PRIMERA LECTURA
Mira que tu Rey viene humilde hacia ti
Lectura de la profecía de Zacarías 9, 9-10
Así habla el Señor:
¡Alégrate mucho, hija de Sión!
¡Grita de júbilo, hija de Jerusalén!
Mira que tu Rey viene hacia ti;
él es justo y victorioso,
es humilde y está montado sobre un asno,
sobre la cría de un asna.
El suprimirá los carros de Efraím
y los caballos de Jerusalén;
el arco de guerra será suprimido
y proclamará la paz a las naciones.
Su dominio se extenderá de un mar hasta el otro,
y desde el Río hasta los confines de la tierra.
Palabra de Dios.
SALMO Sal 144, 1-2. 8-11. 13c-14 (R.: cf. 1)
R. Bendeciré tu nombre eternamente.
O bien:
Aleluia.
Te alabaré, Dios mío, a ti, el único Rey,
y bendeciré tu Nombre eternamente;
día tras día te bendeciré,
y alabaré tu Nombre sin cesar. R.
El Señor es bondadoso y compasivo,
lento para enojarse y de gran misericordia;
el Señor es bueno con todos
y tiene compasión de todas sus criaturas. R.
Que todas tus obras te den gracias, Señor,
y tus fieles te bendigan;
que anuncien la gloria de tu reino
y proclamen tu poder. R.
El Señor es fiel en todas sus palabras
y bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que caen
y endereza a los que están encorvados. R.
SEGUNDA LECTURA
Si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu,
entonces vivirán
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma 8, 9. 11-13
Hermanos:
Ustedes no están animados por la carne sino por el espíritu, dado que el Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo no puede ser de Cristo. Y si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús habita en ustedes, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en ustedes.
Hermanos, nosotros no somos deudores de la carne, para vivir de una manera carnal. Si ustedes viven según la carne, morirán. Al contrario, si hacen morir las obras de la carne por medio del Espíritu, entonces vivirán.
Palabra de Dios.
ALELUIA Cf. Mt 11, 25
Aleluia.
Bendito eres, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque revelaste los misterios del Reino a los pequeños.
Aleluia.
EVANGELIO
Soy paciente y humilde de corazón
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 11, 25-30
Jesús dijo:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido.
Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
Palabra del Señor.
José María Solé Roma, C.F.M.
ZACARÍAS 9, 9-10:
El Profeta traza un cuadro muy original del Mesías y de la Obra Mesiánica:
— El retrato que nos hace del Mesías no es frecuente en la literatura Profética. Tiene rasgos muy parecidos a los del «Siervo de Yahvé» de Is 42 y 45: Llega a la Capital de su Reino, Sión, Salvador. Con su Epifanía hace estallar el júbilo. Trae a todos: Justicia y Salvación. Estas dos palabras sintetizan todos los bienes Mesiánicos. Hasta aquí Zacarías coincide con los demás Profetas. La novedad está en la presentación amable, humilde, asequible de tan gran Rey: «Viene humilde y montado sobre una asna» (9). ¡Manera inusitada de celebrar la entronización del Rey!
— La Era Mesiánica que el Rey inaugura con su entronización es la de una paz absoluta y universal: «Suprimirá los carros de Efraím y los caballos de Jerusalén; el arco de combate será suprimido; y dictará la paz a las naciones. Y su imperio se extenderá de mar a mar y del río hasta los confines de la tierra» (10). Este idilio Mesiánico lo han cantado y prometido todos los Profetas.
— Los Evangelistas, con el cuidado que tienen de presentarnos a Jesús como el Mesías en quien se cumplen todas las profecías, nos cuentan muy al por menor el cumplimiento de la presente en la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos. Cuando ya no había peligro de que pudiera ser interpretado y tergiversado el sentido Redentor de su Mesianismo, cuando faltan breves días para ser entronizado en la Cruz, Jesús, el Rey humilde y manso, el Rey de la paz, el Rey Salvador, entra en la Capital del Reino montado en el jumentillo (Mt 21, 1-11; Mc 11, 1-11; Lc 19, 29-38).
ROMANOS 8, 9. 11-13:
San Pablo nos declara las riquezas espirituales de que gozamos por la fe en Cristo. Con esto entendemos qué nos prometían los Profetas al llamar al Mesías Rey de la Paz y Salvador:
— Por nuestra inserción en Cristo recibimos el Espíritu Santo. Espíritu que nos inhabita. En virtud de este Espíritu somos hijos de Dios y poseemos la vida de Dios. El dinamismo de esta vida ha de llegar hasta la resurrección de nuestro cuerpo. Hemos de morir y pagar nuestro tributo de pecadores; pero hemos de resucitar y la vida de Cristo glorificado ha de empaparnos, en alma y cuerpo (9-10). El Espíritu de Cristo que nos inhabita llevará su obra vivificante hasta resucitar nuestros cuerpos gloriosos con la gloria del de Cristo.
— Otra riqueza de nuestra inserción en Cristo es que, por la participación que Él nos hace de su Espíritu, nosotros somos hijos y herederos de Dios, coherederos con el Hijo (11): «Quiafilios, quoslongepeccati crimen abstulerat, per sanguinemFilii tui Spiritusquevirtute, in unum ad te denuo congregare voluisti: ut plebs, de unitateTrinitatisadunata, in tuaelaudemsapientiaemultiformis Cristi corpus templumqueSpiritusnoscereturEcclesia» (Pref per ann 8).
— De parte de Dios la dádiva está ya hecha y plenamente garantizada. Sólo queda un riesgo. Nosotros podemos rechazar esta dádiva y hacernos indignos de gozarla. Los habrá que preferirán la vida de la carne a la vida del Espíritu (8). Vivir según la carne es no sólo dar rienda suelta a los apetitos sensuales, sino también afianzarse en una autosuficiencia y autonomía de orgullo y de egoísmo. Con esto, como Adán, elegimos la muerte y rechazamos la vida. Con todo, después que el Redentor ha expiado el pecado de Adán y con su Muerte nos ha devuelto la vida, reincidir en la torpeza del orgullo de Adán es más imperdonable: «Las apetencias de la carne acaban en muerte; mas los deseos del Espíritu son vida y paz» (7). Por tanto, a una mayor inserción en Cristo, a un grado más intenso de fe y de amor, corresponde mayor riqueza de vida divina y de paz. Unión mística con Cristo, íntima y progresiva, que nos hace concrucificados con Él, partícipes ahora de su Cruz (18), con derecho a serlo de su gloria: «Oh Sacrumconvivium-in quo Christussumitur-Mensimpletur gratia-et futuraegloriaenobispignusdatur».
MATEO 11, 25-30:
Para poder poseer estas riquezas Mesiánicas, Mateo dirá para poseer el secreto de Cristo, precisa en nosotros una disposición de humildad, docilidad, disponibilidad:
— San Mateo nos guarda estas preciosas palabras en las que el mismo Jesús nos habla del misterio de su Persona: Misterio inefable e incomprensible. Sólo el Padre le conoce perfectamente. Se trata, por tanto, de una Filiación divina, propia, ontológica. Jesús es único en esta relación: Padre-Hijo (27). Único en gozarla y único en conocerla.
— Misterio al que sólo están abiertos los humildes. El orgullo será siempre el mayor obstáculo para aceptar la Sabiduría de Dios y entrar en el Reino (25).
— Misterio de amor infinitamente amable. El Hijo es el Amor Infinito del Padre que se nos revela y se nos acerca. Enviado a nosotros por el Padre, nos amará el Hijo con un amor al que no podremos resistir. Desde la Encarnación tenemos un Corazón que nos ofrece el amor y la benignidad de Dios en latidos humanos: el Corazón benigno y humilde de Jesús que a todos nos llama para que en Él encontremos cobijo y calor, paz y gozo, gracia y salvación (28-30). Jesús es el Maestro dulce, humilde, amable. Es el Rey que nos trae paz y salvación (Zac 9, 9). La trae porque Él es la Paz (Ef 2, 14). Él es Reposo y Sábado pleno (cfrHeb 4, 6, 11). Pero sólo los pobres y humildes, los cansados y abatidos, los que se reconocen pecadores y enfermos son capaces de acogerle, de reconocerle, de creer y esperar en Él.
Y no pesa su yugo: su ley (30); pues no lo llevamos solos, sino Él en nosotros (Gál. 2, 20).
En este florilegio de «loguions» de Jesús quedan acentuadas tres disposiciones que deben adquirir y cultivar todos los seguidores del Maestro:
- a) Humildad (v 25): Sólo los humildes reciben luz y gracia del Padre para conocer a Cristo y serle fieles.
- b) Confianza (y 28): «Venid a mí cuantos andáis fatigados y cuantos sufrís.» El Corazón de Cristo se abre a todos y llama a todos.
- c) Docilidad (y 29): «Tomad y cargad mi yugo. Sed dóciles discípulos míos. Y hallaréis el reposo para vuestras almas.» He ahí un hermoso y gozoso programa cristiano.
SOLÉ ROMA, J. M., Ministros de la Palabra. Ciclo A, Herder, Barcelona, 1979, pp. 200-203
Reginald Garrigou – Lagrange, O.P.
La humildad de Jesús y su magnanimidad
Discite a me quiamitis sum et humiliscorde
Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29)
Decíamos que el misterio de la Redención fue, sobre todo, la manifestación del Amor de Nuestro Señor por nosotros. Ahora bien, el amor sobrenatural de caridad contiene virtualmente todas las virtudes que le están subordinadas; las vivifica, las inspira y ordena sus actos hacia el fin supremo, que es su objeto propio: amar a Dios sobre todas las cosas. Entre las virtudes de Nuestro Señor hay una, la humildad, que conviene considerar más en particular porque por ella Jesús nos cura especialmente del orgullo que es, según la Escritura, el principio de todo pecado: Initium omnis peccati est superbi[1]. Los filósofos de la antigüedad, que describieron largamente casi todas las virtudes morales, no hablaron nunca de la humildad porque ignoraron el doble fundamento que se encuentra en el dogma de la creación ex nihilo (hemos sido creados de la nada) y en el de la necesidad de la gracia actual para el menor acto salutífero.
La sabiduría mundana también pretende bastantea menudo que la humildad no es más que un aire de virtud que se da en el débil, en el pusilánime, en el que no tiene fortaleza. La humildad, piensa, esconde falta de inteligencia, de saber hacer y de energía. Según el mundo, el hombre avisado y decidido debe saber lo que vale para afirmarse e imponerse; no tiene relación con una actitud humilde que denotaría falta de vigor y de dignidad. Se confunde, así, humildad y pusilanimidad.
Ahora bien, sucede que el Salvador, el fuerte por excelencia, pudo decir a sus discípulos: Confiad: yo he vencido al mundo[2]. Jesús, verdadero Dios, Verbo encarnado, que podía imponerse a todos por el ascendiente de la inteligencia y del carácter, por su poder y sus milagros; Jesús, el más grande de los hombres por el espíritu y por el corazón, nos dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas[3]. Dios quiere que aprendamos la virtud del ocultamiento por medio de Aquel cuya grandeza supera todas las grandezas de aquí abajo.
En efecto, para Nuestro Señor, la humildad, lejos de ser indicio de falta de inteligencia o de energía, proviene, al contrario, de un altísimo conocimiento de Dios y se alía a una inmensa dignidad; y hasta tal punto, que un escritor como Pascal, queriendo enseñar que Jesús es infinitamente superior a todos los héroes y a todos los genios de la humanidad, se contenta con escribir: No inventó nada, no reinó, pero fue humilde, paciente, santo, santo para Dios, terrible para los demonios, sin ningún pecado. ¡Oh, con qué prodigiosa magnificencia vino para los ojos del corazón y de los que ven la Sabiduría![4]
Veamos cuál es el principio de la humildad en Jesús, cómo practicó esta virtud y cómo se unían en Él la magnanimidad o grandeza de alma con la humildad.
El principio de la humildad de Cristo
La verdadera humildad, lejos de provenir de una falta de clarividencia, de saber hacer, se deriva de un profundo conocimiento de la grandeza infinita de Dios y de la nada de la criatura que, por sí misma, es nada. Este doble conocimiento se unifica cada vez más, pues la infinita majestad de Dios manifiesta la fragilidad de la criatura e, inversamente, nuestra impotencia nos revela, por contraste, la fuerza de Dios. Estos dos conocimientos, dice Santa Catalina de Siena, son como el punto más bajo y el más alto de un círculo que crecería siempre. Cuando se sabe o se encuentra el punto más bajo, se ve por contraste dónde se encuentra también el punto diametralmente opuesto. El círculo que siempre crece es el símbolo de la contemplación.
La humildad nace de la visión del abismo que separa a Dios de la criatura. El Padre celestial, queriendo grabar profundamente ese pensamiento en el alma de Catalina de Siena, le dice: Yo soy el que es, tú eres la que no es. Había hablado del mismo modo a Moisés.
Dios es el mismo Ser, que no puede no ser, que es desde toda la eternidad, sin comienzo, sin límite alguno, el infinito océano del ser. Dios es también la soberana Sabiduría, que no ignora nada del futuro más lejano y para la que no hay misterio. Es el mismo Amor, sin decaimiento alguno, impecable. Es el Poder mismo al quenada resiste sin su permiso.
Por el contrario, la criatura, por muy dotada que esté, por sí mismo no es. Si un día recibió de Dios la existencia, la recibió gratuitamente, porque Dios la amó libérrimamente creándola de la nada. Los filósofos antiguos nunca se elevaron a la idea explícita de la creación ex nihilo; no pensaron en la libertad absoluta del acto creador.
Dios habría podido no crearnos, no tenía ninguna necesidad de nosotros, porque Él es el Bien infinito y la Beatitud suprema.
La criatura por sí misma no es nada, y una vez que existe, en comparación con Dios no es nada. El resplandor de una vela aún es algo, por poco que sea, en comparación con el sol más refulgente, porque el esplendor del sol no es infinito, mientras que la más alta criatura nada es en comparación con la Infinitud de Dios, en comparación con la infinita perfección de su sabiduría y de su amor. Después de la creación hay diversos seres, pero no hay más ser, ni más sabiduría, ni más vida, ni más amor. Del mismo modo, con relación al Altísimo, el ángel, el hombre, la mota de polvo, son igualmente ínfimos, pues entre toda criatura y Dios hay siempre una infinita distancia.
Además, para la dirección de su vida, la criatura inteligente depende de Dios, quien le asigna su fin, la vida eterna. ¿De qué sirve ganar el universo si se pierde el alma? ¿Y cuál es el buen camino para ganar la vida eterna? El que la Providencia divina nos ha trazado desde toda la eternidad. A nosotros nos toca reconocer humildemente esa vía; no nos pertenece determinarla.
Puede ser una vía oculta, para preservarnos del orgullo y del olvido de Dios. Puede ser una vía de sufrimiento, más fecunda que ninguna otra en frutos de vida. El apostolado por la oración y el sufrimiento no es menos fecundo que el de la doctrina e incluso fecunda a este último llevándole a buscar la doctrina no sólo en los libros, sino en la fuente de vida. Debemos aceptar humildemente el camino, quizá oculto y doloroso, que el Señor ha escogido para nosotros en su bondad, la vida que nos ha sido indicada por las circunstancias y por los que el Señor nos ha dado como guías.
Finalmente, ¿qué puede hacer la criatura por sí sola para avanzar en ese camino que lleva a la vida eterna? Nada. Aunque hubiese recibido y a la gracia santificante en alto grado, no podría hacer el menor acto salutífero, dar el menor paso adelante, sin un nuevo socorro actual de Dios; ese socorro le es ofrecido, pero no puede recibirlo si se deja cautivar por la atracción del placer o la tentación del orgullo. Los que ven mejor la elevación del fin a alcanzar, también sienten mejor su fragilidad. ¿Quiénes lo han conocido nunca mejor que los santos? No se han fiado de sí mismos y han depositado su confianza en Dios.
Tal es el principio de la humildad: el conocimiento de la infinita grandeza de Dios y el de nuestra nada. Si esto es así, ¿cuál fue la humildad de Jesús?
Para saber lo que fue la humildad de Cristo haría falta haber profundizado como Él en el misterio del acto creador y en el misterio de la gracia.
Jesús, tanto aquí en la tierra como en el cielo,-es aún más humilde que María y que todos los santos, porque conoce mejor la infinita distancia-que separa a toda naturaleza creada de su Creador, porque conoce mejor que nadie la grandeza de Dios y la fragilidad de toda alma humana y de todo espíritu creado.
En efecto, en la tierra, Jesús tenía la visión beatífica. Veía a Dios cara a cara mediante su inteligencia humana por un reflejo del esplendor del Verbo. En lugar de tener necesidad, como nosotros, de razonar y de emplear palabras humanas para decirse que Dios es el Ser mismo, la Sabiduría misma, el Amor mismo, Jesús veía inmediatamente la esencia divina, la Deidad. La parte más excelsa de su alma santa estaba como en un éxtasis perpetuo, cautivada por el Esplendor divino. Y con la misma mirada, muy superior al razonamiento y a la fe, veía la nada de toda criatura y de su propia humanidad. Como un pintor de genio, que en seguida distingue la obra de un maestro de una pálida reproducción, Jesús veía aquí en la tierra y constantemente la infinita distancia que separa la eternidad del tiempo.
Mientras que el hombre que comienza por su propio impulso una obra humana difícil, a menudo toma un aire decidido y dominante, Jesús sólo piensa en cumplir humildemente, bajo la dirección de su Padre, la misión divina que ha recibido: Padre mío…, no se haga como yo quiero, sino como quieres tú.[5]
Jesús también ve constantemente que por sus solas fuerzas humanas no puede absolutamente nada con vistas a alcanzar el fin divino que persigue: conducir a las almas a la vida eterna. Es feliz por esa impotencia, porque glorifica a Dios y muestra la elevación del fin sobrenatural al que la Providencia nos destina: Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado.[6]Pater inme manensipsefacit opera: El Padre, que mora en mí, hace sus obras, los milagros que confirman la doctrina que os doy en su nombre.[7]
Se trata de un acto especial de humildad que consiste en reconocer no sólo nuestra nada, sino nuestra miseria, consecuencia del pecado. Este acto, necesario para la contrición, por la pena de haber ofendido a Dios, no pudo existir en Nuestro Señor, impecable. Pero Él, la inocencia misma, quiso tomar sobre sí todas nuestras faltas y, mejor que nadie, comprendió la infinita gravedad del pecado mortal, sufrió por él más que nadie en la medida de su amor por Dios ofendido y por nuestras almas. Experimentó, más que nadie, un desagrado inexpresable ante tantas manchas acumuladas, ante tantas cobardías, injusticias, traiciones, sacrilegios. Este desagrado se dio en Getsemaní hasta la náusea: Padre mío si es posible, pase de mí este cáliz.[8]
La unión de la humildad y de la magnanimidad en Jesús
Más que en ninguna otra criatura, Jesús, aquí en la tierra, en su alma santa, conoció la grandeza de Dios, la debilidad del hombre y la gravedad del pecado que venía a reparar. Por ello, más que persona alguna, fue humilde. Esta humildad, lejos de esconder una falta de inteligencia y de energía, era el signo de la contemplación más excelsa y la condición de una fortaleza espiritual única. Se unía, igualmente, a la más perfecta dignidad, a la magnanimidad sobrenatural más elevada, que hace tender, como conviene, hacia grandes cosas, aunque sea necesario atravesar todas las pruebas y todas las humillaciones.
Estas dos virtudes, aparentemente opuestas, la humildad y la magnanimidad, son conexas, se prestan a un mutuo apoyo como los dos arcos de una ojiva. Crecen juntas: Nadie es profundamente humilde si no es magnánimo y nadie es-verdaderamente magnánimo sin una gran humildad.[9]
Los rasgos de estas dos virtudes se encuentran admirablemente unidos en la fisonomía del Salvador.
Recordemos el retrato del magnánimo trazado por Santo Tomás que perfecciona el esbozo de Aristóteles.
El magnánimo sólo busca grandes cosas dignas de honor, pero estima que los honores mismos no son prácticamente nada. No teme el desprecio si hay que soportarlo por una gran causa. El éxito no le exalta, y la falta de éxito no puede abatirle. Para él, los bienes externos son poca cosa. No se entristece en el caso de perderlos. El magnánimo da con largueza a todos lo que puede dar. Es verdadero y no hace ningún caso de la opinión desde el momento en que ésta se opone a la verdad por más formidable que pueda llegar a ser. Está dispuesto a morir por la verdad.[10]
Esta grandeza de alma, que se encuentra en todos los santos íntimamente unida a su profunda humildad, se encontraba en grado eminente en Jesús,[11] y nunca fue mayor que durante la Pasión, en el momento de las últimas humillaciones. Recordemos su respuesta a Pilatos, quien le pregunta si es rey: Mi reino no es de este mundo… Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz.[12]
Estas dos virtudes, humildad y magnanimidad, están siempre en la vida del Salvador.
Quiso nacer en la condición más humilde aunque fuese de estirpe real.
Es hijo de una virgen, pero, a juicio de los hombres, pasa por el hijo del carpintero.
Hasta alrededor de los treinta años, Él, el Verbo de Dios, que podía imponerse a todos, no quiere conocer más que la vida oculta y el oficio más ordinario, para mostrarnos que nada grande se hace sin recogimiento y humildad. ¿No nos sucede que nos quejamos, nosotros, por recibir funciones inferiores a nuestras capacidades?
Al salir de su vida oculta, Jesús, que es la inocencia misma, va a pedir a San Juan Bautista el bautismo de penitencia, como si fuese pecador. Juan se opone y dice: Soy yo quien debe ser por ti bautizado, ¿y vienes tú a mí? Pero Jesús le respondió: Déjame hacer ahora, pues conviene que cumplamos toda justicia; es decir, conviene que el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo, se ponga voluntariamente en el rango de los pecadores. Entonces Juan no se resistió más y, habiendo sido bautizado Jesús, el Espíritu de Dios descendió sobre Él bajo la forma de una paloma y una voz del cielo se hizo oír: Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias.[13]
Después del bautismo, Jesús quiere ser tentado en el desierto, para parecerse más a nosotros, en una nueva prueba de humildad; al mismo tiempo nos enseña a vencer al espíritu del mal y a responder a sus seducciones con la palabra de Dios.
¿Cuáles son sus primeras palabras al comienzo de su ministerio? Bienaventurados los pobres de espíritu, los humildes, y les promete grandes cosas: El reino de los cielos.
¿Qué Apóstoles escoge? A pescadores sin cultura, a un publicano como Mateo, y les hace pescadores de hombres; ¡nada más grande!
¿Cómo los forma, cuando se preguntan cuáles el primero entre ellos? Hace venir a un niño, lo coloca en medio de ellos y les dice: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de estos, ése será el más grande en él reino de los cielos.[14] He aquí la unión de la humildad y de la magnanimidad sobrenatural, unión que tiende hacia grandes cosas que no se obtienen más que por la gracia de Dios cuando se pide humildemente cada día. Como decía un gran escritor católico, Helio, es tiempo de ser humilde, pues es tiempo de ser orgulloso, o magnánimo, en el sentido querido por Dios.
Estas dos virtudes se aúnan también en lo que Jesús dice a sus Apóstoles el día de Jueves Santo al lavarles los pies, señal suprema de humildad: Vosotros me llamáis Señor y Maestro, y decís bien, porque de verdad lo soy. Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habréis de lavaros vosotros los pies unos a otros… No es el siervo mayor que su señor, ni el enviado mayor que quien le envía.[15]
Su gloria y una de las señales de su misión es evangelizar a los pobres. Se deja rodear por los publicanos por Magdalena la pecadora y la hace una gran santa.
Si entra triunfalmente en Jerusalén, lo hace subido en un asno e injuriado por los fariseos. Permite esa contradicción; no nos irritemos por las que nos salgan al encuentro.
La Pasión es la hora de las supremas humillaciones aceptadas por nuestra salvación, para curarnos de nuestro orgullo. Se prefiere a Barrabás, el desecho del pueblo, al Verbo de Dios hecho carne. Se burlan del Salvador, se le abofetea, se le escupe en la cara, se le insulta hasta su último suspiro en la cruz. Pero su grandeza estalla a los ojos del centurión que no puede dejar de decir: Verdaderamente, éste era el Hijo de Dios.[16]
Nunca humildad más profunda estuvo tan íntimamente unida a una magnanimidad más excelsa.
Ello es lo que hace decir a San Pablo a los filipenses: Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, a pesar de tener la forma de Dios, no reputó como botín (codiciable)ser igual a Dios; antes se anonadó, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres…;se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre “. Humildad y magnanimidad, anonadamiento y grandeza totalmente sobrenatural, estas dos notas se volverán a encontrar, aunque en una tonalidad menor, en todos los santos.
Del mismo modo, la Iglesia se humilla constantemente, tiene el aspecto de estar vencida mientras que es siempre victoriosa.
Es preciso que ciertas almas interiores tengan parte, más particularmente, en las humillaciones de la Iglesia y trabajen por la salvación de los pecadores pareciendo constantemente que van a fracasar. Es el camino del amor puro.
Ciertas obras son y serán siempre una fuente de humillaciones y de gracias para los que se ocupan en ellas. No deben quejarse si las cosas, teniendo el aspecto de fracasar, van bien a los ojos del Señor; si Él mismo ha puesto su mano en esas obras y acepta la oblación reparadora que por ellas se le ofrece cada día. San Felipe Neri decía: Te agradezco, Dios mío, el que las cosas no vayan corno yo quisiera.
Las humillaciones y los sufrimientos son buenos; y si todas las consolaciones de la tierra llegasen, no consolarían; el Señor no lo quiere, pues hay una cierta dosis de sufrimiento que si nos la quitase nos quitaría la mejor parte.
A veces nos quejamos de la inferioridad de nuestra condición y deseamos una apariencia de grandeza; Dios nos ama mucho más de lo que pensamos; ya nos ha dado grandísimos bienes mediante el bautismo, la absolución, la comunión, nos ha dado ya bienes infinitamente superiores a los que tenemos la necedad de desear y nos promete aún mayores: verle por toda la eternidad como Él se ve y amarle como Él se ama.
- Garrigou-Lagrange, El Salvador, Ediciones Rialp S. A. pp. 327-339
[1]Eccli 10, 15.
[2]Jn 16, 33.
[3] M 11, 29
[4]Pensées.
[5] Mt 26, 39.
[6]Jn 7, 16.
[7]Jn 14, 10
[8] Mt 26, 39.
[9] Cfr. SANTO TOMÁS, II, II, q. 129, 1, 3; q. 161, a. 1, 2, ad 3. La humildad impide la presunción y el orgullo;
la magnanimidad nos fortalece contra el desaliento. La humildad nos inclina ante Dios y ante lo que hay de
Dios en nuestro prójimo; la magnanimidad nos lleva a hacer grandes cosas, las que el Señor quiere que hagamos, aunque incurramos en la reprobación de los hombres. Es lo que entreveía el poeta ALFRED DB VIGNY cuando decía: El honor es la poesía del deber, y cuando escribía Servitude et Grandeurmilitaires, recordando el heroísmo, a menudo oculto, de los mejores soldados.
[10]Cfr. SANTO TOMÁS, II, II, q. 129, a. 1-8.
[11] En los más magnánimos santos, como San Pablo, descubrimos una profunda humildad, y en los más humildes, como San Vicente de Paúl, una elevada magnanimidad
[12]Jn 17, 36-38
[13] Mt 3, 17.
[14] Mt 18, 2-4.
[15]Jn 13, 13.
[16] Mt 27, 54.
Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene sureconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.
Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf.Jn 1, 18), en perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.
Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.
Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».
Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.
Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante, las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).
También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.
Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables… según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.
Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbá». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino.
Homilía del Papa Benedicto XVI en la Sala Pablo VI el miércoles 7 de diciembre de 2011
Mons. TihamérToth
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”
(Mt. 11, 29)
¡Qué mandato tan extraño es éste! “Aprended de mí…” ¿Qué debemos aprender, a obrar milagros? No. ¿A resucitar muertos? Tampoco. ¿A curar ciegos? Tampoco. Sino “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Esto es lo principal para el Señor. Aprended de mí a ser: 1° buenos; 2° mansos, y 3º humildes.
1° Aprended de mí, que soy bueno. Y la humanidad aprendió de Él; tan sólo de El aprendió la bondad verdadera. La historia de la filosofía da una lista de hombres sabios, pero los demás, aun de los mejores, aprendieron muy poco. Conocerás sin duda el nombre de los dos grandes filósofos griegos: Platón y Aristóteles. La magnífica doctrina de Platón tocante a la divinidad subyuga todavía hoy al lector, pero no nos consta el nombre de un solo pueblo, de una sola familia, que Platón arrancase de las aberraciones de la idolatría. ¿De qué sirve la filosofía más profunda, si no es más que letra muerta y no sabe hacer mejor al hombre? Piensa en otros grandes hombres como Cicerón, Sócrates, Séneca, ¡qué fogosos son sus discursos sobre los deberes y virtudes del hombre! Pero ¿lograron mejorar un solo hombre? Y he ahí que Jesucristo no filosofa mucho; con toda sencillez se presenta delante de los hombres y mostrándoles su propio ejemplo, les dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Y lo que no pudieron lograr los más grandes filósofos y oradores, lo logra El: santifica y ennoblece a los individuos, familias, naciones; y así seguirá en el porvenir.
2° Aprended de mí, que soy manso. “¿Manso? Esto vale tanto como decir tonto y apocado” —me dirás tal vez asustado—. “¡Manso! Es decir, cobarde, que se traga todas las ofensas, que se acoge a la falda de su madre”. No te asustes. Bien sabía Jesús que en los nervios de un joven de quince o dieciséis años vibra una corriente eléctrica y que discurre por sus venas una lava encendida; no quiere verte acurrucado en un rincón, cabizbajo, mustio. Entonces, ¿cómo se entiende que seas “manso”? Quiere que seas alegre, pero sin desenfreno; que sean valiente, pero no temerario ni altivo; que seas vivaz, y no atolondrado; que seas el primero en el juego y al mismo tiempo esforzado y tenaz en el estudio; que sepas rezar fervorosamente cuando llega la hora de la oración.
¿Has de ser cobarde? No. Pero si alguien te ofende, no le levantes el puño ni le contestes a bofetón limpio, sino con mansedumbre y serenidad bien disciplinada. ¿Has de tragarte todas las injurias? De ninguna manera. Pero has de contestar a la ofensa con dominio varonil. Como lo hizo Nuestro Señor Jesucristo cuando le hirió el soldado: “Si yo he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho: pero si bien, ¿por qué me pegas?” (Jn.18, 23). “Más heroico es —me objetarás— dar una buena trompada al que se burla de mí”. Te equivocas. Responder a la ofensa con ofensa, lo hace cualquiera: si no lo crees, asiste a una riña de gallos; pero conservar el propio dominio y la superioridad frente a una ofensa, sólo puede hacerlo la voluntad humana sujeta a disciplina. La superioridad del hombre sobre los animales se muestra con toda su brillantez justamente en los momentos críticos. ¿Aplaudimos cualquier clase de fuerza? No, sino la fuerza reglamentada, bien encauzada, que obedece a la razón. La dinamita es fuerza. Lo es el rayo de sol. La primera explota y derriba. El segundo hace brotar la vida. Aquélla diríamos que es una fuerza desenfrenada. Éste es una fuerza mansa. Aprende de Jesucristo a ser mansamente fuerte.
3º Aprended de mí, que soy humilde de corazón. Cuando los scouts se internan en los bosques, con su típico uniforme, la camisa y el pantalón kaki se distinguen apenas de las hojas. Si tú no eres scout, trata con todo, de llevar en tu alma, en tus obras, en toda tu vida, el color de la humildad. Si eres el mejor del curso, no lo des a entender por tu comportamiento. Si eres rico, no muestres orgullo ni por asomo. Si tienes inteligencia rápida, no por esto te jactes. Sé profundamente religioso, pero no quieras llamar la atención. Sé cortés, atento, pero no te pavonees con los favores que hayas podido hacer a otros. Sé el consuelo de tus padres que luchan con los contratiempos; ayuda a tus compañeros pobres, infunde alientos a los que lloran…, y todo esto hazlo disimuladamente, como la cosa más natural del -mundo, sin ostentación alguna. Haz como los pájaros cantores que cantan admirablemente de madrugada, pero con tanta naturalidad que ni ellos mismos se dan cuenta; sé como las flores que de sus corolas aterciopeladas despiden fragancia sin notarlo siquiera. Sé afable, caritativo, justo, prudente, generoso, pero sin saberlo tu. Y así serás humilde de corazón, conforme a las enseñanzas de Jesucristo. “Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis el reposo para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt. 11, 29-30).
(TihamérToth, El Joven y Cristo, Ed. Gladius, Buenos Aires, 1989, p. 55 – 57)
San Pedro Julián Eymard
“Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”
Discite a me quiamitis sum et humiliscorde.
“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón.” (Mt.11,29.)
- La humildad de Jesús
En su forma eucarística, Jesús nos enseña a anonadarnos para asemejarnos a El: la amistad exige la igualdad de vida y de condición; para vivir de la Eucaristía nos es indispensable anonadarnos con Jesús, que en ella se anonada. Entremos ahora en el alma de Jesús y en su sagrado Corazón, y veamos qué sentimientos han animado y animan a este divino corazón en el santísimo Sacramento. Nosotros pertenecemos a Jesús sacramentado. ¿No se da a nosotros para hacernos una misma cosa con El? Necesitamos que su espíritu informe nuestra vida, que sus lecciones sean escuchadas por nosotros, porque Jesús en la Eucaristía es nuestro maestro. Él mismo desea enseñarnos a servirle para que lo hagamos a su gusto y según su voluntad, lo cual es muy justo, puesto que Él es nuestro señor y nosotros sus servidores.
Ahora bien: el espíritu de Jesús se revela en aquellas palabras: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”, y cuando los hijos del Zebedeo quieren incendiar una población rebelde a su Señor, Jesús les dice: “Ignoráis qué espíritu os impulsa”: Nescitiscujusspiritusestis(Lc.9,55). El espíritu de Jesús es de humildad y de mansedumbre, humildad y mansedumbre de corazón, es decir, humildad y mansedumbre aceptadas y amadas por imitar a Jesús. Nuestro señor Jesucristo quiere formarnos en estas virtudes y para esto se halla en el santísimo Sacramento y viene a nosotros. Quiere ser nuestro maestro y nuestro guía en estas virtudes: sólo Él puede enseñárnoslas y darnos la gracia necesaria para practicarlas.
La humildad de corazón es corno si dijéramos el árbol que produce la flor, y el fruto es la dulzura o mansedumbre.
Discite a me quiahumiliscorde. Jesús habla de la humildad de corazón; ¿es que no poseía la humildad de espíritu? La humildad de espíritu es negativa, es decir, la que se funda en el pecado y en la miseria de nuestra naturaleza corrompida, Jesús no la podía tener, y si practicó las obras de esta virtud fue para darnos ejemplo; por eso se humilla como los pecadores a pesar de estar libre de pecado. Jamás hizo Él cosa alguna por la cual debiera sonrojarse, como confesó el buen ladrón: Hic nihil maligessit. “Este no hizo nada malo.” (Lc.23,41). Nosotros…, ¡ah!, nosotros deberíamos sonrojarnos a cada momento, porque hemos cometido muchos pecados, y aún no conocemos todo el mal que hemos hecho…
Tampoco hay en Jesús la ignorancia propia de la naturaleza caída, mientras que nosotros, puede decirse que no sabemos nada, o apenas si conocemos otra cosa que el mal. Desnaturalizamos la noción de la justicia y del bien. Jesús lo sabe todo y es tan humilde que obra como si todo lo ignorase: ¡El pasa treinta años aprendiendo, sin ser conocido!
Posee todos los dones de la naturaleza; sabe y puede hacer todas las cosas a la perfección y no lo demuestra; trabaja toscamente, algo así como los aprendices: Nonnefabrifilius? (Mt.13,55).¿No es éste el hijo del artesano y artesano como su padre?
Nunca dio a conocer Jesús que lo sabía todo: aun cuando enseña, repite muchas veces que no hace más que anunciar la palabra de su Padre: se limita a cumplir su misión, y lo hace en la forma más sencilla y humilde; se condujo, pues, como un hombre verdaderamente humilde de espíritu. Nunca se glorió de nada, ni pretendió brillar, ni mostrar agudeza, ni aparecer más instruido que los demás: en el templo, estando en medio de los doctores, los escuchaba y les preguntaba para dar señales de instruirse: Audientem et interrogantemeos, “Escuchándolos e interrogándolos” (Mt.2,46).
Jesús tenía la humildad de espíritu positiva, la cual no consiste en humillarse uno por razón de su miseria, sino en transferir a Dios todo el bien habido y humillarse uno en el mismo bien. El dependía en todo de su Padre, le consultaba y obedecía en aquellos que ocupaban su lugar aquí en la tierra, y cedía a su divino Padre la honra de todo bien: su humildad de espíritu es magnífica, admirable, divina: Ego autemnon quaero gloriam meam(Jn.8,50), es una humildad gloriosísima, una humildad enteramente amorosa y completamente espontánea.
Nosotros debemos tener la humildad de espíritu, porque somos ignorantes y pecadores: es un deber de justicia en nosotros. Venimos también obligados a ello en calidad de discípulos y siervos de Jesucristo. Sin embargo, Jesús, en su mandato, nos habla solamente de la humildad de corazón; parécele a su amor que sería humillarnos demasiado hablarnos de esta humildad de espíritu, porque ello trae a la memoria un sinnúmero de miserias y pecados, cosas todas a propósito para engendrar el menosprecio. El amor de Jesús echa un velo sobre todo esto que nos es menos grato y nos dice tan sólo que seamos como El, humildes de corazón, humiliscorde.
- ¿Qué es ser humilde de corazón?
Es aceptar de Dios, con sumisión de corazón, la obligación de practicar la humildad, como un bien y como un ejercicio que le es muy glorioso; consiste en conformarnos con el estado en que Dios nos ha colocado, y en cumplir nuestros deberes, cualesquiera que ellos sean, sin avergonzarnos de nuestra condición; consiste en mostrar naturalidad y sencillez en las gracias extraordinarias con que Dios nos haya favorecido. Por consiguiente, si amo a Jesús, debo asemejarme a Él; si amo a Jesús, debo amar lo que ama Él, lo que practica Él, lo que Él prefiere a todo; esto es, la humildad.
La humildad de corazón es más fácil de practicar que la humildad de espíritu, puesto que no se trata sino de un sentimiento digno de toda estima y muy elevado: asemejarse a Jesús, amarle y glorificarle en estas sublimes circunstancias de humildad.
¿Tenemos nosotros esa humildad de corazón, o, mejor dicho, este amor de Jesús humillado?
Puede ser que tengamos aquella humildad que no pugna con el interés, la gloria ni el éxito en las empresas; aquella humildad que da y se sacrifica puramente, sin móviles de alabanza humana; pero no aquella otra que desciende con Juan Bautista, el cual se rebaja, se oculta y tiene como una gran dicha ser abandonado por nuestro Señor; no aquella humildad de Jesús en el Sacramento, oculto, abatido y anonadado por glorificar a su Padre.
Este es un verdadero combate por el cual debemos triunfar de nuestra naturaleza: amar la humildad de Jesús es la gloria y la victoria de Jesús en nosotros.
Se concibe la humildad en la prosperidad, en la abundancia, en el éxito, en los honores, en el poder…; ahora, esta humildad debe ser muy fácil, porque causa satisfacción el practicarla, esto es, el referir a Dios toda nuestra gloria. Pero hay también la humildad positiva del corazón, que se practica cuando las humillaciones, tanto internas como externas, afectan directamente al corazón, al alma, al cuerpo, a nuestras acciones, sobre las cuales se desencadenan como furiosa tempestad que amenaza sumergirnos; esta es la humildad de Jesucristo y de todos los santos: amar a Dios en tales circunstancias, darle gracias por vernos reducidos á semejante estado, es la verdadera humildad del corazón.
¿Cómo llegar a conseguirla? No será por medio del raciocinio y de la reflexión, porque juzgaríamos estar en posesión de la humildad cuando nuestra mente formase de ella ideas muy elevadas y cuando tomásemos heroicas resoluciones…, pero no pasaríamos de ahí. Se necesita tan sólo revestirse del espíritu de nuestro Señor, verle, consultarle, obrar bajo su divina inspiración, como en sociedad, en amor; es necesario recogernos en su divina humildad de corazón, ofrecer nuestras obras a Jesús humillado por amor en el Sacramento, y prefiriendo este estado oculto a toda su gloria; después examinaremos nuestros actos a ver si nos hemos desviado de esta regla. Digamos sin cesar: “¡Oh Jesús, Vos que sois tan humilde de corazón, haced el mío semejante al vuestro!”.
- La mansedumbre
La humildad de corazón produce la mansedumbre; por eso Jesús es manso: esta virtud forma como la nota característica de su vida y es como si dijéramos el espíritu que la informa: “¡Aprended de mí que soy manso!” No dice “Aprended de mí que soy penitente, pobre, sabio o callado”, sino manso; porque el hombre caído es natural y esencialmente colérico, envidioso e inclinado al odio, muy quisquilloso, vengativo, homicida en su corazón, furioso en su mirada, lleno de veneno en la lengua y violento en sus movimientos; la cólera forma con él una naturaleza, porque es soberbio, ambicioso y sensual; y como en su condición de hombre caído lucha de continuo con el infortunio y la humillación, vive siempre exasperado, como si fuese un hombre que ha padecido injustamente.
Mansedumbre interior. Jesucristo es dulce y pacífico en su corazón: ama al prójimo, quiere su bien, no piensa sino en los beneficios que podrá hacerle; juzga al prójimo según su misericordia y no según su justicia: aún no ha llegado la hora de la justicia. Jesús es como una madre: es el buen samaritano. Lo mismo al tierno niño, al justo que al pecador…, a todos se extiende la ternura de su corazón.
En este corazón no cabe la indignación contra aquellos que le desprecian, le injurian o le quieren mal; contra los que le maltratan o están dispuestos a ofenderle: a todos los conoce y no siente hacia ellos sino grande compasión y experimenta honda pena por el lastimoso estado en que se hallan: “Et videns civitatemflevitsuperillam” (Lc.19,41).
Jesús era dulce por naturaleza: ‘es el cordero de Dios’; dulce por virtud para glorificar a su Padre mediante tal estado de mansedumbre; dulce por la misión que recibió de su Padre; la dulzura debió ser el carácter del Salvador, para que pudiese atraerse a los pecadores, animarlos a venir a Él, granjearse su afecto y sujetarlos a la ley divina.
¡Y qué necesidad tenemos nosotros de esta dulzura de corazón! Por desgracia carecemos de ella, y, en cambio, con demasiada frecuencia sentimos que están llenos de ira e indignación nuestros pensamientos y nuestros juicios. Juzgamos de las cosas y de las personas apuntando siempre al éxito desde nuestro punto de vista y tratamos sin consideración a cuantos se oponen a nuestro parecer. Y nosotros deberíamos juzgar de todo como nuestro Señor, o en su santidad o en su misericordia; de esta manera seríamos caritativos y nuestro corazón conservaría la paz: Jugispax cum humili (Imitación de Cristo, Libro I, cap. 7).
Si prevemos que se nos va a contradecir, ¡cuántos razonamientos, cuántas justificaciones y respuestas enérgicas bullen en nuestra imaginación! ¡Y cuán lejos está todo esto de la mansedumbre del cordero! Es el amor propio el que nos sugiere estas cosas, que no ve más que la propia persona y los propios intereses. Si estamos constituidos en autoridad nada vemos fuera de nosotros mismos; sólo tenemos en cuenta los deberes de nuestros inferiores, las virtudes que debieran poseer, el heroísmo de la obediencia, la dulzura del mandato, nuestra obligación de humillar y quebrantar la voluntad del súbdito, su escarmiento; todo esto no vale nunca lo que un acto de mansedumbre. El que manda debe ser el que más se humille, dice el Salvador. Nosotros no somos ni debemos ser más que discípulos del maestro, dulce y humilde de corazón. Servusservorum Dei, y no generales de ejército.
¿Por qué mostramos a menudo tanta energía cuando se nos hace oposición? ¿Por qué esa indignación, no santa ciertamente, contra lo que es malo y contra los incrédulos e impíos? ¡Ay! En el fondo la vanidad nos comunica tales energías; parecemos hacer alarde de energía y no es más que impaciencia y cobardía. Jesucristo compadecería a esas pobres gentes, oraría por ellas y trataría, en sus relaciones con las mismas, de honrar a su Padre por medio de la dulzura y de la humildad.
Además, esas expresiones enérgicas y picantes dan muy mal ejemplo. ¡Oh Dios mío, haced mi corazón dulce como el vuestro!
Mansedumbre de espíritu. Jesús es dulce en su espíritu: El no ve en todas las cosas sino a Dios su Padre; en los hombres, las criaturas de Dios, y El es el padre que lleva los extravíos de sus hijos y procura hacerles volver a la casa paterna; él es el que cura las heridas, cualquiera que sea la causa que las haya producido, y anhela verlos reintegrados a la vida divina. Su mente está enteramente ocupada en el pensamiento de su paternidad para con sus hijos, en la pena que le causa el desgraciado estado en que se hallan; su ocupación constante es el bienestar de sus hijos, y a este fin encamina todos sus trabajos, siendo inspirados todos sus actos por la paz, y no por la cólera, ni la indignación ni por la venganza. Como David, que lloraba por Absalón, culpable, y al mismo tiempo recomendaba que le salvasen la vida; como María, la madre del dolor, que llora por los verdugos de su hijo, alcanzándoles el perdón…
La caridad verdadera se alimenta, así en el espíritu como en cuanto al corazón, con el bien que procura hacer, no queriendo el mal ni emplear medio alguno para vengarlo; tiene siempre presente el estado sobrenatural, presente o futuro, del hombre; no se aparta de Dios a fin de no ver en el hombre a un enemigo: la caridad es dulce y paciente.
Todo lo que hay en nuestros corazones está también en nuestro espíritu y en nuestra imaginación, que son los agentes que promueven en nosotros terribles tempestades y nos ponen la espada en la mano para destrozarlo todo. Hay que aplicar el hacha a la raíz de estos ataques: una mirada dirigida, desde el primer momento, a Jesús sacramentado bastará para recobrar la calma.
Jesús, dulce en su corazón y en su espíritu, lo es también, naturalmente, en su exterior. La dulzura de Jesús es como el suave perfume de su caridad y de su santidad. Se percibe en todos los movimientos de su cuerpo: nada de violento en sus ademanes, que son moderados y tranquilos como la expresión de su pensamiento y de sus sentimientos llenos de dulzura; su andar es sosegado y sin precipitación, porque en sus movimientos todo está regulado por la sabiduría. Su cuerpo, su porte exterior, sus vestidos, todo, en suma, anuncia en Él el orden, la calma y la paz; es el reinado de su dulce modestia, porque la modestia es la mansedumbre del cuerpo y su honor.
La cabeza del Salvador guarda también una posición modesta, no orgullosa ni altanera, ni está erguida, aunque tampoco excesivamente abajada y tímida; en una palabra, ofrece el aspecto de la modestia sencilla y humilde.
Sus ojos no denuncian movimiento alguno de indignación ni de cólera; su mirada es respetuosa para los superiores, amorosa para su madre y para san José en Nazaret, bondadosa para sus discípulos, tierna y compasiva para los pecadores e indulgente y misericordiosa para sus enemigos.
Su boca augusta es el trono de la dulzura: se abre con modestia y con suave gravedad. El Salvador habla poco; jamás ha salido de su boca una chocarrería, ni una palabra burlesca, ni una frase de mal gusto o de mera curiosidad; todas sus palabras, lo mismo que sus pensamientos, son fruto de su sabiduría; los términos que emplea son siempre sencillos, siempre oportunos y al alcance de aquellos que le escuchan, que, por lo general, son pobres y gente del pueblo. Jesucristo en sus predicaciones evita toda alusión personal que pueda lastimar; no ataca sino los vicios de escuela o de casta, no condena sino los malos ejemplos y los escándalos, no revela los delitos ocultos ni los defectos interiores.
No esquiva la presencia de aquellos que le odian; no deja de cumplir ningún deber ni de defender la verdad por temor, por evitar la contradicción o por agradar a las personas. No dirige reproches impremeditados ni formula profecías personales antes del tiempo señalado por su Padre; trata con la misma sencillez y mansedumbre a los que sabe que le han de abandonar; mientras no llega el momento de hablar, el porvenir para El es como si no lo conociera.
Jesucristo dio pruebas de una paciencia admirable con aquellas muchedumbres que se apiñaban en torno suyo; de una calma sublime en medio de las mayores agitaciones y entre tantas peticiones y exigencias de un pueblo grosero y terrenal.
Todavía causa más admiración su comportamiento tan suave, tan dulce y tan bondadoso con discípulos rudos e ignorantes, susceptibles e interesados, que se envanecerán de tenerle por maestro. Jesucristo manifiesta a todos el mismo amor: no hay en El preferencias ni aceptación de personas: ¡Jesús es todo miel, todo dulzura, todo amor!
Si comparamos nuestra vida con la de Jesucristo, qué reprochable resulta la nuestra! Nuestro amor propio afila el sable contra ciertas personas que por su manera de ser y por su carácter hieren de una manera especial nuestro orgullo
Todas esas impaciencias, esos reproches y ese proceder mortificante proceden de un fondo de pereza que quiere desembarazarse y librarse cuanto antes de un obstáculo, de un sacrificio, de un deber, y por esta causa lo rehuimos o lo cumplimos con demasiada precipitación.
¡Ay!, a decir verdad, esa afectación, esos aires de triunfo y esas palabras son cosas ridículas. Yo espero que el divino maestro nos ha de mirar con ojos de piedad por todas esas faltas que no dejan de ser miserias y necedades.
Es de notar que la dulzura con los poderosos y con aquellos que pueden halagar nuestra vanidad es una debilidad, una adulación y una cobardía, y el mostrarse fuerte con los débiles, una crueldad, y la humillación no es otra cosa, frecuentemente, que una venganza secreta. ¡Oh Dios mío!
- El silencio de Jesús
El mayor triunfo de la mansedumbre de Jesús está en la virtud del silencio.
Jesús, que vino al mundo para regenerarnos, principia por guardar silencio en público durante treinta años; sin embargo, ¡cuántos vicios había en el mundo que corregir, cuántas almas extraviadas, cuántas faltas en el culto, cuántas en los levitas y en las primeras autoridades de la nación! Jesucristo no reprende a nadie; se contenta con orar, con hacer penitencia, no transigiendo con el mal y con pedir perdón a Dios.
¡Qué cosas más hermosas y útiles hubiera podido hacer Jesús en esos treinta años para enseñar y consolar! Y, sin embargo, no las dijo; se limitó a oír a los ancianos, a asistir a las instrucciones de la sinagoga, a escuchar a los escribas y doctores de la ley como un simple israelita de la última clase del pueblo; hubiera podido reprender y corregir y no lo hace; ¡todavía no había llegado la hora!
¡La sabiduría increada, el Verbo de Dios que ha creado la palabra y hace conocer la verdad, se calla y honra a su Padre con su dulce y humilde silencio! Este silencio de Jesús elocuentemente nos dice: “¡Aprended de mí, que soy dulce y humilde de corazón!”
¡Cómo condena nuestra vida la conducta de Jesús! Hablamos como insensatos diciendo muchas veces lo que no sabemos, resolviendo como ciertas las cuestiones dudosas e imponiendo a los demás nuestro criterio. ¡Cuántas veces decimos lo que no deberíamos decir, revelando lo que la más rudimentaria prudencia y humildad debieran hacernos callar! Cuando obramos así Jesucristo nuestro señor nos trata como a charlatanes e insolentes, dejándonos hablar solos para confusión nuestra; su pensamiento no está con nosotros y su gracia no quita la esterilidad de nuestras palabras.
Este silencio que dimana de la mansedumbre de Jesús es paciente; a los que le hablan los escucha hasta el fin, sin interrumpirles jamás, y eso que sabe de antemano lo que desean decirle; responde Él mismo directamente; reprende y corrige con bondad, sin humillar ni zaherir a nadie, como lo haría el mejor maestro con sus jóvenes discípulos. Oye cosas que le desagradan, cosas impertinentes, y en todo halla ocasión de instruir y hacer bien.
En cuanto a nosotros, ocurre de muy distinto modo: somos impacientes para contestar a lo que hemos comprendido de antemano, y nos molesta escuchar lo que nos obliga a callar largo tiempo o lo que nos contraría. Esta impaciencia y esta molestia las reflejamos en nuestro semblante y nuestro aspecto exterior. No es éste el espíritu de Jesucristo, ni aun el de una persona bien educada, ni siquiera el de un hombre pagano honrado y prudente. Hay un montón de circunstancias en la vida del hombre en las que la paciencia, la dulzura y la humildad del silencio vienen a ser la virtud del momento, las cuales deben ser, ante Dios, el fruto único de ese tiempo que empleamos en practicarlas y que creemos perdido. Su gracia ya nos lo advierte: escuchemos su voz y obedezcámosle sencilla y fielmente.
¿Qué decir de la mansedumbre del silencio de Jesús en el sufrimiento?
Jesús se calla habitualmente ante la incredulidad de muchos discípulos, en presencia del corazón inicuo e ingrato de Judas, cuyos pérfidos pensamientos e infames maquinaciones conoce en absoluto. Jesús se domina, está sereno, tranquilo y afectuoso con todos, como si nada supiese; continúa con ellos su trato ordinario, respetando el secreto que con los mismos guarda su Padre. ¡Qué lección contra los juicios temerarios, contra las sospechas y antipatías secretas!. Jesús conoce el secreto de los corazones, pero antes de hacer uso de este conocimiento tiene presente la ley de la caridad. Y del deber común, porque éste es el orden de la Providencia.
Jesús confiesa sencillamente la verdad de su misión delante de los jueces; en presencia de los pontífices confiesa que es Hijo de Dios; y que es rey, en presencia del gobernador romano. Se calla delante del curioso e impúdico Herodes. Guarda silencio como los sentenciados a muerte, mientras la cohorte pretoriana le llena de improperios y se burla de Él sacrílegamente; sufre, sin exhalar una queja, el suplicio de la flagelación y el insulto del Ecce Homo. No protesta por la lectura de su injusta condenación; toma su cruz con amor, y sube al calvario en medio de las maldiciones de todo el pueblo; y cuando se ha agotado la malicia de los hombres y los verdugos han terminado su obra, abre la boca y dice “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” ¿Es posible que, conociendo esta escena, nuestro corazón no se sienta quebrantado por el dolor y conmovido por el amor?
¿Qué diremos de la mansedumbre eucarística de Jesús? ¿Cómo pintar su bondad cuando recibe a todos los que se acercan a Él; su afabilidad cuando se pone al alcance de todos…, pequeños…, ignorantes; su paciencia en escuchar a toda clase de gentes, en oír todo lo que le dicen, ¿la relación de todas nuestras miserias…? ¿Cómo describir su bondad cuando se da en la Comunión, acomodándose al estado en que se hallan los que le reciben, yendo a todos con alegría, con tal que los encuentre con la vida de la gracia y con algún sentimiento de devoción, con algunos buenos deseos o, por lo menos, un poco respetuosos; comunicando a cada uno la gracia que le conviene según su disposición y dejándole la paz y el amor como señales de su paso?
Y en cuanto a los que le olvidan, ¡qué mansedumbre tan paciente y misericordiosa! …
Por último, respecto de aquellos que le desprecian y le ofenden, ruega por ellos y no reclama ni amenaza; a los que le ultrajan con el sacrilegio no les castiga al momento, sino que trata de conducirlos al arrepentimiento con su mansedumbre y su bondad. La Eucaristía es el triunfo de la mansedumbre de Jesucristo.
- Medios para llegar a la mansedumbre de Jesús
¿Qué medios debemos emplear para llegar a la mansedumbre de Jesús? Es cosa fácil conocer la belleza, la bondad y, especialmente, la necesidad de una virtud como la mansedumbre; parar en este conocimiento sin pasar adelante es hacer como el enfermo que conoce su remedio, lo tiene a mano y no lo toma; o el viajero que, sentado cómodamente, se contenta con mirar el camino que tiene que andar.
El mejor medio para llegar a la dulzura del corazón de Jesús es el amor de nuestro Señor; el amor tiende siempre a producir la identidad de vida entre aquellos que se aman. El amor obrará este resultado por tres medios.
El primero consiste en destruir el fuego incandescente de la cólera, de la impaciencia y de la violencia, haciendo la guerra al amor propio en las tres concupiscencias que se disputan nuestro corazón; si nos irritamos, es porque nuestra sensibilidad, nuestro orgullo o nuestro deseo de gloria y honras mundanas sufren la contrariedad de algún obstáculo; de aquí que combatir estas tres pasiones dominantes es atacar al enemigo de la mansedumbre.
En segundo lugar, hay que amar más la ocupación que se nos ofrece, ordenada por la providencia, que aquella que estamos practicando a nuestro gusto. Sucede muchas veces que nos irritamos, porque no nos es dado continuar libremente una ocupación que nos agrada más que la presentada por Dios. Entonces ha de dejarse todo para hacer la voluntad de Dios, y todo lo que nos ofrezca lo miraremos como lo mejor y como lo más agradable a nuestros ojos. Esta metamorfosis no puede operarse sino amando aquello que Dios pide de nosotros en ese momento, el cual cambia nuestras gracias y nuestras obligaciones para su gloria y nuestro mayor provecho; somos entonces como el criado que abandona a su señor vulgar para ponerse a servir en persona al soberano. ¡Cuán propio es este pensamiento para alentarnos y hacernos conservar la paz y la dulzura en medio de las vicisitudes de la vida!
Pero entre todos, el medio mejor es tener continuamente delante de los ojos el ejemplo de nuestro Señor, sus deseos y complacencias; este medio es del todo bello, luminoso y agradable. Para ser dulces, miremos al Dios de la Eucaristía; alimentémonos con aquel divino maná que contiene todo sabor; en la Comunión hagamos provisión de mansedumbre para todo el día: ¡tenemos tanta necesidad de ella!
Ser dulce como Jesucristo, ser dulce por amor al Salvador: he aquí el objetivo de un alma que quiere tener el espíritu de Jesús.
¡Oh alma mía! Sé dulce con el prójimo que ejercita tu paciencia, como lo son contigo Dios, Jesús y la santísima Virgen; sé dulce para que el juez divino lo sea contigo, el cual te medirá con la misma medida con que tú hayas medido. Y si piensas en tus pecados, en lo que has merecido y mereces; al ver, ¡oh, pobre alma!, con qué bondad y dulzura, con qué paciencia y consideración te trata nuestro señor Jesucristo, no podrás menos de deshacerte en actos de humildad y dulzura para con el prójimo.
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
El himno de júbilo
Jesús se goza, se llena de júbilo, por la sabiduría divina que ha revelado los misterios del Reino a los humildes. Esa ha sido la voluntad del Padre. Y la revelación del Padre la hace a través de Jesús. Jesús conoce perfectamente al Padre y ese conocimiento lo revela, siguiendo la voluntad del Padre, a los humildes.
La humildad lleva en sí la confianza en Dios. El humilde conoce su verdad, su indigencia y limitación y palía esa indigencia entregándose a Dios. Esa entrega del humilde a Dios permite que Dios se le revele y le dé las gracias que necesita para hacerse santo. Por el contrario, el soberbio no quiere reconocer su limitación y la oculta detrás de las cosas materiales buscando afanosamente llenarse de criaturas que llenen el vacío y limitación de su existencia. “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”[1].
Jesús es ejemplo de humildad: “aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.
Jesús nos exhorta a ser como Él en cargar nuestra cruz. “tomad sobre vosotros mi yugo” que es el cumplimiento de los mandamientos de Dios. Todos tenemos que cargar con el yugo que Jesús nos da. Todos tenemos que cumplir la voluntad de Dios manifestada en los mandamientos. ¿Y cómo cargar el yugo de Jesús? Siguiendo su ejemplo: con humildad y mansedumbre.
Se necesita la humildad para cumplir los mandamientos de Dios.
El hombre desea ser libre absolutamente y no quiere, a veces, ni siquiera sujetarse a los mandamientos de Dios porque cree que le restan libertad y no es así. Los que quieren una libertad absoluta, una libertad incluso de Dios, viven en la mentira y en la soberbia. La soberbia de la libertad absoluta es una mentira. Necesitamos que Dios nos guíe a través de sus mandamientos para caminar con rectitud. Él nos conoce perfectamente porque nos ha creado y sabe lo que nos conviene y por eso con sus mandamientos nos orienta hacia la rectitud de vida. Cumplir los mandamientos es vivir en la verdad de nuestra creaturidad
[1] St 4, 6
San Agustín
El reino revelado a los pequeños
(Mt 11,25; Lc 10,21)
- Al leer el santo Evangelio hemos oído que el Señor Jesús exultó en el Espíritu y dijo: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeñuelos. Consideremos piadosamente lo que está primero. Vemos, ante todo, que cuando la Escritura dice confesión, no siempre debemos suponer la voz de un pecador. Era de la mayor importancia decir esto para amonestar a vuestra caridad. Porque, en cuanto esa palabra sonó en la boca del lector, se siguió el rumor de los golpes de vuestro pecho, mientras se oía lo que dijo el Señor: Te confieso, Padre. En cuanto sonó confieso, os golpeasteis el pecho. ¿Y qué es golpear el pecho sino indicar que el pecado late en el pecho, y que hay que castigar al oculto con un golpe evidente? ¿Por qué hicisteis eso sino porque oísteis Te confieso, Padre? Confieso, habéis oído, pero no habéis reparado en quién confiesa. Reparad, pues, ahora. Si Cristo dijo confieso, y está lejos de él todo pecado, tal palabra no es exclusiva del pecador, sino que pertenece también al enaltecedor. Confesamos, pues, ya cuando alabamos a Dios, ya cuando nos acusamos a nosotros. Piadosas son ambas confesiones, ya cuando te reprendes tú que no estás sin pecado, ya cuando alabas a aquel que no puede tener pecado.
- Sí pensamos bien, la reprensión tuya es alabanza suya. Pues ¿por qué confiesas ya en la acusación de tu pecado? ¿Por qué confiesas, al acusarte a ti mismo, sino porque estabas muerto y estás vivo? Así dice la Escritura: Perece la confesión en el muerto, como si no existiera. Si en el muerto perece la confesión, quien confiesa vive, y si confiesa el pecado, sin duda revivió de la muerte. Y si el confesor del pecado revivió de la muerte, ¿quién le resucitó? Ningún muerto es resucitador de sí mismo. Sólo pudo resucitarse quien no murió al morir su carne. Así resucitó lo que había muerto. Se despertó, pues, aquel que vivía en sí mismo y había muerto en su carne para resucitarla. No resucitó al Hijo sólo el Padre, del que dice el Apóstol: Por lo cual Dios lo exaltó. También el Señor se resucitó a sí mismo, esto es, su cuerpo, y por eso dice: Derribad este templo, y en tres días lo levantaré. El pecador por su parte es un muerto, máxime aquel a quien oprime la mole de la costumbre y está como un Lázaro sepultado. Poco era el estar muerto y estar también sepultado. Quien está oprimido por la mole de la costumbre mala, de la vida mala, esto es, de las concupiscencias terrenas, ve ya realizado en sí lo que dice lamentablemente un salmo: Dijo en su corazón el necio: No hay Dios. De él precisamente se dijo: En el muerto, como si no existiera, perece la confesión. ¿Quién lo resucitó sino quien retiró la losa y exclamó: ¡Lázaro, sal afuera!? ¿Y qué es salir afuera sino manifestar fuera lo que estaba oculto? Quien confiesa sale afuera, y no podría salir afuera si no viviera, y no viviría si no hubiese sido resucitado. Luego, en la confesión, el acusarse a sí mismo es alabar a Dios.
- Dirá quizá alguno: ¿De qué sirve la Iglesia si ya sale el confesor resucitado por la voz del Señor? ¿Qué aprovecha al que se confiesa la Iglesia, a la que dijo el Señor: Lo que desatares en la tierra, será desatado en el cielo? Observa al mismo Lázaro cuando sale con sus ataduras. Ya vivía confesando, pero aún no caminaba libre, constreñido por las mismas ataduras. ¿Qué hace, pues, la Iglesia, a la que se dijo: Lo que desatares será desatado, sino lo que a continuación dijo el Señor a los discípulos: Desatadlo y dejadlo marchar?
- Ya nos acusemos, ya alabemos a Dios, doblemente le alabamos. Si nos acusamos piadosamente, sin duda alabamos a Dios. Cuando alabamos a Dios, le proclamamos como carente de pecado. Y cuando nos acusamos a nosotros mismos, damos gloria a aquel que nos ha resucitado. Si esto hicieres, el enemigo no halla ocasión alguna para arrastrarte ante el juez. Pues si tú eres tu acusador y Dios tu libertador, ¿qué será aquél sino calumniador? Por eso, con razón Pablo se procuró tutela contra los enemigos, no los manifiestos, la carne y la sangre, que son más bien dignas de compasión que de defensa, sino contra aquellos otros frente a los cuales nos manda el Apóstol armarnos: No tenemos pelea contra la carne y la sangre, esto es, contra los hombres que abiertamente se ensañan con vosotros. Son vasos y los utiliza otro; son instrumentos y los maneja otro. Así dice: Se introdujo el diablo en el corazón de Judas para que entregara al Señor. Y dirá alguno: ¿Qué hice yo entonces? Escucha al Apóstol: No deis lugar al diablo; con tu mala voluntad le diste lugar: entró, te poseyó, te manipula. Si no le dieras lugar, no te poseería.
- Por eso nos amonesta diciendo: No tenemos pelea contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades. Podría alguien pensar que son los reyes de la tierra, las autoridades del siglo. ¿Por qué? ¿No son carne y sangre? Ya se dijo: No contra la carne y la sangre. No pienses, pues, en hombre alguno. ¿Qué enemigos quedan? Contra los príncipes y potestades de la maldad espiritual, rectores del mundo. Como si diera más al diablo y a sus ángeles. Les dio más, les llamó rectores del mundo. Más, para que no lo entiendas mal, explicó qué mundo es ese del que ellos son rectores. Rectores del mundo, de estas tinieblas. El mundo está lleno de esos que él rige, sus amadores e infieles. El Apóstol las llama tinieblas, y sus rectores son el diablo y sus ángeles. Estas tinieblas no son naturales, no son inmutables: cambian y se convierten en luz; creen y al creer son iluminadas. Cuando eso aconteciere, oirán: Antes fuisteis tinieblas, más ahora luz en el Señor. Cuando eras tinieblas, no estabas en el Señor; más cuando eres luz, no estás en ti, sino en el Señor. Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? Y, pues, son enemigos invisibles, han de ser combatidos invisiblemente. Al enemigo visible le vences hiriéndole; al invisible le vences creyendo. Visible es el hombre enemigo; visible es el herir; invisible es el diablo enemigo; invisible es también el creer. Hay, pues, pelea invisible contra los enemigos invisibles.
- ¿Cómo afirma alguien estar seguro contra estos enemigos? Había comenzado yo a explicarlo, y me sentí obligado a hablar con algún detenimiento de estos enemigos. Conocidos ya los enemigos, veamos la defensa. Alabando invocaré al Señor y quedaré a salvo de mis enemigos. Ahí está lo que puedes hacer: invoca alabando. Pero al Señor. Si te alabas a ti, no quedarás a salvo de tus enemigos. Alabando invoca al Señor y estarás a salvo de tus enemigos. Pues ¿qué dijo el mismo Señor? Un sacrificio de alabanza me glorificará; y ése es el camino en que le mostraré mi salvación. ¿Dónde está el camino? En el sacrificio de alabanza. No pongas los pies fuera de ese camino. Mantente en el camino, no te separes del camino; de la alabanza del Señor no retires el pie, ni siquiera la uña. Porque si pretendieres desviarte de este camino y alabarte a ti en lugar del Señor, no te librarás de aquellos enemigos, ya que de ellos se dijo: Junto a la senda me colocaron piedras de tropiezo. Si crees que tienes de tu cosecha cualquier partícula de bien, ya te desviaste de la alabanza de Dios. ¿Por qué admirarse si te seduce el enemigo, cuando tú eres seductor de ti mismo?
Escucha al Apóstol: Quien piensa ser algo, no siendo nada, se seduce a sí mismo.
- Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra. Te confieso, te alabo. Te alabo a ti, no me acuso a mí. En lo que toca a la asunción del hombre por el Verbo, hay gracia total, gracia singular, gracia perfecta. ¿Qué mereció aquel hombre, que es Cristo, si quitas la gracia, y una gracia tal como corresponde a ese único Cristo, para que sea ese hombre que conocemos? Quita esa gracia, y ¿qué es Cristo sino un hombre? ¿Qué es sino lo mismo que tú? Tomó el alma, tomó el cuerpo, tomó el hombre entero, lo asume y el Señor constituye con el siervo una sola persona. ¡Cuán grande es esta gracia! Cristo en el cielo, Cristo en la tierra, Cristo a la vez en el cielo y en la tierra. Cristo con el Padre, Cristo en el seno de la Virgen, Cristo en la cruz, Cristo en los infiernos para socorrer a algunos; y en el mismo día, Cristo en el paraíso con el ladrón confesor. ¿Y cómo lo mereció el ladrón sino porque retuvo aquel camino en que se manifestó su salvación? No apartes tú los pies de ese camino, pues el ladrón, al acusarse, alabó a Dios e hizo feliz su vida. Confió en el Señor y le dijo: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Consideraba sus fechorías, y creía ya mucho, si se le perdonaba al final. Más como él dijo: Acuérdate de mí; pero ¿cuándo?: Cuando estuvieres en tu reino, el Señor le replicó en seguida: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso. La misericordia logró lo que la miseria pospuso.
- Escucha, pues, al Señor que confiesa: Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra. Y ¿qué confieso? ¿En qué te alabo? Como he dicho, esta confesión implica alabanza. “Porque escondiste esto a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños. ¿Qué significa esto, hermanos? Entended el sentido de esta oposición. Lo escondiste, dice, a los sabios y prudentes; pero no dice: y lo revelaste a los necios e imprudentes, sino que dijo: Lo escondiste a los sabios y prudentes y lo revelaste a los pequeños. A los ridículos sabios y prudentes, a los arrogantes, en apariencia grandes y en realidad hinchados, opuso no los insipientes, no los imprudentes, sino los pequeños. ¿Quiénes son estos pequeños? Los humildes. Por ende, lo escondiste a los sabios y prudentes. El mismo explicó que bajo el nombre de sabios y prudentes había que entender los soberbios, al decir: Lo revelaste a los pequeños. Luego lo escondiste a los no pequeños. ¿Qué significa no pequeños? No humildes. ¿Y qué significa no humildes sino soberbios? ¡Oh, camino del Señor! O no existía o estaba oculto, para que se nos revelase a nosotros. ¿Y por qué exultaba el Señor? Porque el camino fue revelado a los pequeños. Debemos ser pequeños; pues si pretendemos ser grandes, como sabios y prudentes, no se nos revelará ese camino. ¿Quiénes son grandes? Los sabios y prudentes. Diciendo que son sabios, se hicieron necios. Pero tienes el remedio por contraste. Si diciendo que eres sabio te haces necio, di que eres necio y serás sabio. Pero dilo. Dilo, y dilo interiormente. Porque es así como lo dices. Si lo dices, no lo digas ante los hombres y lo calles ante Dios. En cuanto se trata de ti y de tus cosas, eres tenebroso. ¿Qué significa ser necio sino ser tenebroso en el corazón? Y de éstos dijo así: Se oscureció su insipiente corazón. Di que tú no eres luz para ti mismo. Como mucho, eres un ojo, no eres luz. ¿Qué aprovecha un ojo abierto y sano si no hay luz? Di, pues, que no eres luz para ti mismo, y proclama lo que está escrito: Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Con tu luz, Señor, iluminarás mis tinieblas. Nada tengo sino tinieblas; pero Tú eres la luz que disipa las tinieblas al iluminarme. La luz que tengo no viene de mí, sino que es luz participada de ti.
- Así Juan, amigo del esposo, era tenido por Cristo, era tenido por luz. No era él la luz, sino que daba testimonio de la luz. ¿Cuál era entonces la luz? Existía la luz verdadera. ¿Qué significa verdadera? La que ilumina a todo hombre. Si es verdadera la luz que ilumina a todo hombre, ilumina también a Juan, que decía verdad y confesaba verdad: Nosotros recibimos de su plenitud. Mira si dijo otra cosa que Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Una vez iluminado, daba testimonio. Por razón de los ciegos, la lámpara daba testimonio del día. Ve cómo era lámpara: Mandasteis una embajada a Juan, y quisisteis gloriaros un momento en su luz: él era una lámpara encendida y ardiente. Era una lámpara, esto es, una realidad iluminada, encendida para lucir. Y lo que puede encenderse, puede asimismo extinguirse. Para que no se extinga, que no le dé el viento de la soberbia. Por eso Te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque escondiste esto a los sabios y prudentes, a los que se creían luz y eran tinieblas. Como eran tinieblas y se creían luz, no podían ser iluminados. En cambio, los que eran tinieblas, pero confesaban ser tinieblas, eran pequeños, no grandes; eran humildes, no soberbios. Decían, pues, rectamente: Tú iluminarás mi lámpara, Señor. Se conocían, alababan al Señor, no se apartaban del camino salvador. Alabando, invocaban al Señor
y se liberaban de sus enemigos.
- Vueltos hacia el Señor, Dios Padre omnipotente, démosle las más expresivas y abundantes gracias con puro corazón cuanto lo permita nuestra parvedad, pidiendo con todo encarecimiento a su singular mansedumbre que se digne recibir nuestras preces en su beneplácito; que con su poder ahuyente de nuestros actos y pensamientos al enemigo; que nos multiplique la fe, gobierne la mente, conceda pensamientos espirituales y nos lleve a su bienaventuranza, por Jesucristo, su Hijo, Amén.
SAN AGUSTÍN, Sermones (2º) (t. X). Sobre los Evangelios Sinópticos, Sermón 67, 1-10, BAC Madrid 1983, 266-75
Domingo XIV del Tiempo Ordinario – Ciclo A
9 de Julio 2023
Entrada: Cada Eucaristía nos acerca más al Corazón de Cristo siempre abierto a los humildes, los pobres de espíritu, a los llamados a contemplar las maravillas del Reino de Dios.
Liturgia de la Palabra
Primera Lectura: Zacarías 9, 9- 10
Al Mesías Rey profetizado por Zacarías debe reconocérsele por su mansedumbre y humildad.
Salmo Responsorial: 144
Segunda Lectura: Romanos 8, 9. 11- 13
Para vivir la vida de Cristo, debemos hacer morir las obras de la carne por medio del Espíritu.
Evangelio: Mateo 11, 25- 30
El yugo de Cristo es suave y ligero. Si entramos en su escuela de paciencia y humildad, Él aliviará toda carga.
Preces: D. T. O XIV
Hermanos: oremos a Cristo que nos ha revelado la Misericordia de Dios y pidámosle atienda a nuestras necesidades.
A cada intención respondemos cantando:
- Te pedimos, Señor por el Santo Padre y por toda la Iglesia de Dios, para que elija siempre el camino de la humildad y la sencillez en su tarea evangelizadora. Oremos.
- Te rogamos, Buen Pastor, que mires con benignidad a los hombres que todavía no te conocen, comunícales por medio de tus misioneros la gracia de la fe. Oremos.
- Te suplicamos por todas las familias que sufren la división entre los esposos o entre los padres e hijos para que se restablezca el diálogo y el amor entre ellos. Oremos.
- Te pedimos para todos nosotros la gracia de vivir constantemente en concordia y humildad de corazón entregados a tu santo servicio para el bien de las almas. Oremos.
Ayúdanos Señor en nuestras necesidades, y haznos fieles al Espíritu que habita en nosotros. Te lo pedimos a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Liturgia Eucarística
Ofertorio:
Ofrecemos:
- Alimentos, manifestando la solicitud de toda la Iglesia por los más humildes y necesitados;
- Pan y vino, para asociarnos a Cristo Víctima que se hará presente en la Eucaristía.
Comunión: Jesús Manso y humilde de Corazón, haz que por esta comunión sea mi corazón transformado en el tuyo por la fuerza del santo amor.
Salida:
Al terminar la Misa somos enviados al mundo por Jesucristo para que, a través de la dulzura y la humildad, conquistemos muchas almas para Dios.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)