PRIMERA LECTURA
El Rey del universo nos resucitará a una vida eterna
Lectura del segundo libro de los Macabeos 6, 1; 7, 1-2.9-14
El rey Antíoco envió a un consejero ateniense para que obligara a los judíos a abandonar las costumbres de sus padres y a no vivir conforme a las leyes de Dios.
Fueron detenidos siete hermanos, junto con su madre. El rey, flagelándolos con azotes y tendones de buey, trató de obligarlos a comer carne de cerdo, prohibida por la Ley. Pero uno de ellos, hablando en nombre de todos, le dijo: «¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir, antes que violar las leyes de nuestros padres».
Una vez que el primero murió, llevaron al suplicio al segundo. Y cuando estaba por dar su último suspiro, dijo: «Tú, malvado, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por sus leyes».
Después de éste, fue castigado el tercero. Apenas se lo pidieron, presentó su lengua, extendió decididamente sus manos y dijo con valentía: «Yo he recibido estos miembros como un don del Cielo, pero ahora los desprecio por amor a sus leyes y espero recibirlos nuevamente de Él». El rey y sus acompañantes estaban sorprendidos del valor de aquel joven, que no hacía ningún caso de sus sufrimientos.
Una vez que murió éste, sometieron al cuarto a la misma tortura y a los mismos suplicios. Y cuando ya estaba próximo a su fin, habló así: «Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por Él. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida».
Palabra de Dios.
Salmo responsorial 16, 1.5-6.8b.15
R. ¡Señor, al despertar, me saciaré de tu presencia!
Escucha, Señor, mi justa demanda,
atiende a mi clamor;
presta oído a mi plegaria,
porque en mis labios no hay falsedad. R.
Mis pies se mantuvieron firmes en los caminos señalados:
¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!
Yo te invoco, Dios mío, porque Tú me respondes:
inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras. R.
Escóndeme a la sombra de tus alas.
Pero yo, por tu justicia,
contemplaré tu rostro,
y al despertar, me saciaré de tu presencia. R.
SEGUNDA LECTURA
Que el Señor los fortalezca en toda
obra y en toda palabra buena
Lectura de la segunda carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Tesalónica 2, 16-3, 5
Hermanos:
Que nuestro Señor Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos amó y nos dio gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, los reconforte y fortalezca en toda obra y en toda palabra buena.
Finalmente, hermanos, rueguen por nosotros, para que la Palabra del Señor se propague rápidamente y sea glorificada como lo es entre ustedes. Rueguen también para que nos veamos libres de los hombres malvados y perversos, ya que no todos tienen fe.
Pero el Señor es fiel: Él los fortalecerá y los preservará del Maligno. Nosotros tenemos plena confianza en el Señor de que ustedes cumplen y seguirán cumpliendo nuestras disposiciones.
Que el Señor los encamine hacia el amor de Dios y les dé la perseverancia de Cristo.
Palabra de Dios.
Aleluia Apoc 1, 5a.6b
Aleluia.
Jesucristo es el Primero que resucitó de entre los muertos.
¡A Él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos!
Aleluia.
Evangelio
No es un Dios de muertos, sino de vivientes
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 20, 27-38
Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: “Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda”. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?»
Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él».
Palabra del Señor.
O bien más breve:
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas 20, 34-38
Jesús dijo a los saduceos, que niegan la resurrección:
En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor «el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él.
Palabra del Señor.
Alois Stöger
La resurrección de los muertos
(Lc.20,27-40)
Jesús, después de haberse manifestado como Señor de la Iglesia naciente, inicia al pueblo, que le presta su adhesión, en las principales doctrinas que profesa el nuevo pueblo de Dios: en la verdad de la resurrección de los muertos (v. 27-40), en la confesión de la realeza de Jesús (v. 41-44), en la entrega a Dios (v. 45-47).
27 Acercáronse luego algunos de los saduceos -quienes niegan que haya resurrección-, y le preguntaron: 28 Maestro, Moisés nos dejó escrito que, si un hermano muere teniendo mujer, pero sin hijos, otro hermano suyo debe tomar esa mujer, para dar sucesión al hermano difunto.
Los saduceos eran, más que un partido, un grupo aristocrático, político-religioso; entre ellos se contaban las ricas familias patricias y la nobleza sacerdotal; nunca pudieron ganarse al pueblo sencillo. En teología representan la tendencia conservadora, que no participó en la evolución de la religión judaica iniciada en el siglo II d.C. Sólo reconocen la Escritura y rechazan la «tradición de los mayores». Se distinguen marcadamente de los fariseos y demás partidarios de una religiosidad como la de los doctores de la ley, pues niegan la resurrección (Cf. también Hec_4:1 s; Hec_23:6 ss).
Jesús comparte con los fariseos y con el pueblo la convicción de que hay una resurrección de los muertos. Por eso quieren ponerlo en ridículo algunos de los saduceos. Quieren demostrar con la Escritura que es absurda la creencia en la resurrección. La ley del levirato reza así: «Cuando dos hermanos habitan uno junto al otro y uno de los dos muere sin dejar hijos, la mujer del muerto no se casará fuera con un extraño; su cuñado irá a ella y la tomará por mujer, y el primogénito que de ella tenga llevará el nombre del hermano muerto, para que su nombre no desaparezca de Israel» (Deu_25:5 s). ¿Qué se deduce de esta ley respecto a la resurrección de los muertos?
29 Pues bien, eran siete hermanos: el primero tomó mujer y murió sin hijos. 30 Y el segundo 31 y el tercero la tomaron, y así también los siete, que no dejaron hijos y murieron. 32 Finalmente, murió también la mujer. 33 Ahora bien, esta mujer, en la resurrección, ¿de cuál de ellos será mujer? Porque los siete la tuvieron por mujer.
La ley no cuenta con la resurrección de los muertos, pues al fin y al cabo no puede dar lugar a ese caso grotesco de que hablan los saduceos. Según la ley, en la que habla Dios, no puede haber resurrección. Pero también se puede entender mal la ley y abusar de ella. Su clave es Jesús: él y su palabra.
34 Y Jesús les contestó: Las hijos de este mundo se casan ellos, y ellas son dadas en matrimonio. 35 Pero los que logren ser dignos de aquel mundo y de la resurrección de los muertos, ni ellos se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio; 36 porque no pueden ya morir, pues serán semejantes a los ángeles, y son hijos de Dios, pues son hijos de la resurrección.
La creencia de los judíos en la resurrección suponía que los resucitados continuaban la vida de la tierra, aunque provista de todo en abundancia, de todo lo que uno puede desear. Un renombrado doctor de la ley decía: «Entonces (después de la resurrección) dará a luz la mujer todos los días»; el gozo de tener un niño será colmado con creces. Contra esta idea de la resurrección se dirige la argumentación de los saduceos. Jesús no comparte con los judíos esta creencia acerca de la resurrección. Quien resucite de entre los muertos no se casará ni (la mujer) será tomada por esposa. La vida de los resucitados no continúa la vida de la tierra.
Los resucitados no pertenecen ya a este mundo terreno, sino al nuevo y venidero. En la concepción de la historia de los autores apocalípticos se habla de dos eones, mundos o eras del mundo: de este mundo y del otro. A este mundo de la injusticia, de las tribulaciones, de la caducidad y de la corrupción del pecado sigue el futuro, sin fin, un mundo nuevo, del que estará desterrada la corrupción, expulsado el desenfreno, borrada la incredulidad, mientras que la justicia será practicada y en él tendrá su asiento la verdad. También el Nuevo Testamento utiliza esta concepción de la historia. Los hijos de este mundo están sujetos al pecado y a la caducidad; en cambio, los hombres que por elección de Dios y por su gracia pertenecen al otro mundo, reciben vida eterna y la resurrección de los muertos (…).
El matrimonio pertenece al mundo presente. En el mundo venidero no será ya necesario, puesto que en él tienen los hombres la facultad de no morir ya nunca. La procreación de los hombres es la que da sentido al matrimonio (Gen_1:28). Ahora bien, cuando los hombres sean inmortales, no habrá ya necesidad del matrimonio. La argumentación de los saduceos no da en el blanco. El matrimonio se acaba con el mundo presente.
Los hombres del mundo venidero son inmortales, porque son semejantes a los ángeles. Tienen el modo de ser de los ángeles. Éstos lo tienen porque son hijos de Dios. Los ángeles son designados en la Escritura como «hijos de Dios» (por ejemplo: Job_1:6; Job_2:1). Tienen participación en la gloria de Dios, en su poder y en su esplendor (Hec_12:7). Los resucitados reciben la filiación divina (1Jn_3:2; Rom_8:21), la gloria (Rom_8:18), un «cuerpo espiritual» (1Co_15:44). «Así también será la resurrección de los muertos: se siembra en corrupción, se resucita en incorrupción; se siembra en vileza, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en fortaleza; se siembra cuerpo puramente humano, se resucita cuerpo espiritual» (1Co_15:42 ss).
Los resucitados tienen el poder de no volver a morir. Lo que los piadosos entre los griegos paganos de entonces anhelaban y esperaban alcanzar mediante los cultos mistéricos o mediante el conocimiento (gnosis), era una vida bienaventurada en un estado de deificación que no estaba amenazado por la muerte. Pero no veían lo que era deseable en la resurrección de los cuerpos; en efecto, el cuerpo era sentido como una carga, como una cárcel y un sepulcro del alma. La resurrección no es sólo inmortalidad; los muertos resucitarán en un estado de incorruptibilidad, y nosotros «seremos transformados» (1Co_15:52): no sólo vivirá el alma, sino el hombre entero en cuerpo y alma.
El que resucita ha llegado a ser digno del mundo venidero. La resurrección es un don divino de gracia, inmerecido, como lo es el reino de Dios (2Tes 1.5). Pero no sólo resucitarán los elegidos y hechos dignos por Dios, sino todos, pecadores y justos. Pablo conoce esta esperanza de que habrá una resurrección de los justos y de los injustos (Hec_24:15). Sólo para los justos redundará la resurrección en gloria (Lc_14:14). En la resurrección de éstos se piensa cuando se dice que son dignos del mundo venidero.
37 Y que los muertos resucitan, ya Moisés lo dio a entender en aquello de la zarza, cuando llama Señor al Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob; 38 él no es Dios de muertos, sino de vivos. Porque para él todos viven.
También Jesús recurre, como los saduceos, a un texto de la Escritura en la discusión sobre el problema de la resurrección. En el relato de la zarza ardiente descubre Moisés a Dios como el que dice: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Exo_3:6). Dios se da a conocer a Moisés en primer lugar como al que habían venerado los patriarcas. Jesús comprende estas palabras de la Escritura en sentido más profundo. Al designarse Dios como el Dios de los patriarcas, quiere con ello decir que los patriarcas siguen venerándolo todavía como Dios. Viven, por tanto, pues de lo contrario no podrían venerarlo.
Dios es Dios de los vivos, porque para él todos viven, son hijos de la resurrección. También el que ha muerto, vive; el Dios de los vivos no se rodea de muertos. El hombre vive para Dios; su ser se cifra en estar destinado a servir y glorificar a Dios. Dado que Dios lo ha llamado así a la vida, por eso quiere también que viva. Con estas palabras no se da luz acerca de cómo vive el hombre tras la muerte y a pesar de la muerte, de cómo vive en el período intermedio entre la muerte y la resurrección, de qué naturaleza será su inmortalidad: pervivencia, revivificación del cuerpo… Sólo se dice una cosa fundamental: para él todos viven; viven porque para él existen. Vive quien vive para Dios…
39 Entonces, algunos escribas le respondieron: Maestro, has hablado bien. 40 Por lo mismo, ya no se atrevían a preguntarle nada más.
Jesús es un Maestro que habla bien; los doctores de la ley le dan este testimonio. Los saduceos no osan ya hacer más preguntas; los doctores de la ley (fariseos) reconocen la sabiduría de su enseñanza. Jesús es un maestro ante el que se inclinan los maestros más consumados. Se presenta como el gran maestro ante el pueblo, ante la Iglesia. De él tiene la Iglesia la doctrina sobre la resurrección de los muertos. Esta doctrina distingue a cristianos y fariseos, a cristianos y saduceos, a cristianos y gentiles. La predicación cristiana anuncia el mensaje de «Jesús y la resurrección» (Hec_17:18).
(Stöger, Alois, El Evangelio según San Lucas, en El Nuevo Testamento y su Mensaje, Editorial Herder, Madrid, 1969)
Catecismo de la Iglesia Católica
Artículo 11 “CREO EN LA RESURRECCION DE LA CARNE”
988 El Credo cristiano –profesión de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora, salvadora y santificadora– culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.
989 Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que El los resucitará en el último día (cf. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:
Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8, 11; cf. 1 Ts 4, 14; 1 Co 6, 14; 2 Co 4, 14; Flp 3, 10-11).
990 El término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad (cf. Gn 6, 3; Sal 56, 5; Is 40, 6). La “resurrección de la carne” significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros “cuerpos mortales” (Rm 8, 11) volverán a tener vida.
991 Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. “La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella” (Tertuliano, res. 1.1):
¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó. Y si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también vuestra fe… ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron (1 Co 15, 12-14. 20).
I LA RESURRECCION DE CRISTO Y LA NUESTRA
Revelación progresiva de la Resurrección
992 La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo. La esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impuso como una consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre todo entero, alma y cuerpo. El creador del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su Alianza con Abraham y su descendencia. En esta doble perspectiva comienza a expresarse la fe en la resurrección. En sus pruebas, los mártires Macabeos confiesan:
El Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna (2 M 7, 9). Es preferible morir a manos de los hombres con la esperanza que Dios otorga de ser resucitados de nuevo por él (2 M 7, 14; cf. 7, 29; Dn 12, 1-13).
993 Los fariseos (cf. Hch 23, 6) y muchos contemporáneos del Señor (cf. Jn 11, 24) esperaban la resurrección. Jesús la enseña firmemente. A los saduceos que la niegan responde: “Vosotros no conocéis ni las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error” (Mc 12, 24). La fe en la resurrección descansa en la fe en Dios que “no es un Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12, 27).
994 Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección a la fe en su propia persona: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en él. (cf. Jn 5, 24-25; 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (cf. Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviendo la vida a algunos muertos (cf. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17; Jn 11), anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De este acontecimiento único, El habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del signo del Templo (cf. Jn 2, 19-22): anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (cf. Mc 10, 34).
995 Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.
996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1 Co 15, 12-13). “En ningún punto la fe cristiana encuentra más contradicción que en la resurrección de la carne” (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
Cómo resucitan los muertos
997 ¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús.
998 ¿Quién resucitará? Todos los hombres que han muerto: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 29; cf. Dn 12, 2).
999 ¿Cómo? Cristo resucitó con su propio cuerpo: “Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo” (Lc 24, 39); pero El no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en El “todos resucitarán con su propio cuerpo, que tienen ahora” (Cc de Letrán IV: DS 801), pero este cuerpo será “transfigurado en cuerpo de gloria” (Flp 3, 21), en “cuerpo espiritual” (1 Co 15, 44):
Pero dirá alguno: ¿cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano…, se siembra corrupción, resucita incorrupción; … los muertos resucitarán incorruptibles. En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad; y que este ser mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,35-37. 42. 53).
1000 Este “cómo” sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe. Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un anticipo de la transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
Así como el pan que viene de la tierra, después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y otra celestial, así nuestros cuerpos que participan en la eucaristía ya no son corruptibles, ya que tienen la esperanza de la resurrección (San Ireneo de Lyon, haer. 4, 18, 4-5).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el “último día” (Jn 6, 39-40. 44. 54; 11, 24); “al fin del mundo” (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar (1 Ts 4, 16).
Resucitados con Cristo
1002 Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo:
Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos… Así pues, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Col 2, 12; 3, 1).
1003 Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Flp 3, 20), pero esta vida permanece “escondida con Cristo en Dios” (Col 3, 3) “Con El nos ha resucitado y hecho sentar en los cielos con Cristo Jesús” (Ef 2, 6). Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos “manifestaremos con El llenos de gloria” (Col 3, 4).
1004 Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser “en Cristo”; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre:
El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?… No os pertenecéis… Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.(1 Co 6, 13-15. 19-20).
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 988 – 1004)
P. Alfredo Sáenz, S.J.
Nuestra feliz esperanza
Es una realidad que el mundo que nos toca vivir, cambiante y compulsivo, desprecia y tergiversa los grandes valores que Jesús nos enseñó, como la verdad, la vida, la libertad, la trascendencia, el amor, la felicidad. Es un mundo que nos induce y empuja a buscar placeres pasajeros, nos propone una vida basada en sentimientos, en gustos personales, en el “aquí y ahora”, donde sólo es bueno lo productivo, lo eficiente, y donde sólo debo creer en aquello que se prueba, en lo “científico”. Frente a este aluvión anti-cristiano, y por qué no, anti-humano, no hay mejor consejo que el que da San Pablo a los cristianos de Tesalónica, en el capítulo que precede a la segunda lectura de hoy: “Hermanos, manteneos firmes y conservad fielmente las tradiciones que aprendisteis de nosotros, sea oralmente o por carta”. Será preciso mantenernos así, firmes en la fe recibida en el bautismo, roca sobre la cual hemos de construir nuestra vida, y que no debe ser derrumbada por los vientos y tormentas de las falsas doctrinas. Así lo afirmó Cristo en una oportunidad: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.
Por el bautismo hemos sido incorporados a Cristo, llamados por Dios a vivir, conservar y desarrollar nuestra fe, con la cual anunciarnos la muerte del Señor y proclamamos su resurrección hasta que vuelva. Si mantenemos firmemente la fe recibida, alcanzaremos aquello que, al decir del Apóstol en este domingo, nos ofrece gratuitamente nuestro Señor Jesucristo, así como Dios, nuestro Padre, a saber, “un consuelo eterno y una feliz esperanza”, o sea, la esperanza de la gloria eterna, de la resurrección para la Vida, del premio celestial. Frente al desconcierto de doctrinas horizontalistas y puramente humanas, la Iglesia, maestra en la fe, nos habla de una verdad tan clara como cierta: la resurrección para la Vida es nuestra feliz esperanza.
Ya durante el Antiguo Testamento se vislumbró esta verdad en la epopeya nacional de los Macabeos, quienes juntamente con su madre, dieron un testimonio muy patente de su fe en la resurrección. Testimonio tan heroico como el de los primeros mártires de la Iglesia. Testimonio de fidelidad a la Ley. Ellos no quisieron ceder a la presión del rey pagano que perseguía a los judíos amenazándolos con torturas y la misma muerte si no aceptaban transgredir la ley mosaica, o sea, sus principios, su fe, sus normas de vida. Más aún, cuando sus cuerpos fueron efectivamente sometidos a torturas, se declararon seguros y convencidos de que un día recuperarían sus miembros mutilados resucitando a la vida eterna. “Tú, malvado, nos privas de la vida presente, pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por sus leyes”.
El ejemplo de fe de esta familia es modelo para tantos cristianos que sólo se conforman con una fe teórica, sin compromiso, que nunca termina reflejándose en la vida cotidiana. Bien dijo, el beato Juan Pablo II “La fe, más que conocida, exige ser vivida”. Aquélla fe de los Macabeos los llevó a despreciar esta vida terrena con tal de no traicionar lo que aprendieron por tradición: “Estamos dispuestos a morir, antes que violar las leyes de nuestros padres”; La fe en la resurrección estaba tan arraigada en aquellos jóvenes judíos que les dio fuerzas suficientes para mantenerse firmes ante el atropello, aceptando la muerte sobre la base de dicha esperanza. Y así, el cuarto de los Hermanos, no trepidó en decir: “Es preferible morir a manos de los hombres, con la esperanza puesta en Dios de ser resucitados por él”.
En tiempos de Jesús, la resurrección de los muertos era ya verdad de fe para el judaísmo, rechazada sólo por la secta de los saduceos. Los saduceos conformaban un grupo oportunista en política y relajado en la moral. Desde el punto de vista teológico, eran conservadores, permaneciendo anclados en las viejas concepciones de los judíos que no creían en la resurrección. Por esto se acercaron a Jesús para proponerle una extraña cuestión, con un objetivo concreto: poner en ridículo la creencia en la resurrección, y de esta manera desacreditar públicamente a los fariseos, quienes la defendían con argumentos de la Escritura y la tradición.
Tras plantearle a Jesús el caso de una mujer que quedó sucesivamente viuda de siete hermanos, le preguntaron: “Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”. La pregunta no fue desestimada por Jesús. Después de decirles que se trataba de una cuestión vana, ya que en la vida futura los resucitados no se casarían, aprovechó la ocasión para explicar la verdad de la resurrección. En orden a instruirlos de manera adecuada, Cristo se valió, precisamente, de uno de los libros más antiguos de la Biblia, el Éxodo, donde Moisés llamó al Señor “el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”, y luego de citarles ese texto indiscutido, agregó en forma clara y contundente: “Dios no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”. Con esto, Cristo se proponía afirmar directamente la inmortalidad y la supervivencia de las almas.
La enseñanza del Maestro es categórica. El matrimonio es una institución, un compromiso y una responsabilidad que pertenece sólo al mundo presente, “hasta que la muerte los separe”. En la vida futura no será necesario, porque seremos inmortales, semejantes a los ángeles, no hará falta el matrimonio para asegurar la conservación de la especie humana. Allí la gracia de la adopción divina, recibida como semilla en el bautismo, llegará a su pleno desarrollo, apoderándose de todo el hombre, y por lógica consecuencia, también del cuerpo, que experimentará la transfiguración de la gloria. Es lo que enseñó San Pablo en su carta a los corintios: “Así es la resurrección de los muertos se siembra corrupción resucita incorrupción…, se siembra cuerpo material, resucita espiritual”.
La doctrina de la resurrección, anticipada con el testimonio valeroso de los Macabeos, confirmada y profundizada por el mismo Salvador, quien dio el testimonio de su propia resurrección le permitió al Apóstol poder animar a los filipenses con estas palabras consoladoras: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo”.
Las lecturas escuchadas nos ofrecen suficientes razones para expresar con convicción nuestra fe. Pero ello no es todo. Será menester que traslademos dichas verdades a nuestra vida como testigos auténticos y cualificados, frente a este mundo que, como decíamos, sólo piensa en el “aquí y ahora”, en el momento presente, desestimando la certeza del futuro.
Jesús nos anima a reavivar nuestra feliz esperanza en la resurrección, sabiendo que somos peregrinos, hombres y mujeres de paso, que debemos vivir como si ya estuviésemos en el cielo, pues todo aquel que vive en gracia de Dios, fortificada ésta y alimentada por los sacramentos, tiene como un pedazo de cielo en el alma, es conciudadano de la gloria, lleva el germen de la vida eterna en el corazón. Será preciso que nos convenzamos de que todo sufrimiento en esta vida es nada comparado con la gloria y felicidad que Dios tiene preparada para aquellos que le aman y viven esta fe. Mucho nos ayudará consolarnos y animarnos mutuamente con palabras que nacen de la fe, ya que poseemos la viva esperanza de que nos volveremos a encontrar con todos aquellos seres queridos que ya partieron de este mundo y gozan del premio anunciado.
Prosigamos ahora la celebración de la Sagrada Eucaristía, de este admirable sacramento que, reviviendo la Cena del Señor, nos anticipa el banquete celestial. Participemos conscientemente del Santo Sacrificio de manera que al recibir el Cuerpo glorioso del Señor resucitado se avive esta esperanza y se prepare nuestro cuerpo para la resurrección final, teniendo siempre presentes las palabras del Señor: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene ya la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día”.
ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 30-305.
P. Gustavo Pascual, I.V.E.
“Yo soy la resurrección y la vida”
Lc 20, 27-38
Los saduceos negaban la resurrección y queriendo ponerlo en apuros al joven Rabí de Nazaret le plantean un caso hipotético basado en la ley del levirato creyendo con esto justificar su posición o al menos hacer inconsistente la doctrina de la resurrección que para ellos no pasaba de ser una hipótesis.
Los saduceos sólo aceptaban la autoridad de la Ley de Moisés, la Torah, es decir el Pentateuco y por lo tanto la refutación a su doctrina debía usar la Escritura allí contenida.
Jesús primero les dice que yerran porque no entienden las Escrituras ni tampoco el poder de Dios. La Escritura no se puede tomar siempre literalmente porque puede llevar a una interpretación carnal. De hecho los saduceos al negar la existencia de los espíritus tenían que negar la resurrección porque para ellos el espíritu sólo podía existir unido al cuerpo y la muerte ponía fin a ambos. El caso hipotético que ponen para negar la resurrección carnalizaba a Dios. Los saduceos eran materialistas.
Jesús los refuta diciendo que la vida de los resucitados será distinta. Será una vida como la de los ángeles, que no mueren, es decir, será una vida para siempre y ya no habrá matrimonios porque no se necesitará perpetuar la especie ya que la muerte desaparecerá.
Por otra parte, el poder de Dios es infinito. Dios es todopoderoso y puede, si Él quiere y de hecho quiere, que los hombres vivan eternamente.
Para que su enseñanza tuviera fundamento Jesús interpreta el pasaje del Éxodo donde Dios habla a Moisés a través de un hecho milagroso mostrando con ello su poder, aunque ellos no podían negar tantos milagros de Dios revelados en el Pentateuco, y les dice: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” y comenta: “no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven”. Jesús enseña a los fariseos por tanto la inmortalidad del hombre porque Dios lo ha creado para la vida participándole su misma vida eterna. Jesús no profundizará más sobre el tema de la resurrección ni dará mayor explicación de lo que sucederá con los cuerpos de los resucitados. Les ha demostrado que el alma es inmortal y que para Dios todo es posible. El fundamento de la resurrección: el poder de Dios. Este poder se manifiesta en toda la Escritura.
Dios nos ha creado para la vida y para una vida sin fin “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas”. Dios no nos ha creado para vivir estos pocos años de vida terrenal ni nos ha creado para sufrir y llorar sino para ser felices sin fin. Esta vida es un peregrinar en tierra extraña.
Dios es la vida en plenitud, la vida eterna, la vida sin límites, es la vida y nos ha comunicado su misma vida para que vivamos con El eternamente.
Es verdad que por el pecado entró la muerte en el mundo, pues no existía cuando el hombre fue creado, pero la muerte es la separación temporal de alma y cuerpo. El alma sigue viviendo unida a Dios o separada de Él en espera de la resurrección del cuerpo para unirse a él. Pertenecemos a la naturaleza humana, alma y cuerpo, y en esa naturaleza permaneceremos eternamente unidos o separados de Dios.
Dios cerró el camino al árbol de la vida pero no definitivamente porque como leemos en las Escrituras a lo largo de la historia fue alentando, por su alianza con los hombres, la esperanza de tomar el fruto del árbol de la vida. En el pasaje del Evangelio aparecen los principales protagonistas de la alianza entre Dios y los hombres, Abraham, Isaac, Jacob y Moisés. Pero la alianza definitiva por la cual se cumplen las promesas de Dios es la alianza sellada con la sangre del hombre-Dios. Jesús por su muerte en cruz y su resurrección nos abre definitivamente el camino al árbol de la vida y a sus frutos de vida eterna. El testimonio más sublime del poder de Dios y de su amor y fidelidad a los hombres es el misterio pascual.
Jesús nos da la vida eterna, “Yo soy la resurrección y la vida, El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”. Él es el Camino para llegar a la Vida.
Todos tendremos que experimentar la dolorosa separación del cuerpo y del alma que es la muerte temporal o primera, pero seguiremos viviendo. Nuestra alma es inmortal. En la segunda venida del Señor, a la voz de la trompeta, resucitarán nuestros cuerpos para vivir eternamente unidos a Dios, propiamente esta será la vida sin fin. Los que estén separados de Dios, morirán eternamente pues no tendrán la fuente de la vida, resucitarán para la muerte eterna.
Esta es la esperanza del cristiano: la vida sin fin.
El mundo de hoy, neopagano, se promueve por el gozo sin límites y esta propaganda atrae a los incautos que se olvidan de pensar en el futuro. ¿Qué pasará después de la muerte? El cristianismo promete la vida eterna para los que en esta vida imiten a Jesús, lo cual, significa cargar con la cruz, que no sólo es dolor sino que incluye también el gozo y la paz cuando se lleva bien.
El mundo neopagano es materialista porque niega la inmortalidad del alma y se esfuerza por perpetuar la vida, aspiración que es insuprimible, pero quiere la vida eterna por sus propias fuerzas al margen del poder de Dios y esto es utopía. No puede arrebatar el fruto de la vida porque está bien custodiado. Hay un solo sendero para llegar al árbol de la vida, Jesucristo.
Así como el planteamiento carnal de los saduceos, en el mundo actual pululan teorías, ideologías, burlas, mentiras para negar la resurrección que arrastran a muchos hombres a la muerte segunda. El momento clave se da en el encuentro con la muerte temporal. En ese momento quedan dos opciones: o la esperanza de una vida sin fin o la desesperanza que es preludio de la muerte eterna.
¿En qué fundamentamos los cristianos la resurrección? En el poder de Dios. Ya poseemos una prenda de ella en Jesús. El murió y resucitó de entre los muertos, el primero de todos, venciendo a nuestro temido enemigo, la muerte. Nosotros esperamos, por el poder de Dios, resucitar a una vida sin fin. Creemos en Dios que nos ha revelado nuestra vocación a la vida eterna junto a Él y esperamos por su poder y por su gracia alcanzarla. Este es el secreto más hermoso del cristianismo una vida eterna plenamente feliz.
San Juan Pablo II
“Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”
Celebramos hace pocos días la conmemoración solemne de todos los fieles difuntos; y estamos todavía en un clima de reflexión y de oración por nuestros queridos difuntos. La triste peregrinación que durante el mes de noviembre lleva a tanta gente a los cementerios es un gesto de piedad y afecto, y una manifestación coral de fe y comunión eclesial.
La Iglesia proclama, al mismo tiempo, su fe en Cristo vencedor de la muerte: “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
Estos dos artículos del Credo o Símbolo apostólico cobran un significado singular a la luz de la memoria de los fieles difuntos. Nos recuerdan que no nos encaminamos hacia la nada. Por el contrario, nuestra existencia tiene una meta precisa y la fe abre, en medio de la tristeza de la separación humana, el horizonte luminoso de una vida que va más allá de esta existencia terrena y que será el puerto de llegada de todos los hijos de Dios, en Jesucristo.
Las lecturas de la santa misa de este XXXII domingo del tiempo ordinario hablan de la resurrección de los muertos y de la vida del mundo futuro.
En el pasaje del Evangelio de Lucas algunos saduceos se dirigen a Jesús con una pregunta insidiosa. Niegan que haya resurrección de los muertos, y quieren lograr que Jesús tome una posición al respecto, pero Él les responde, como siempre, con una claridad cristalina.
El Señor afirma que los muertos resucitan. Ésta es la afirmación más importante y solemne. Observa: “Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos viven” (Lc 20,37-38).
Explica también cómo será la vida eterna, partiendo de la pregunta provocadora de los saduceos. A éstos, que con evidente ironía le preguntan de quién será esposa, después de la muerte, una mujer que tuvo durante su vida muchos maridos sucesivos, Jesús responde que los resucitados en el más allá “ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección” (Lc 20,35-36).
Así pues, en estas breves expresiones, el divino Maestro reafirma dos veces consecutivas la verdad de la resurrección, agregando claramente que la existencia, después de la muerte, será diferente de la existencia en la tierra: desaparecerá la procreación, necesaria en el tiempo, según las palabras del Creador: “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla” (Gn 1,28). Y dado que la vida de los resucitados será semejante a la de los ángeles, nos da a entender que la persona humana estará libre de las necesidades relacionadas con la presente condición mortal.
Gracias a otros pasajes de la Sagrada Escritura y a la reflexión de los padres de la Iglesia sabemos que el paraíso constituye la respuesta más elevada a nuestra necesidad íntima de felicidad, a través de la posesión directa del Bien infinito: Dios.
San Agustín escribió: “ibi vacabimus, et videbimus; videbimus, et amabimus; amabimus, et laudabimus. Ecce quod erit in fine sine fine” (De civitate Dei, XXII, 30,5). En el paraíso “descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin sin fin”.
Un ejemplo de fe inquebrantable en el más allá nos lo propone también la primera lectura, tomada del libro de los Macabeos. Es el relato de los siete hermanos que, junto con su madre, afrontaron heroicamente la muerte con tal de no violar las prescripciones de la ley mosaica. Lo dicen, casi lo gritan, al rey pagano que quería obligarlos a realizar una acción mala: “El rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” (2 Mc 7,9). Su testimonio heroico anticipa el testimonio de miles de mártires cristianos, orgullo y corona de la Iglesia primitiva. Muchos de ellos sacrificaron su vida, derramando su sangre por el Evangelio, precisamente en Roma.
El martirio a causa del Evangelio ha estado presente siempre en la Iglesia, y sigue estándolo aún hoy. Hay muchos otros martirios también en nuestro siglo. Se trata de una llamada divina singular dirigida a almas privilegiadas que, a través de la inmolación de su vida, imitan mucho más de cerca al Salvador Jesús, fecundando con el don total de sí mismas el amplio “campo de Dios” (1 Cor 3,9).
Aunque sólo a algunas personas se les pide este sacrificio extraordinario, todos los fieles que quieran servir a Cristo con generosidad auténtica, antes o después deberán sufrir, precisamente a causa de esa fidelidad, una especie de martirio: del corazón, de los sentidos, de la voluntad o de los sentimientos.
En las horas difíciles, teniendo presente la valentía de los mártires y de los santos, no hemos de olvidar nunca las palabras del Símbolo apostólico: “Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” Son fuentes de fortaleza y esperanza; luz y apoyo en la prueba.
Sólo la certeza de la resurrección puede evitar que el creyente ceda frente a la seducción del mundo e imite a cuantos ponen toda su confianza en la condición mortal presente, preocupados únicamente de su interés inmediato.
San Pablo en la epístola a los Tesalonicenses dice: Aquel “que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena” (2 Tes 2,16-17).
Los sostenga y los ayude María Santísima, la Madre de Dios.
San Ambrosio
La mujer de los siete maridos
(Lc 20, 27-37)
- Si el hermano de alguno viene a morir… Los saduceos, que eran la parte más detestable de los judíos, tientan al Señor con esta cuestión. Abiertamente les reprende su malicia y, en sentido místico, retuerce su posición, precisamente con la doctrina de una castidad ejemplar, tomando pie del problema que ellos le propusieron; ya que, según la letra, una mujer debería casarse aún contra su voluntad para que el hermano del difunto le diese un heredero. De aquí ese dicho de la letra mata (2 Co 3, 6), como una propagadora de vicios, mientras que el Espíritu es el maestro de la castidad.
- Por tanto, miremos a ver si esta mujer no representa a la Sinagoga. También ésta tuvo siete maridos, como dijo a la Samaritana: Tuviste cinco maridos (Jn 4, 18); y es que la Samaritana no seguía más que a los cinco libros de Moisés, mientras que la Sinagoga seguía principalmente siete, y, a causa de su mala fe, no recibió de ninguno descendencia, posteridad ni herederos. Y por eso, en el día de la resurrección no podrá tener consorcio con sus esposos, puesto que ella ha cambiado un mandamiento espiritual dándole un contenido enteramente carnal; pues no se trata de que sea un hermano según la carne quien suscite la descendencia del hermano difunto, sino aquel Hermano que recibió del pueblo muerto de los judíos el conocimiento del culto divino, como para una esposa, con el fin de tener de ella una descendencia en la persona de los apóstoles, los cuales, como restos del todo distintos de los judíos difuntos, permaneciendo todavía en el seno de la Sinagoga, merecieron ser conservados, por una gracia de elección, en la unión con la nueva semilla.
- Es cierto que la Sinagoga recibió frecuentemente la estola, que es la insignia del matrimonio, puesto que ella es la madre de los creyentes y ha sido con frecuencia también repudiada, porque fue la madre de los sin fe. Para ella la Ley, literalmente tomada, es muerte, mientras que, aceptada en sentido espiritual, la hace resucitar. Por tanto, si el santo pueblo de Dios ama los siete libros de la Ley como con un amor conyugal y obedece sus órdenes como si se tratara de las de su marido, tendrá en la resurrección esa unión celestial, donde ninguna mancha del cuerpo avergonzará su pudor, antes, por el contrario, allí se enriquecerá con los dones de la gracia divina.
SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (I), L.9, 37-39, BAC Madrid 1966, pág. 548-50
Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (C)
Entrada:
La Eucaristía es fuente y manifestación de la comunión eclesial, porque en el misterio eucarístico Jesús edifica la Iglesia como comunión y la promueve entre todos nosotros al recibir su Cuerpo y Sangre.
Liturgia de la Palabra
1º Lectura: 2 Macabeos 6, 1; 7, 1- 2. 9- 14
Al ofrecer sus vidas por la Ley de Dios, los hermanos Macabeos dan testimonio de su fe en la resurrección.
Salmo Responsorial: 16, 1.5- 6. 8b. 15
2º Lectura: 2 Tesalonicenses 2, 16- 3, 5
El Apóstol exhorta a los cristianos a perseverar en la fe y en las buenas obras.
Evangelio: Lucas 20, 27- 38 o bien 20, 34- 38
En los preludios de su muerte y resurrección, el Señor declara abiertamente la verdad de la resurrección.
Preces
La resurrección de Cristo es el compendio de todos los bienes que Dios quiere prodigar a los hombres. Imploremos por el mundo y por las necesidades de la Iglesia.
A cada intención respondemos cantando:
* Te pedimos por el Santo Padre y por los obispos unidos a él, para que hagan escuchar a todos los hombres el llamado a vencer las divisiones que surgen del pecado y del egoísmo, que son el origen de las enfermedades del alma. Oremos.
* Por el diálogo ecuménico e interreligioso, para que los católicos emprendan esta misión con la firme convicción de la común vocación de la humanidad y del plan divino de salvación de Cristo. Oremos.
* Por todos los que sufren física y moralmente, para que el mensaje paulino de “completar los sufrimientos de Cristo” sea para todos ellos un aliciente en el camino de esta vida, y una gozosa espera de la gloria que se les reserva. Oremos.
* Por nuestro Obispo y por la santificación de los sacerdotes de nuestra Diócesis. Oremos.
Acoge piadoso nuestras súplicas, Señor, según la confianza de tu Iglesia. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Ofertorio
Con corazón humilde ofrecemos al Señor:
* el pan y el vino, haciendo de nuestra propia vida don y holocausto a Dios.
Comunión:
El Dulce Jesús que vino por los pecadores y por los enfermos viene ahora en la Santa Comunión a sanar todas las heridas de nuestra alma. Dejémonos curar por su ternura y su bondad.
Salida:
María, Reina de los Cielos nos ayude a tener nuestra mirada fija en los bienes eternos, y a vivir ya en esta vida como resucitados.
(Gentileza del Monasterio “Santa Teresa de los Andes” (SSVM) _ San Rafael _ Argentina)




