El joven campeón de Nicea. Tenía 30 años en el momento del Concilio de Nicea y solo era diácono, pero fue uno de los grandes paladines de la fe. Y no comenzó la lucha durante el Concilio, sino que ya de antes, más joven todavía, había identificado el error y sus gravísimas consecuencias y había empezado a desmontarlo. Atanasio había nacido en Egipto en torno al 295; probablemente en Alejandría. No hay más que conjeturas sobre su familia, pero sí es claro que recibió una educación esmerada, como lo evidencian sus escritos y la altura de su pensamiento. En su juventud frecuentó el trato con el patriarca de los anacoretas, san Antonio, de quien sería el gran biógrafo, sea porque viviera algún tiempo como su discípulo en el desierto, o bien, lo que parece más fundado, por pasar algunas temporadas junto a él. Cuando estalla la controversia arriana, entre 318-320, él es uno de los dos diáconos cuyas firmas figuran en la carta encíclica que el obispo san Alejandro envía a sus colegas. Y, como sabemos, fue el secretario que el anciano Alejandro llevó al concilio de Nicea, donde conquistó la admiración general, según contaba más tarde san Cirilo de Alejandría en carta a los monjes de Egipto. Pero en Nicea su misión solo estaba comenzando y todavía tendría que sufrir mucho en defensa del credo católico.
San Alejandro murió en mayo del 328. Menos de dos meses más tarde, era ordenado como obispo y sucesor el joven Atanasio, que no contaría entonces con más de 33 años. Se dice que fue designado por el mismo Alejandro moribundo, y el pueblo aclamó su decisión y lo confirmaron los obispos ortodoxos a pesar de la oposición de los partidos cismático (el meleciano) y herético (el arriano). Por supuesto, estos no ahorraron medios para dificultar la elección, incluidas las campañas calumniosas, de las que eran especialistas. Con muchas peripecias, Atanasio gobernó su extenso territorio eclesiástico por casi medio siglo y sufrió al menos cinco exilios por razón de su fe.
Tenía un enorme sentido del humor que podía llegar a ser mordaz en algunos casos, y siempre espontáneo. Su fortaleza era inquebrantable, sobre todo en los momentos difíciles que le tocó vivir, cuando fue perseguido y desterrado. Tuvo una pasión singular por la pureza del dogma católico y un olfato para el error y la herejía como muy pocos otros prelados han gozado en la historia de la Iglesia. Comenzó su labor teológica cuando casi ni siquiera tenía barba que afeitar, porque era un muchacho de 23 años —apenas diácono— cuando redactó sus obras Contra los gentiles y Oración sobre la Encarnación, que san Jerónimo parece considerar como dos partes de un solo tratado. Se entiende así que al plantearse el problema arriano, el animoso diácono tuviera mucho que ver en las condenaciones doctrinales que emanaron de la pluma del obispo Alejandro. La doctrina de Arrio estaba llena de sutilezas y transposiciones entre la filosofía y la fe. San John Henry Newman, en su obra Arrianos del siglo IV, considera que se trataba de prejuicios judíos racionalizados mediante la mezcla de ideas aristotélicas mal digeridas, a lo que otros suman también principios y métodos platónicos. Atanasio caló profunda y rápidamente la esencia de los errores y los refutó con lucidez y tenacidad. Como dijimos en las entradas anteriores, algunos le atribuyen a él el recurso al término clave del Concilio de Nicea, el homoousion, “consustancial”, aunque hay muchos argumentos para pensar que la idea fue del otro gran campeón de Nicea, Osio de Córdoba.
Aunque el Credo de Nicea dejaba las cosas claras en cuanto a la fe, las intrigas y los tejemanejes eclesiástico-cortesanos no iban a cesar por décadas y hasta siglos. Eusebio de Nicomedia, que asumió la causa filo-arriana o directamente arriana, terminó por volver a influir sobre Constantino y arrancar de él disposiciones que comprometían lo definido en Nicea. Atanasio se opuso con resolución sosteniendo que no podía haber comunión entre la Iglesia y quienes negaban la divinidad de Cristo. La lluvia de calumnias comenzó a llover sobre él, porque la calumnia es el arma predilecta del demonio, ya que ella, como hizo cantar maravillosamente Rossini a don Basilio en la muy conocida aria del El Barbero de Sevilla…
…es un vientecillo,
una brisita muy gentil,
que imperceptible, sutil,
ligeramente, suavemente,
comienza a susurrar.
[Y ] en voz baja, sibilante,
va corriendo, va corriendo,
va zumbando, va zumbando;
en las orejas de la gente
se introduce hábilmente
y las cabezas y cerebros…
hace aturdir y hace hinchar (…)
Al final se desborda y estalla,
se propaga, se redobla
y produce una explosión,
¡como un disparo de cañón! (…)
Y el infeliz calumniado,
envilecido, aplastado
bajo el azote público,
podrá considerarse afortunado
si se muere.
Creo que esto estamos dispuestos a suscribirlo todos nosotros, los que hemos nacido en esta época donde la difamación y la calumnia son el pan nuestro de cada día. Amohosado, por supuesto.
Pues el Don Basilio del siglo III, que fue el Obispo de Nicomedia, Eusebio el embrollón, logró convocar un sínodo amañado capaz de condenar al mismo campeón de la fe, quien tuvo que escaparse en bote. El episodio terminó con su primer exilio en Tréveris, hoy Alemania, que duró dos años y medio. No vamos a relatar aquí la vida de Atanasio; si alguno quiere leer un libro de aventuras que lleve su imaginación desde las arenas del desierto egipcio hasta los bosques de la brumosa Alemania, cruzando una y otra vez el Mediterráneo, no tiene más que conseguirse una buena hagiografía de este santo. Las idas y venidas de su sede al exilio —Roma, Alemania, las cuevas de los anacoretas del yermo— se fueron sucediendo hasta un total de cinco. ¡Y duraban años! Sus perseguidores fueron siempre los partidarios de aquel Eusebio ambiguo, ladino, taimado, que escaló en la jerarquía eclesiástica hasta acurrucarse junto al trono de Constantino y de algunos de sus sucesores. Los de su partido —porque terminó teniendo secuaces y epígonos— se mostraron a su altura y siguieron perturbando la vida y el gobierno del más grande obispo del siglo IV. El Papa Julio fue incondicional a Atanasio; Liberio, primero lo apoyó pero, débil de carácter y castigado él mismo con el exilio, terminó por firmar alguna fórmula ambigua y de compromiso que sirvió para hacerle nuevamente el caldo gordo al partido arriano.
Pero los exilios de Atanasio estaban en los planes de Dios, como todas las cosas, hasta la caída del último de nuestros cabellos. Y el Señor de la Historia se sirvió de ellos para que el gran campeón de la fe llevase y atornillase la fe de Nicea en los confines del mundo entonces conocido, y no solo la ortodoxia dogmática, sino los ideales espirituales monásticos de Antonio y sus monjes, cuya vida escribió, predicó y divulgó, contribuyendo a abrir camino al monaquismo en el corazón mismo de Europa. Porque el diablo hace la olla, pero nunca consigue ponerle la tapa. Esto es exclusivo de Dios. Además, los años de sosiego en el exilio, lejos del arduo trajín del gobierno, sobre todo los seis transcurridos en el desierto del Alto Egipto entre los monjes, le dieron, a Atanasio, tiempo para componer algunas de las obras más magnificas —Apología a Constancio, Apología por su Huida, Carta a los Monjes, Historia de los Arrianos— que hicieron que a sus enemigos el tiro les saliera por la culata; y eso que no se había inventado todavía la pólvora. El confesor de la fe murió pacíficamente en su propio lecho, rodeado de su clero y llorado por los fieles alejandrinos. Los siglos posteriores lo llamaron siempre titán de la fe. En cambio, de los que intentaron silenciarlo y amargarle la vida, de los que apostaron a las anfibologías y ambigüedades para desinflar la fe cristiana y sus exigencias, solo ha quedado un ligera evocación que le deben al gran obispo de Alejandría; porque de ellos solo recordamos que fueron “los peleles que odiaban a Atanasio”.
P. Miguel Ángel Fuentes, IVE
Comentarios 1
Gracias Padre Fuentes por instruirnos. Me motiva a defender siempre mi fe y a decir con más conciencia el Credo.