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Hace pocas horas (14 de junio de 2018), los diputados nacionales argentinos dieron media sanción a la ley que despenaliza el aborto en nuestro país. Si nuestro poeta Leopoldo Marechal decía que bastan cien gramos en una balanza ladrona para que en los cielos llore un ángel y ría un demonio… ¿cómo estará el Ángel de la Argentina en estos momentos de luto?

Pocos minutos después que los diarios publicaran las novedades, varias personas me escribieron para preguntarme sobre la cuestión del aborto y la excomunión de quienes votan las leyes que lo autorizan. Aprovecho, pues, para reproducir un artículo publicado hace ya unos años que habla no solo de la excomunión de los que realizan un aborto o lo votan como ley, sino de algo de lo que poco se habla: de la situación de los que proclaman la existencia de un “derecho al aborto”. Creo que en el actual debate, estos párrafos han vuelto a ser muy actuales [*].

 

Ante todo yo distinguiría en este punto tres pecados relacionados con el aborto:

1º Cometer un aborto.

2º Afirmar que el aborto no es pecado.

3º Sostener que existe un “derecho” al aborto.

El primero de los tres, realizar un aborto, es un pecado gravísimo [1], lo mismo que el colaborar de modo directo con él, castigado incluso con la pena de excomunión automática (latae sententiae) [2].

Pero no es menos grave afirmar que “el aborto no es pecado”, o, peor todavía, que existe un “derecho al aborto”. Nadie tiene derecho a abortar una vida humana, no importa en qué etapa de su desarrollo se encuentre, una vez iniciada con la concepción o singamia (fusión del espermatozoide y del óvulo). Coincido con usted en que uno de los más nefastos perfiles de los actuales proyectos legislativos lo constituye el hecho de ser encarado como una lucha por un “derecho” [3]. No existe derecho a hacer el mal, y menos a matar al inocente. Más aún, la afirmación de que el aborto no es pecado constituye propiamente un error que afecta a la verdad de la fe católica, por tanto, una herejía; y con mayor razón la declaración y defensa de un presunto derecho al aborto. Esto significa que quien afirma que el aborto no es pecado, o que hay derecho a abortar, destruye la fe católica y deja de ser católico. Pasa a ser, en efecto, hereje, o sea, un “no-católico”.

A propósito de este punto, trascribo la exposición de un teólogo norteamericano, el P. Basil Cole, O.P., quien respondió dos dudas presentadas por el abogado Marc Balestrieri a la Congregación de la Doctrina de la Fe el 30 de agosto de 2004. La respuesta le fue encargada al P. Cole por mons. Augustine DiNoia, OP, subsecretario de dicha Congregación, aunque indicándole que la redactara a título personal, es decir, sin constituir una respuesta oficial de la Congregación.

Creo que en las circunstancias actuales del debate, la nota reviste un gran interés para nosotros [4].


P. Basil Cole, OP, STD Dominican House of Studies 487 Michigan Ave., NE Washington DC 20017-1585 11 de septiembre de 2004

Estimado Sr. Balestrieri,

He recibido el encargo del muy Reverendo Augustine DiNoia, OP, subsecretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de responder de modo no oficial a sus consultas (dubia) enviadas en carta a la Cogregación el 30 de agosto de 2004:

I. Si puede calificarse como dogma de fe divina y católica la doctrina que dice que el aborto procurado directamente es pecado grave en el sentido del Primer Párrafo de la Profesión de Fe, y el error contrario como herejía [5].

II. Si la doctrina sobre la grave ilicitud de cualquier derecho al aborto procurado directamente, puede ser calificada de fe divina y católica en sentido del Parágrafo Primero de la Profesión de Fe, al menos de modo implícito, pero directamente, entre los dogmas mencionados más arriba, y el error opuesto como herejía.

I. Mi respuesta a su primera consulta es: Afirmativo. En la Encíclica Evangelium vitae, el Papa Juan Pablo II claramente enseña lo siguiente:

“Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era inmutable. Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal” (n. 62c).

Nadie con recto pensamiento teológico proclamaría que esta verdad concerniente al pecado de aborto definida simplemente por el Papa interpretando el magisterio papal y episcopal es una opinión probable, o no-infalible. Es definitiva, cierta, indubitable e infalible en razón del magisterio ordinario.

Ahora bien, en cuanto a la categorización de la doctrina, debo decir lo siguiente. Si bien el Papa Juan Pablo II, en Evangelium vitae n. 61 afirma que el aborto no es condenado directa y específicamente en las Sagradas Escritura, sino solo como una lógica consecuencia [de la doctrina allí contenida] [6], sin embargo, el Santo Padre, en el mismo párrafo, enseña a continuación que el aborto es directa y específicamente condenado como un pecado gravísimo por la Sagrada Tradición:

“La Tradición cristiana —como bien señala la Declaración emitida al respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe— es clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien demuestra la ya citada Didaché” (n. 61c).

“A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores. Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda sobre la condena moral del aborto” (n. 61d).

Como ha definido la Iglesia, la fe cristiana tiene dos fuentes de Revelación: las Sagradas Escrituras y la Sagrada Tradición. Por eso resulta muy importante recordar el canon 750, § 1 del Código de Derecho Canónico de 1983:

“Con fe divina y católica se debe creer todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida por tradición, es decir, en el único depósito de la fe encomendado a la Iglesia, y que, al mismo tiempo, es propuesto como divinamente revelado, ya sea por el magisterio solemne de la Iglesia, ya por su magisterio ordinario y universal; lo cual, a saber, se manifiesta en la común adhesión de los fieles bajo la guía del sagrado magisterio; por tanto, todos están obligados a evitar cualesquiera doctrinas contrarias”.

Una doctrina perteneciente a la fe divina y católica puede estar contenida únicamente en una de estas dos fuentes. No se requiere que esté contenida simultáneamente en ambas para que caiga dentro del Primer Parágrafo de la Profesión de fe del 29 de junio de 1998 [que reza como sigue]:

“Con fe firme, creo todo lo que se contiene en la Palabra de Dios, sea escrita o transmitida por la Tradición, que la Iglesia, ya sea por juicio solemne o por el magisterio ordinario y escrito, declara como divinamente revelado”.

Como teólogo, la conclusión de mi análisis sobre su primer dubium es que la enseñanza contra el aborto es de Fide Divina et Catholica –de fe Divina y Católica–, por magisterio ordinario y universal.

Aunque el magisterio pontificio representando la Iglesia universal no haya usado la cláusula exacta y literal “de fe divina y católica”, tal circunstancia no disminuye que lo sea. Por el mero hecho de que no haya hecho esto recientemente, no se disminuye la manifiesta verdad de que la doctrina es de hecho de fe divina y católica. Todos los católicos están obligados a creer en ella con firme e irrevocable asentimiento de fe, sin que se pueda admitir excepción alguna. Tanto en público como en privado, jamás pueden negar esta doctrina o dudar de ella.

En cuanto al nivel de magisterio de que esta revestida, debemos decir que la enseñanza sobre el aborto no ha sido definida solemnemente por el Romano Pontífice como ha hecho, en cambio, con otras declaraciones como las de la Inmaculada Concepción de María o su Asunción. Tampoco los Concilios Ecuménicos de la Iglesia han pronunciado anatemas contra quienes niegan esta doctrina. Afirmar que esta verdad de nuestra fe es una verdad solemnemente definida no correspondería a los hechos, pero no está lejano de ello y podría llegar a serlo algún día, si el papa ex cathedra, o un Concilio Ecuménico en unión con él, lo definiera solemnemente.

La Iglesia ha juzgado en el plano prudencial que tal definición solemne no es necesaria. Quizá la razón por la cual la Iglesia no ha definido solemnemente esta y otras materias morales sea muy simple: no existe un movimiento teológico masivo contra esta enseñanza aunque la sociedad secular disienta del tema así como alguno que otro teólogo aislado o algún enseñante de religión. Por la misma razón la Iglesia ha hablado poco sobre la existencia del mal en proclamaciones solemnes puesto que no ha habido mayores negaciones contra esta verdad tal como la encontramos enseñada en la Sagrada Escritura. Ordinariamente la Iglesia usa su más solemne autoridad de modo juicioso y con preferencia más sobre cuestiones dogmáticas que morales, a pesar de que el dogma y la moral no están totalmente separados puesto que la teología es una ciencia única.

Por tanto, proclamar que la enseñanza sobre el aborto no es definitiva y que se puede disentir de ella, sería teológicamente erróneo y herético. Si alguien lo niega, se incurre en herejía en el sentido tomista de la palabra. La negación o duda de la enseñanza sobre el aborto, estaría cualificada como herejía tal como se contempla en el canon 751 del Código de Derecho Canónico:

“Se llama herejía a la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma”.

La condición de negación o duda pertinaz queda cumplida, desde el punto de vista teológico, cuando existe una situación objetiva de pecado que perdura en el tiempo y a la que la voluntad del individuo fiel no pone un punto final, sin que sea necesario ningún otro requisito (como podría ser: una actitud de desafío, advertencias previas, etc.) para establecer la gravedad fundamental de la situación en la Iglesia.

El requisito del conocimiento [de que se está afirmando algo contrario a lo que enseña la Iglesia] se da por contado siempre y cuando uno conozca o dude, aunque fuese solo in confuso [de modo confuso] que la enseñanza de la Iglesia oficialmente condena el aborto como pecado. Los teólogos enseñan comúnmente que no es necesario que se conozca el exacto nivel de certeza (o sea, no es necesario que se sepa que es “de fe divina y católica” la enseñanza que se está negando o poniendo en duda).

Para cometer pecado de herejía, no es necesario que uno niegue únicamente verdades de fe solemnemente definidas. Es suficiente que se nieguen verdades contrarias a la clara interpretación de las Sagradas Escrituras, como ocurre, por ejemplo, al negar la verdad de cualquiera de los diez mandamientos. Santo Tomás mismo llama herejes, alguna vez, a quienes niegan el sentido obvio y manifiesto de los textos bíblicos. Esto no significa que no se puedan definir las enseñanzas morales, puesto que la Iglesia lo ha hecho, efectivamente, de modo solemne con algunas pocas de ellas, especialmente el Concilio de Trento en cuanto al matrimonio y respecto [del pecado] de poligamia.

Por tanto, si alguien obstinadamente por medio de su enseñanza o predicación, niega o pone en duda que el aborto sea intrínsecamente malo, comete pecado mortal de herejía. Y queda automáticamente excomulgado según lo que se afirma en el Can. 1364, § 1, supuestas que se reúnan las condiciones que establece el derecho canónico sobre el conocimiento de la ley y la pena (Can. 15, § 2) y de la imputabilidad (Can. 1321, § 3) [7]:

“El apóstata de la fe, el hereje o el cismático incurren en excomunión latae sententiae, quedando firme lo prescripto en el can. 194, § 1. n. 2; el clérigo puede ser castigado además con las penas de las que se trata en el can. 1336, § 1, nn. 1, 2 y 3. § 2. Si lo pide la contumacia prolongada o la gravedad del escándalo, se pueden agregar otras penas, sin exceptuar la expulsión del estado clerical”.

II. Mi respuesta a su segunda duda es: Afirmativo.

Debería resulta obvio de cuanto he dicho [más arriba] que sostener un derecho al aborto entra de lleno en la herejía [8]. Consecuentemente, si un católico pública y obstinadamente defiende el derecho civil al aborto, conociendo lo que la Iglesia oficialmente enseña contra esta legislación, comete la herejía contemplada en el canon 751 del Código [de Derecho Canónico]. Y supuesto que se cumplan las condiciones acerca del conocimiento de la ley y de la pena (Can. 15, § 2) y la imputabilidad (Can. 1321, § 3), queda automáticamente excomulgado según el canon 1364, § 1 [9].


Hasta aquí la traducción de la nota del P. Cole. Añado una observación sobre este último punto: lo dicho en el punto II vale no solo para quien reivindica para sí mismo un derecho a abortar, sino también para quien lo exige para otros, y también para quien diga –con falsa distinción– que él no está de acuerdo con el aborto pero no puede impedir que otro ejerza su derecho, es decir, para quien diga que se limita a respetarlo. En efecto, se incurre en herejía con el mero reconocimiento de la existencia de un [falso e imposible] derecho al aborto, aunque al mismo tiempo afirme que no está de acuerdo con el hecho de abortar. Es lo que ocurre actualmente con algunos que creen salvar su catolicismo con esta separación, que lo único que separa es a ellos de la fe de Cristo.

P. Miguel Ángel Fuentes IVE

 

[*] Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Diálogo n. 59, año 2012.

Notas:

[1] Catecismo de la Iglesia Católica, 2271: “Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral (…) Tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos (Gaudium et spes51,3)”.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 2272: “La cooperación formal a un aborto constituye una falta grave. La Iglesia sanciona con pena canónica de excomunión este delito contra la vida humana. «Quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae sententiae» (CIC, can. 1398) es decir, «de modo que incurre ipso facto en ella quien comete el delito» (CIC, can 1314), en las condiciones previstas por el Derecho (cf CIC, can. 1323-24). Con esto la Iglesia no pretende restringir el ámbito de la misericordia; lo que hace es manifestar la gravedad del crimen cometido, el daño irreparable causado al inocente a quien se da muerte, a sus padres y a toda la sociedad”.

[3] De hecho ha sido presentado como una “Campaña por el derecho al aborto” (cf. NOTIVIDA, Año XII, Nº 810, 20 de marzo de 2012).

[4] Traduzco a continuación la carta escrita en inglés, cuyo original puede encontrarse en: http://www.catholicculture.org/culture/library/view.cfm?recnum=6196. Son mías las notas a pie de página y las aclaraciones entre corchetes.

[5] Nota del Traductor: se refiere a la Profesión de fe del 29 de junio de 1998 cuyo Primer Parágrafo dice: “Con fe firme, creo todo lo que se contiene en la Palabra de Dios, sea escrita o transmitida por la Tradición, que la Iglesia, ya sea por juicio solemne o por el magisterio ordinario y escrito, declara como divinamente revelado”.

[6] Nota del Traductor: se refiere al texto que dice: “Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el mandamiento divino «no matarás»” (Evangelium vitae, 61).

[7] Nota del Traductor: El Autor alude a que además del pecado de aborto deben reunirse otras condiciones que pone la Iglesia para que un fiel incurra en una pena canónica:

“1º Estar válidamente bautizado en la Iglesia católica (cf. CIC, c. 11). Además, para incurrir en las penas canónicas previstas por el Código de Derecho Canónico, el sujeto debe ser miembro de la Iglesia católica latina (cf. CIC, cn. 1). Los miembros de la Iglesia católica oriental se rigen por las normas de Código de Derecho Canónico para las Iglesias de rito oriental, que tiene algunas variantes con el latino (cf. nnº 227-230).

2º El sujeto debe tener la mayoría de edad penal, es decir, los 16 años cumplidos (cf. CIC, c. 1323 § 1). Antes de cumplir los 16 años no se es sujeto de ningún tipo de penas y es ésta una causa eximente. Tratándose de las penas latae sententiae es además causa atenuante el ser mayor de 16 años pero no haber cumplido aún los 18 años de edad, por tanto no incurre en excomunión ni entredicho latae sententiae y la pena que se le debe imponer ha de ser menor que la establecida por la norma legal o emplear una penitencia o remedio penal en su lugar (cf. CIC, c. 1324 § 1 y 4; cf. también el comentario de la B.A.C., 636-638). Téngase en cuenta que, en los pecados que, por su naturaleza, implican una «reiteración» constante del acto pecaminoso, la censura latae sententiae comienza al cumplirse los 18 años. Por ejemplo, la persona que niega una verdad de fe definida cuando tiene 15 años no queda —en ese momento— excomulgada; pero si persiste en su error hasta cumplir los 18 años, quedará excomulgada al alcanzar esa edad canónica penal ya que, interiormente, su rechazo de esa verdad está en permanente actualización.

3º Que haya imputabilidad, es decir, que haya realizado el acto con plena conciencia y voluntariedad, de modo tal que sea pecado grave.

4º Que haya transgredido externamente la ley o precepto tal como viene descrito por el Derecho y que conozca la existencia de la sanción, aunque no es necesario que conozca el nombre de la pena ni el concepto preciso, sino la existencia de una pena especial para este pecado. Basta, por ejemplo, que sepa que la Iglesia castiga de modo especialísimo este pecado.

5º Debe añadirse, además la «contumacia» (tenacidad o dureza en mantenerse en el error o en el pecado), es decir, el reo, para caer en una censura, debe haber persistido en su delito después de haber sido amonestado al menos una vez (cf. CIC, c. 1324 § 1 y 4; cf. también el comentario de la B.A.C., 636-638). En el caso de las penas latae sententiae se entiende que la amonestación se da en la publicación de la misma norma penal (o sea, por el hecho de haberse enterado de la existencia de esta pena). Por eso no incurre en una censura quien ignoraba, sin culpa, que su conducta llevaba aneja una pena eclesiástica” (Fuentes, Miguel, Revestíos de entrañas de misericordia, San Rafael [2007], n. 210, p. 109).

[8] Nota del Traductor: Si cae en el terreno de la herejía la afirmación de que el aborto no es pecado grave, con mucha mayor razón la afirmación de un derecho, pues todo derecho se funda en el bien común y en propio. No existe ningún derecho a realizar el mal moral; el mero pensamiento de un derecho a hacer un mal moral supone la aniquilación de todo derecho, pues podría legislarse (humanamente) el derecho a mentir, a robar, a asesinar (de hecho, de esto se trata precisamente), a perpetrar genocidios… En realidad, la legislación positivista ha entrado ya por estos cauces apocalípticos.

[9] Nota del Traductor: Y esto vale no solo para quien reivindica un derecho para sí mismo, sino también para quien lo exige para otros, y también para quien diga –con falsa distinción– que él no está de acuerdo con el aborto pero no puede impedir que otro ejerza su derecho. En efecto, se incurre en herejía con el mero reconocimiento de la existencia de un derecho al aborto, aunque al mismo tiempo afirme que no está de acuerdo con el hecho en sí. Es lo que ocurre actualmente con algunos que creen salvar su catolicismo con esta separación, que lo único que separa es a ellos de la fe de Cristo.

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