jamás será lícito, desde un punto de vista cristiano, someter a la persona humana ni a un individuo ni a un sistema, de modo que se la convierta en mero instrumento de producción. En cambio, siempre es considerada superior a todo provecho y a toda ideología; jamás al revés.
(Homilía de San Juan Pablo II en Velletri el día 7 de septiembre de 1980)
San Gregorio Magno
El odio santo
- Si consideramos, hermanos carísimos, cuáles y cuántos bienes son los que se nos prometen para el cielo, todo lo que hay en la tierra lo tiene por vil el alma, porque toda la riqueza de la tierra, comparada con la felicidad del cielo, más bien que subsidio, es pesadumbre.
La vida temporal, comparada con la eterna, muerte debe llamarse mejor que vida; porque el diario deshacerse de nuestra corrupción, ¿qué otra cosa es más que una muerte prolongada? En cambio, ¿qué lengua es capaz de decir, ni entendimiento de comprender, cuán grandes son los gozos de aquella ciudad celeste, hallarse entre los coros de los ángeles, colocado con los felicísimos espíritus, estar de asiento en la gloria del Creador, mirar presente la faz de Dios, ver la luz infinita, no ser afectados por el temor de la muerte y gozarse del don de la perpetua incorrupción?
Sólo con oír esto, se enardece el ánimo y desea estar ya presente allí donde espera gozar sin fin. Pero a los grandes premios no puede llegarse sino tras grandes esfuerzos; y por eso el egregio Predicador, San Pablo, dice (2 Tm 2, 5): No será coronado sino quien peleare legítimamente. Alegre, pues, al alma la grandeza de los premios, pero no tema las fatigas de la lucha. Por eso, a los que a Él acuden dice la Verdad: Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y a su madre, y a la mujer y a los hijos, y a los hermanos y a las hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo.
- Más pláceme poner en claro: ¿cómo es que se nos manda aborrecer a los padres y a los allegados de la sangre, siendo así que tenemos precepto de amar aun a los enemigos? Porque cierto es que la Verdad, refiriéndose a la esposa, dice (Mt 9, 6): Lo que Dios unió no lo separe el hombre; y San Pablo dice (Ef 5, 25): Vosotros, maridos, amad a vuestras mujeres así como Cristo amó a su Iglesia.
Ya lo veis; el discípulo predica que se debe amar a la mujer, siendo así que el Maestro dice: Quien no aborrece… a su mujer, no puede ser mi discípulo. ¿Será que el Juez anuncia una cosa y el Predicador publica otra distinta? ¿O es que podemos amar y aborrecer a la vez?
Pero, si examinamos agudamente el sentido del precepto, lo uno y lo otro podemos hacerlo discrecionalmente, de manera que amemos a la esposa y a los que nos están unidos por parentesco carnal y también a cuantos reconocemos por prójimos, y que desconozcamos por tales, aborreciéndolos y huyéndolos, a cuantos sentimos como adversarios en el camino de Dios; pues viene a ser amado, diríamos que por medio de ese odio quien no es atendido cuando, por juzgar carnalmente, nos induce al mal; y el Señor, para demostrar que este odio para con el prójimo no procede de malevolencia, sino de caridad, a continuación añade, diciendo: Y aun su misma vida. Luego se nos manda aborrecer a los prójimos y aborrecer nuestra propia vida; consta, pues, que cumple el deber de odiar al prójimo amándole quien le odia como a sí mismo; porque nosotros odiamos bien nuestra vida cuando no consentimos en sus carnales deseos, cuando mortificamos sus concupiscencias y nos oponemos constantes a sus placeres, de manera que, una vez despreciadas estas cosas, se encamina a lo mejor, y así viene a ser amada como por el odio,
Así, así es como a la esposa y a nuestros prójimos debemos mostrar el odio, amando a la vez lo que son y odiando lo que nos estorban en el camino de Dios.
- En efecto, cuando San Pablo se encaminaba a Jerusalén, el profeta Agabo cogió su cinturón y ató sus pies, diciendo (Hch 21, 11): Así atarán en Jerusalén al varón de quien es este cinto. Mas éste, que odiaba perfectamente su vida, ¿qué decía? Yo no sólo estoy dispuesto a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre de Jesucristo (Hch 21, 13); ni tengo mi vida por más preciosa que yo (Hch 20, 24). He ahí cómo, amándola, odiaba su vida, la cual deseaba entregar a la muerte por Jesús, para que, muriendo al pecado, resucitara a la vida.
Por tanto, copiemos de esta discreción en odiarnos el modo de odiar al prójimo; ámese en este mundo a todos, aunque sea al enemigo; pero ódiese al que se nos opone en el camino de Dios, aunque sea pariente; porque quien ya aspira a lo eterno, en ese camino que ha emprendido por la causa de Dios debe hacerse extraño al padre, a la madre, a los hijos, a los parientes y aun a sí mismo, para conocer a Dios tanto mejor cuanto que, por El, no conoce a nadie, pues mucho es lo que fustigan al alma y ofuscan su perspicacia los afectos carnales, los cuales, sin embargo, nunca nos dañarán si los dominamos, reprimiéndolos.
Debemos, pues, amar a los prójimos; debemos tener caridad con todos, con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos.
- Además, sabemos que, cuando era trasladada desde la tierra de los filisteos a la tierra de Israel el arca del Señor, fue colocada sobre un carro, al cual fueron uncidas vacas que se dice eran recién paridas y que sus terneros quedaron encerrados en casa; y está escrito (1 R 6, 12): Y las vacas iban vía recta por el camino que conduce a Bethsames y marchaban por un mismo camino andando y mugiendo y no se desviaban ni a la derecha ni a la izquierda.
Ahora bien, ¿a quién figuran las vacas sino a cualquiera de los fieles que hay en la Iglesia, y que, cuando consideran los preceptos de la Sagrada Escritura, llevan como puesta sobre ellos el arca del Señor?
Es de notar que de estas vacas se refiere que eran recién paridas; es decir, que hay muchos que, colocados interiormente en el camino del Señor, exteriormente están ligados con afectos carnales, pero no se desvían del camino recto, porque llevan en el alma el arca del Señor.
Y ved que las vacas se encaminan a Bethsames. Ahora bien, Bethsames significa casa del sol, y el profeta (Ml 4, 2) dice: Más para vosotros, que teméis mi nombre, nacerá el sol de justicia. Luego, si nos encaminamos a la casa del Sol eterno, justo es, en verdad, que no nos desviemos del camino del Señor por causa de los afectos carnales.
También debe ponerse toda la atención en que las vacas, uncidas al carro del Señor, van camino adelante y mugen. Gimen interiormente, pero, con todo, no desvían del camino sus pasos. Sin duda de este modo deben mantenerse dentro de la santa Iglesia tanto los predicadores como los fieles, compadeciéndose caritativamente de los prójimos, pero sin salirse del camino del Señor por causa de tal compasión.
- Y cómo deba mostrarse este odio a la vida, la misma Verdad lo declara, diciendo luego: Quien no carga con su cruz y no viene en pos de mí, tampoco puede ser mi discípulo. Bien: se llama cruz—de cruciatur—el sufrimiento; y de dos maneras cargamos con la cruz del Señor: o cuando mortificamos la carne con la abstinencia, o cuando, compadecidos del prójimo, reputamos por nuestra la necesidad suya; pues quien muestra dolerse de la necesidad ajena, lleva la cruz en el alma.
Mas es de saber que hay algunos que soportan la abstinencia de la carne, no por Dios, sino por vanagloria; y son muchos los que se compadecen del prójimo, no espiritual, sino carnalmente, de suerte que con su compasión le estimulan, no a la virtud, sino al pecado; y así, éstos parece, sí, que llevan la cruz, pero no siguen al Señor. Por eso dice bien la misma Verdad: Quien no carga con su cruz y además no viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo.
Llevar, pues, la cruz e ir en pos del Señor es o afligir la carne con privaciones o compadecerse del prójimo conforme a la voluntad eterna de Dios; porque quien esto hace por un gusto temporal, lleva, sí, la cruz, pero no quiere ir en pos del Señor.
- Ahora bien, como se han dado preceptos de cosa sublime, en seguida se agrega el símil de un edificio alto, diciendo: Pues ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no echa primero despacio sus cuentas, para ver si tiene recursos bastantes con que acabarla? No le suceda que, después de haber echado los cimientos y no pudiendo concluirla, todos los que lo vean comiencen a burlarse de él diciendo: Ved ahí un hombre que comenzó a edificar y no pudo rematar.
Debemos premeditar todo lo que hacemos, porque ahí tenéis que, según dice la Verdad, quien edifica una torre prepara antes los recursos para el edificio; luego, si deseamos construir la torre de la humildad, debemos prepararnos primero contra las adversidades de este mundo.
Pero entre el edificio terreno y el celeste hay esta diferencia: que el terreno se construye reuniendo caudales, pero el celeste repartiéndolos; reunimos caudales para aquél recogiendo lo que no tenemos; para éste reunimos caudales dejando lo que tenemos.
No pudo reunir estos caudales aquel rico que, siendo dueño de muchas posesiones, preguntó al Señor diciendo (Lc 18, 18): Maestro bueno, ¿qué podré yo hacer para alcanzar la vida eterna?, y que, habiendo oído que se le aconsejaba dejar todas las cosas, se retiró triste y apesadumbrado en el alma, precisamente por eso, porque exteriormente poseía muchos bienes; pues como en esta vida tenía los caudales de la grandeza, no quiso tener los caudales de la humildad para encaminarse a la vida eterna.
Pero es de considerar que se dice: Cuantos lo vieren, comenzarán a burlarse de él; porque, según dice San Pablo (1 Co 4, 9), servimos de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres; así que en todo lo que hacemos debemos tener en cuenta a nuestros enemigos, los cuales acechan siempre nuestros actos y siempre se congratulan de nuestros defectos. Mirando a los cuales (enemigos), el profeta dice (Sal 24, 2): Dios mío, yo confío en ti; no me veré avergonzado, ni mis enemigos se reirán de mí. De manera que, si al realizar nuestras obras no estamos alerta contra los espíritus malignos, sufriremos las burlas de los mismos que nos incitan al mal.
Y después que se ha puesto el símil de la construcción de un edificio, agrégase otro símil, procediendo de lo menos a lo más, para que de las cosas menores se piense en las mayores. Y así prosigue: ¿O cuál es el rey que, habiendo de hacer guerra contra otro rey, no considera primero despacio si podrá con diez mil hombres hacer frente al que con veinte mil viene contra él? Que, si no puede, despachando una embajada cuando está el otro todavía lejos, le ruega con la paz.
Un rey va decidido a luchar contra otro rey, y, sin embargo, si considera que no puede resistirle, envía una embajada y pide la paz. ¿Con qué lágrimas, pues, debemos solicitar la paz nosotros, que en aquel tremendo examen no acudimos de igual a igual con nuestro juez, ya que nos hacen indudablemente inferiores la flaqueza de nuestra condición y nuestra causa?
Pero tal vez hemos desechado ya de nosotros las culpas de nuestras malas obras, ya evitamos al exterior todo mal; y qué, ¿acaso podremos dar buena cuenta de nuestros pensamientos? Porque se dice que viene con veinte mil hombres aquel contra el cual no puede éste que viene con diez mil; pues de diez mil a veinte mil es como de sencillo a doble. Ahora bien, nosotros, cuando mucho adelantamos, apenas mantenemos en rectitud nuestras obras exteriores; porque, si ya ha sido arrancada de nuestra carne la lujuria, todavía no ha sido totalmente arrancada del corazón; más Aquel que viene a juzgar, juzga igualmente lo exterior y lo interior y examina por igual las obras y los pensamientos. Viene, pues, con doble ejército contra sencillo quien nos examina a la vez de las obras y de los pensamientos, cuando apenas estamos preparados para responder de una sola obra.
¿Qué debemos, por tanto, hacer, hermanos carísimos, viendo que no podemos hacer frente con un ejército sencillo a un ejército doble, sino enviar una embajada y solicitar la paz, ahora, cuando todavía está lejos, pues se dice que está lejos porque no está aún presente por el juicio?
Enviémosle de embajadoras nuestras lágrimas; enviémosle obras de misericordia; sacrifiquemos en su altar hostias pacíficas; reconozcamos que nosotros no podemos contender con El en juicio; consideremos su poder y su fortaleza y pidámosle la paz. Esta es la embajada nuestra que aplaca al Rey que viene.
Pensad, hermanos, cuán benigno es, pues que tarda en venir, sabiendo que puede confundirnos con su venida. Enviémosle, como hemos dicho, nuestra embajada llorando, haciendo limosnas, ofreciendo sacrificios. Y para obtener nuestro perdón sufraga de un modo particular el santo sacrificio del altar ofrecido con lágrimas y con fervor del alma; porque Aquel que, habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere, todavía en este sacrificio padece místicamente por nosotros; pues cuantas veces ofrecemos el sacrificio de su pasión, otras tantas renovamos su pasión para absolución nuestra.
- Muchos de vosotros, hermanos carísimos, conocéis ya, según creo, esto que quiero traer a vuestra memoria refiriéndolo.
Se cuenta haber sucedido, no hace mucho tiempo, que cierto individuo fue hecho prisionero de sus enemigos y transportado muy lejos; y después de estar largo tiempo en prisiones, su mujer, no teniendo noticia alguna de su cautiverio, pensó que había muerto. Todas las semanas cuidaba de ofrecer sacrificios por él, como si ya fuera difunto; y cuantas veces su mujer ofrecía sacrificio en sufragio de su alma, otras tantas se le desataban las cadenas en la prisión. Habiendo vuelto no mucho después, admirado en extremo, refirió a su mujer que en determinados días cada semana se le desataban sus cadenas; y su mujer, fijándose en los días y en las horas, reconoció que él quedaba desatado cuando ella se acordaba de ofrecer por él sacrificios.
Por tanto, de aquí, hermanos carísimos, colegid de aquí, como cosa cierta, de cuánto vale para desatar las ligaduras del corazón el santo sacrificio ofrecido por nosotros, puesto que, ofrecido por otros, pudo en éste desatar las ligaduras del cuerpo.
- Muchos de vosotros, hermanos carísimos, habéis conocido a Casio, obispo de Narni, quien acostumbraba a ofrecer el santo sacrificio a Dios cada día, de modo que apenas si pasó un solo día de su vida en que no inmolase a Dios omnipotente la hostia pacifica; con el cual sacrificio iba también muy acorde su vida; pues, distribuyendo en limosnas cuanto tenía, cuando se acercaba a la hora de ofrecer el sacrificio, como deshaciéndose en lágrimas, inmolábase a sí mismo con grande contrición de corazón. Yo he conocido su vida y su muerte por referencia de cierto diácono de vida venerable que había sido familiar suyo; y contaba que cierta noche habíase aparecido en visión a su presbítero el Señor, diciendo: Ve y di al obispo: Persevera en lo que haces y mantente en tus buenas obras; no descanse tu pie ni des paz a la mano; en el natalicio de los Apóstoles vendrás a mí y te daré tu recompensa. Levantóse el presbítero; pero, por estar tan próximo el día del natalicio de los Apóstoles, temió anunciar a su obispo el día de su próxima muerte. Volvió el Señor otra noche y le reprendió fuertemente su desobediencia y repitió las mismas palabras de su encargo. Entonces el presbítero se levantó para ir, más de nuevo la flaqueza de ánimo impidió manifestar la revelación, y también se resistió a llevar el aviso del repetido mandato y descuidó el manifestar lo que había visto. Pero, como a la gran mansedumbre suele seguir mayor ira en vengar la gracia despreciada, apareciendo el Señor en una tercera visión, a las palabras añadió ya los azotes, y fue molido con tan severos golpes para que las heridas del cuerpo ablandaran la dureza del corazón. Levantóse, pues, aleccionado por el castigo, y corrió en busca del obispo, al que halló ya dispuesto, según costumbre, a ofrecer el santo sacrificio ante el sepulcro del santo mártir Juvenal; llamóle aparte de los circunstantes y se postró a sus pies. El obispo, al verle derramar abundantes lágrimas, a duras penas si pudo levantarle, y procuró conocer la causa de sus lágrimas. Pero él, para referir ordenadamente la visión, quitándose primero de los hombros el vestido, descubrió las heridas de su cuerpo, testigos, por decirlo así, de la verdad y de su culpa, y mostró en las heridas recibidas con cuánto rigor habían surcado sus miembros los azotes. Apenas visto lo cual por el obispo, horrorizóse y, con grande asombro, preguntó a voces quién se había atrevido a hacer con él tal cosa. Más él respondió que él mismo había sido castigado por su culpa. Acrecióse con el terror la admiración, pero, sin dar ya más treguas a las preguntas de aquél, el presbítero descubrió el secreto de la revelación y le refirió las palabras del mandato del Señor que había oído, diciendo: Persevera en lo que haces, mantente en tus buenas obras, no descanse tu pie ni des paz a tu mano; en el natalicio de los Apóstoles vendrás a mí y te daré tu recompensa. Oído lo cual, el obispo postróse en oración con gran contrición de corazón, y el que había venido a ofrecer el sacrificio a la hora de tercia, retrasóle hasta la hora de nona por haber prolongado tanto su oración. Y ya desde entonces acrecentáronse más y más los progresos de su piedad, y se hizo tan fuerte en el bien obrar cuanta era su seguridad de la recompensa, por lo mismo que con tal promesa había comenzado a tener por deudor al mismo a quien había sido deudor. Más había tenido éste la costumbre de acudir a Roma todos los años el día del natalicio de los Apóstoles, y ya, prevenido con esta revelación, no quiso venir, según costumbre. Estuvo, pues, cuidadoso en aquel mismo tiempo y pendiente de la esperanza de su muerte; y así el segundo año y también el tercero, y del mismo modo el cuarto, el quinto y el sexto; y ya podía desconfiar de la revelación si los azotes no atestiguasen las palabras. Más he aquí que, habiendo llegado sano a las vigilias el séptimo año, durante ellas acometióle una fiebrecilla, y, en el mismo día del natalicio, a los hijos fieles que le esperaban declaró que no podía celebrar las solemnidades de la misa; pero ellos, que también estaban temerosos de su muerte, acudieron todos juntos a él obligándose unánimes a no consentir que en aquel día se celebraran las solemnidades de la misa a no ser que su mismo prelado se presentara ante el Señor a interceder por ellos. El entonces, conmovido, celebró misa en el oratorio episcopal y dio a todos por su mano el cuerpo del Señor y la paz; y terminado todo lo pertinente al oficio del sacrificio ofrecido, volvió al lecho, y, estando allí, como viera que le rodeaban sus sacerdotes y ministros, como dándoles el último adiós, exhortábalos a conservar el vínculo de la caridad y les predicaba con cuánta concordia debieran unirse entre sí, cuando en esto que de repente, entre las palabras de la santa exhortación, clamó con voz aterradora, diciendo: «Ya es hora»; y al punto él mismo, con sus propias manos, dio a los que le asistían el lienzo que, según costumbre en los que morían, se le pondría sobre su rostro. Extendido el cual, expiró; y de este modo, aquella alma santa, al llegar a los gozos eternos, quedó libre de la corrupción del cuerpo.
¿A quién, hermanos carísimos, a quién ha imitado este santo varón en su muerte sino a Aquel a quien había contemplado en su vida? Pues al decir: «Ya es hora», salió de su cuerpo, lo mismo que Jesús, cumplidas todas las cosas, habiendo dicho (Jn 19, 30): Todo está cumplido, inclinando su cabeza, entregó su espíritu. De modo que lo que el Señor hizo en virtud de su poder, eso mismo hizo su siervo en virtud de su vocación.
- Ved qué grande paz obró por gracia, al venir el Señor, aquella embajada de la Hostia diaria enviada por medio de limosnas y de lágrimas.
Deje, pues, el que pueda, todas las cosas; y quien no puede las todas, mientras todavía está lejos el Rey, envíe embajada de lágrimas y de limosnas, ofrezca dones de sacrificios.
Quien sabe que, airado, no se le puede soportar, quiere ser aplacado con ruegos. El detenerse todavía es porque espera la embajada de la paz. Ya habría venido, ya, si quisiera; y habría deshecho a todos sus enemigos.
Mas también cuán terrible vendrá lo da a conocer; y, no obstante, retrasa su venida, porque no quiere encontrar a quienes castigar, antes nos echa en cara la culpa de nuestro abandono, diciendo: Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo; y, con todo, nos ofrece el medio de esperar la salud, ya que quien no puede ser resistido cuando está airado, quiere ser aplacado con que se le pida la paz.
Así que, hermanos carísimos, lavad con lágrimas las manchas de vuestros pecados, cubridlos con limosnas, expiadlos con sacrificios. No pongáis el corazón en las cosas que todavía no habéis dejado de usar; poned vuestra esperanza solamente en el Redentor y vivid con el pensamiento en la vida eterna. Pues, si ya no tenéis puesto el amor en cosa alguna de este mundo, ya habéis dejado todas, aun poseyéndolas.
Concédanos los gozos deseados el mismo que nos ofrece el medio de obtener la paz eterna, Jesucristo, nuestro Señor, que vive y reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.
SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre el Evangelio, Libro II, Homilía XVII [37], BAC Madrid 1958, p. 741-48
Guion Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
CICLO C
Entrada:
Es en la liturgia donde se aprende a imitar a Cristo y se nos comunica la gracia para poner esta imitación en práctica para gloria de Dios Padre y salvación del alma.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: Sabiduría 9, 13- 18
Para alcanzar el verdadero conocimiento de Dios es necesario el desprendimiento de todas las cosas y la sabiduría del Espíritu Santo.
Salmo Responsorial: 89, 3- 6. 12- 14. 17
2º Lectura: Filemón 9b- 10. 12- 17
San Pablo nos da ejemplo de cómo debemos amar y perdonar a nuestros hermanos en Cristo.
Evangelio: Lucas 14, 25- 33
Cualquiera que non renuncie a todo lo que posee no puede ser discípulo de Cristo
Preces Domingo XXIII
Cristo es nuestro intercesor ante el Padre. Presentemos ante Él las necesidades de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
A cada intención respondemos cantando:
* Por el Papa, los obispos y sacerdotes para que trabajando con unidad de espíritu hagan visible la unidad querida por el Único Pastor de la Iglesia, Nuestro Señor Jesucristo. Oremos…
* Por el aumento de operarios en la gran mies del mundo por donde se extiende la Iglesia católica y la santidad de todos los consagrados. Oremos…
* Por los matrimonios y familias cristianas, para que conscientes del valor inapreciable de la vida humana, sean colaboradores incondicionales de la obra creadora de Dios. Oremos…
*Roguemos al Señor por las necesidades espirituales y materiales de nuestros familiares, amigos y benefactores, y para que guiados por la fe en Cristo resucitado, sepan llevar con paciencia las dificultades de la vida. Oremos…
Señor Jesús, que al llevar la Cruz cargaste con nuestras dolencias, atiende los ruegos de tu Iglesia en favor de aquellos a quienes redimiste. Tu que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Liturgia Eucarística
Ofertorio
* Ofrecemos alimentos: junto con estos dones ofrecemos el deseo de dedicar toda nuestra vida a la atención de los intereses del Reino de Dios
* En el pan y en el vino, queremos unirnos a Jesús y a su obra redentora a favor de los hombres.
Comunión:
“El que no carga su cruz y viene en pos de Mí, no puede ser mi discípulo”. Acerquémonos a recibir la Sagrada Eucaristía, banquete espiritual que fortalece nuestras almas.
Salida:
Virgen esposa ante la Cruz, enséñanos a construir el mundo en lo profundo del silencio y de la oración, en la alegría del amor fraterno, en la fecundidad insustituible de la Cruz.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)
Apuntar hacia Dios
¡Cuántas obras hacemos, mis hermanos, indiferentes unas, buenas otras, que de nada han de servirnos para la vida eterna por falta de intención, por distracción, por no ofrecerlas desde luego a Dios por cuya gloria hemos de hacer todo lo que hagamos. Aprendamos una lección de un monje.
Un santo monje cuando iba a empezar una obra se quedaba un rato parado con los ojos fijos en el cielo.
- ¿Qué haces, padre? – le decían los discípulos.
Y respondía:
- ¿No han visto al saetero cómo antes de disparar su ballesta se queda un rato parado y apuntando el blanco? Pues eso hago yo. Antes de hacer una obra me paro un poco y apunto hacia Dios que es por quien la voy a hacer. Es más; lo mismo que el saetero, para apuntar mejor en el blanco, cierra el ojo izquierdo y solamente mira con el derecho. Así hago yo; procuro cerrar el ojo izquierdo a los miramientos y respetos humanos, y abro sólo el derecho de la pura y recta intención.
Así es, mis hermanos, como son meritorias las obras.
(ROMERO, F., Recursos Oratorios, Tomo II, Editorial Sal Terrae, Santander, 1959, p. 175)




