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Pocos días antes de ser martirizado en el año 1622, en Seewis, Suiza, San Fidel de Sigmaringen, capuchino, dejó en su último sermón lo que no dudamos en calificar su testamento, uno de los más hermosos elogios de la fe católica:

«¡Oh fe católica, qué estable y firme eres, qué bien arraigada, qué bien cimentada estás sobre roca inconmovible! El cielo y la tierra pasarán, pero tú nunca podrás pasar. El orbe entero te contradijo desde un principio, pero con tu poder triunfaste de todos.

Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe, que sometió al imperio de Cristo a los reyes más poderosos y puso a las naciones a su servicio.

¿Qué otra cosa, sino la fe, y principalmente la fe en la resurrección, hizo a los apóstoles y mártires soportar sus dificultades y sufrimientos?
¿Qué fue lo que hizo a los anacoretas despreciar los placeres y los honores y vivir en el celibato y la soledad, sino la fe viva?
¿Qué es lo que hoy lleva a los verdaderos cristianos a despreciar los placeres, resistir a la seducción y soportar rudos sufrimientos?
La fe viva, activa en la práctica del amor, es la que hace dejar los bienes presentes por la esperanza de los futuros y trocar los primeros por los segundos».

¡La fe! ¡Siempre combatida por sus enemigos, siempre amenazada por los titubeantes, siempre erosionada por los mixtureros… Siempre… victoriosa, aunque a precio de la sangre de sus verdaderos hijos!

“Señor, ¡creo, pero ayuda a mi poca fe!” (Mc 9, 24).

“Señor, aumenta nuestra fe” (Lc 17, 5).

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