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Cristo, mediador de un testamento más excelente (Hb 8,6), ha abierto también un camino nuevo, en el que la criatura humana, adhiriéndose total y directamente al Señor y preocupada solamente de él y de sus cosas (1Co 7,33-35), manifiesta de modo más claro y completo la realidad, profundamente innovadora, del Nuevo Testamento (Pablo VI, Sacerdotalis coelibatus, 20).

el celibato consagrado no puede ser estimado como una realidad puramente humana. Nace en el marco de la fe y se comprende desde ella o no se entiende de ningún modo. De ahí que haya que buscar su significado en la Revelación cristiana. En tal sentido podemos considerar que su naturaleza queda adecuadamente expresada en el texto paulino de la primera carta a los Corintios:

“Os digo, pues, hermanos: El tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer, vivan como si no la tuviesen (…) Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Esto os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo, sino mirando a lo que es mejor y os permite uniros más al Señor, libres de impedimentos” (1Co 7,29. 32-35).

Habla San Pablo del/de la ágamos (ἄγαμος), el no casado, soltero, sin casar, célibe (v. 32 y 34), y de la parthénos (παρθένος), la soltera, virgen, doncella (v. 34). No se trata de quien todavía no ha contraído matrimonio pero se encamina a tal estado, sino de quien tiene decidido vivir así. Lo deja bien en claro el Apóstol a continuación: “Si alguno estima indecoroso para su hija doncella dejar pasar la flor de la edad, y que debe casarla, haga lo que quiera; no peca; que la case. Pero el que, firme en su corazón, no necesitado, sino libre y de voluntad, determina guardar virgen a su hija, hace mejor. Quien, pues, casa su hija doncella, hace bien, y quien no la casa hace mejor” (1Co 7,36-38).

De esta persona, no casada por voluntaria decisión de darse al Señor, indica varias cosas fundamentales, cuya incomprensión por parte de algunos célibes los lleva a vivir su celibato como quien empuja un pesado carromato:

La virginidad consagrada es un estado que se ordena a una entrega total al Señor:

se preocupa solamente del Señor y de las cosas del Señor. Preocupar (merimnáo, μεριμνάω: preocupar, interesar, afanarse, tener cuidado) significa, en este contexto, una ocupación total. Resulta claro que San Pablo lo contrapone a la “ocupación dividida” del casado; por tanto, es “ocupación exclusiva”, plena, total. Equivale a lo que dice Jesús sobre su seguimiento: “Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lc 14,26; cf. 18,29).

Por eso, cuando el célibe no se entrega a Dios de modo total, no lo hace del modo que corresponde a su estado virginal; en todo caso se asemeja al modo en que el soltero se encarga de las cosas de Dios. Llamo soltero al que vive el celibato de modo accidental y circunstancial, dedicándose a las cosas del mundo y aspirando al matrimonio o teniendo proyecto de casarse en caso de que aparezca un buen partido. Una persona así, aunque no esté actualmente ligado afectivamente a nadie, tiene el corazón dispositivamente dividido.

La entrega virginal o celibataria, unifica todas las energías afectivas y espirituales de la persona:

“el no casado [célibe] se preocupa de las cosas del Señor” (v.32)[1]. Este es el efecto psicológico de la total dedicación a Jesucristo: la consagración virginal produce la unificación de las potencias. Esta unificación de los pensamientos y actos es la causa dispositiva para la unión con Cristo. Es el mismo efecto que, según Santo Tomás, produjo el Espíritu Santo en el alma de la Virgen Santísima en orden a su divina maternidad, es decir, de su consagración total a Dios Hijo, que es un equivalente del estado de consagración virginal. Dice el Aquinate: “El Espíritu Santo realizó una doble purificación en la Santísima Virgen María. Una preparatoria para la concepción de Cristo: que no consistió en purificarla de alguna culpa o inclinación al pecado, sino más bien sustraer su alma de la multitud y conducirla a la unidad”[2]. Un movimiento, pues, que va “a multitudo sustollens”, apartándola de la multiplicidad, “in unum colligens” (adunándola en una sola cosa). Esa única actividad a la que ordena las energías y facultades es la contemplación de Dios y la dedicación a las cosas divinas.

Este es el motivo por el que el célibe que no vive realmente en esa actitud de total dedicación y fijación en Dios y en las cosas de Dios, no logra la comunicación entre su corazón y el de Dios. Le falta aquello que es “lo único necesario” (Lc 10,42).

3º En consecuencia, la consagración virginal produce una doble libertad, negativa y positiva: “os permite uniros más al Señor, libres de impedimentos (v. 34).

Libertad negativa es la libertad de condicionamientos y ataduras; es el aspecto material de la libertad psicológica. La positiva es la capacidad de elegir algo con todas las fuerzas, fruto del no estar atado a nada; este es el aspecto formal de la libertad psicológica. La primera se ordena a la segunda, como explica Santo Tomás en el De perfectione vitae spiritualis:

“Es evidente que el corazón humano se dirige a algo tanto más intensamente cuanto más se separa de la multiplicidad (tanto intensius in aliquid unum fertur, quanto magis a multis revocatur). Así tanto más per­fectamente el ánimo del hombre se inclina a amar a Dios, cuanto más separa su afecto de las realidades temporales”[3].

Precisamente para esto da Jesucristo sus consejos evangélicos, como explica el mismo autor:

“Todos los consejos, por los cuales somos invitados a la perfección, se ordenan a separar el ánimo del hombre del afecto de las cosas tempora­les, de modo tal que el alma tienda a Dios más libremente (liberius), contemplándolo, amándolo y cumpliendo su voluntad”[4].

La virginidad y el celibato, como los demás consejos evangélicos, se relacionan estrechamente con la libertad cristiana: se ordenan a “que el alma tienda más libre­mente” (ut liberius mens tendat[5]), “a que el hombre se dedique más libremente a Dios” (ut homo liberius Deo vacet[6]). Notemos la significativa repetición del comparativo de superioridad “liberius”: más libremente. El celibato aumenta la libertad propia del hombre.

Por este motivo, faltaría lo formal de la vida célibe a quien no vea el celibato como un acto de libertad para amar en plenitud sino como una obligación, o, incluso, como un despojo de una necesidad afectiva. El problema no radica en las exigencias del celibato sino en la incomprensión de la naturaleza de la virginidad.

El celibato capacita para una unión inmediata con Cristo:

“os permite uniros más al Señor” (v. 34). El celibato implica una renuncia (dimissio), pero la perfección no consiste en este aspecto. El abandono y la renuncia a formar una familia no es más que perfectionis via, el camino hacia la perfección; es una condición para la perfección. La perfección consiste, en cambio, en la sequela Christi, el seguimiento de Cristo. Sin este último, la dimissio pierde la formalidad evangé­lica y se convierte o en una separación del mundo puramente fi­losófica o, incluso, en una huida del mundo por falta de sociabilidad.

Por eso Santo Tomás afirma claramente que non sufficit tantum relin­quere, “no basta simplemente dejar”, sino que es necesario seguir positivamente una vía nueva, que antes estaba impedida por los lazos a los que ahora se renuncia[7].

De ahí que la consagración virginal y celibataria, para ser auténtica y provechosa, debe ser fruto de un amor particularmente intenso por Dios. Tan intenso que debería verificarse en el célibe, psicológicamente, la necesidad de salir de sí mismo y de los propios intereses para unirse totalmente a quien ama: “Dice Dionisio en el capítulo 4 del De Divinis Nomi­nibus, que «el amor divino causa éxtasis, es decir, coloca fuera de sí; no permite que el hombre sea de sí mismo sino de aquel a quien ama». Ejemplo de esto dio el Apóstol en sí mismo diciendo en Gál 2,20: «Ya no vivo yo, sino que vive Cristo en mí»; como si no estimase suya su propia vida, sino de Cristo, ya que como despreciaba lo que le era propio, se unía to­talmente a Cristo”[8].

La aplicación va de suyo: quien no elige el celibato para dedicarse a amar e imitar a Cristo y para amar y dedicarse a Dios, solo con dificultad y de mala pena podrá llevarlo adelante. El proceso de maduración de la persona célibe pasa por hacer del celibato una expresión de la caridad hacia Cristo: soy célibe porque de esta manera expreso mi amor al Señor. Esto es “vivir la continencia como expresión de la caridad apostólica”[9]. Otros motivos para el celibato no son suficientes: “Una continencia interiormente no dominada por la caridad apostólica no tiene nada de evangélica, ni por otra parte podría ser observada por la persona consagrada, que ha abrazado el celibato para vivir y comunicar la caridad de la Iglesia de una manera más intensa y original”[10]. De todos modos, dejemos en claro que si alguien hubiera abrazado el celibato sin este amor que lo debe animar, no quedaría por ello eximido de vivirlo. En todo caso, debería rectificar su intención y poner ahora todos sus esfuerzos en enamorarse de lo que ha aceptado libre pero desamoradamente. Es lo mismo que exigimos de quien ha contraído matrimonio sin estar enamorado.

La consagración virginal se ordena a la santificación del célibe:

“La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa (…) de ser santa en el cuerpo y en el espíritu” (v. 34). “Os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen” (2Co 11,2). De esta santificación del célibe debemos decir dos cosas: primero, debe ser un empeño positivo de la persona consagrada, por eso dice el Apóstol que de eso se ocupa; en segundo lugar, que tal empeño nace de la relación esponsal entre la persona célibe y Jesucristo.

Si el celibato no va acompañado de una tensión serena pero decidida de aspirar a la santidad, no es celibato sino mera soltería; más aún, se asemeja a la castidad resentida del soltero obligado. Es lo que Bruckberger llama “castidad podrida”[11].

Cap II, Educación del celibato y la virginidad


[1] Algunas versiones, en su traducción, añaden el adverbio “sólo”. Por ejemplo, la traducción de Nacar-Colunga en el v. 34.

[2] Santo Tomás, S.Th., III, 27, 3 ad 3.

[3] Santo Tomás, De perfectione vitae spiritualis, 6, nº 569.

[4] Santo Tomás, De perfectione vitae spiritualis, 6, nº 569.

[5] Santo Tomás, De perfectione vitae spiritualis, 6, nº 569

[6] Santo Tomás, De perfectione vitae spiritualis, 8, nº 579; 10, nº 599.

[7] Cf. Santo Tomás, De perfectione vitae spiritualis, 7, nº 573.

[8] Santo Tomás, De perfectione vitae spiritualis, 10, nº 597.

[9] Congregación para la Educación Católica, Orientaciones…, n. 16.

[10] Congregación para la Educación Católica, Orientaciones…, n. 16.

[11] “Todo lo que es materialmente casto, no por ello es virtuoso: existe la castidad de las piedras, la de los corazones secos, la de los avaros de sí mismos y la de los impotentes, la de los cobardes beatos que tienen miedo al infierno. Todas esas castidades están podridas” (Bruckberger, Vida de Cristo).

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