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El lunes 23 de setiembre de 1968, a las 2:30 de la madrugada, hundido en el sillón de su habitación y vestido con su hábito franciscano, mientras sostenía entre sus dedos la corona del rosario, Francisco Forgione, de nombre religioso Pío de Pietrelcina, inclinó la cabeza sobre el pecho y entregó su alma al Creador. A su alrededor, el superior, P. Carmelo de San Giovanni in Galdo, su ayudante el P. Pellegrino, su confesor, el P. Raffaele de S. Elia a Pianisi, y otros, lloran. El Dr. Giuseppe Gusso, presente al momento del traspaso, lo definió “el más sereno, el más dulce” que jamás viera. Ha pasado medio siglo.

Tres días antes, el viernes 20 de setiembre, sus hijos espirituales cubrieron el altar mayor de la antigua iglesia y rodearon el crucifico del coro con cincuenta rosas rojas, tras lo cual asistieron silenciosos a la Misa celebrada por el padre con especial devoción y silencio. El 30 de mayo de 1918, el P. Pío se había ofrecido como víctima por los pecadores para que acabase la guerra que azotaba gran parte de Europa. El 20 de setiembre de ese mismo año Jesús crucificado se le apareció y le dijo: “Te asocio a mi Pasión”, y lo estigmatizó. Un mes y medio más tarde, el 11 de noviembre, se firmaba el armisticio de Compiègne que daba por terminada la Primera Guerra Mundial. Las rosas rojas conmemoraban las llagas del capuchino. Eran cincuenta, una por cada año que llevaba asociado al Gran Crucificado del Calvario, pagando su cuota de dolor por los pecados de los hombres. En julio de 1968, los estigmas habían comenzado a cerrarse sin dejar signo alguno. Primero los del dorso de las manos, después, gradualmente todos los demás. Ya no los necesitaba porque el Padre Pío estaba llegando a puerto.

Han pasado cien años del momento extraordinario de su estigmatización y cincuenta de su muerte. Pero todavía estamos lejos de comprender el misterio en que Dios envolvió al P. Pío. Es demasiado grande para nuestras inteligencias. No somos capaces de comprender ninguna de las claves que nos abrirían su secreto: ni la grandeza del amor de los santos, ni la hondura oscura del pecado del hombre, ni el misterio redentor de la Cruz. Al Padre Pío solo podemos acercarnos apenas un poco. Con respeto y pidiendo luces a Dios. Porque el misterio de este sacerdote, probablemente el único sacerdote estigmatizado de la historia, tiene mucho que mostrarnos sobre nuestro propio misterio personal. Con esa intención, y según mis personales límites, ofrezco a continuación el audio de la conferencia que di sobre este tema en la ciudad de Paraná, el 18 de agosto de este año: “Pío de Pietrelcina, testigo de Cristo para nuestro tiempo“.

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