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Los judíos que fueron tocados por las palabras que Pedro pronunció del día de Pentecostés, le preguntaron: “¿Qué tenemos que hacer?” A lo que el improvisado predicador respondió: “Convertíos y haceos bautizar en el nombre de Jesucristo, para que sean perdonados vuestros pecados. Entonces recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues, la promesa es para vosotros, para vuestros hijos e incluso para todos los extranjeros, a quienes llame el Señor nuestro Dios”. Y añade san Lucas que con otras muchas palabras los animaba y los exhortaba, diciendo: “Poneos a salvo de esta generación perversa”.

Como podemos observar, el programa de Pedro giraba sobre tres actitudes que él consideraba esenciales para la salvación.

La primera era convertirse, es decir, cambiar, dejar todo lo que haya estado mal en nuestra vida y asumir una vida nueva. Convertirse significa cambiar rumbo y dirección. Caminar en dirección opuesta a la que veníamos transitando. Vale tanto para el que está totalmente descaminado (el que vive en pecado) como el que camina torcido (el que está en la mediocridad o en la tibieza). La conversión nunca termina. No hay una sino muchas conversiones. Al menos tres decía el célebre Lallemant. Quizá ya hemos dejado el pecado grave, pero no el venial; quizá haya muchos defectos arraigados que estén esperando nuestra decisión de reformarlos. Quizá haya un estado de tibieza instalado, como ocurre muy a menudo, y que necesite una fuerte resolución de nuestra parte. Este mandato de Pedro es, en tal caso, para cada uno de nosotros.

La segunda es bautizarse en nombre de Cristo. Si lo entendemos solo del sacramento, la mayoría de nosotros ya lo ha cumplido. Pero el mandato también puede interpretase en el sentido de comenzar a vivir en serio la vida de Cristo, a lo que nos hemos comprometido (por boca de nuestros padres y padrinos) el día que nos bautizaron. Poner a Cristo como modelo. Bajo este aspecto nos queda mucho camino por recorrer, porque esculpir la perfección de Cristo en nuestra propia alma es una cuenta pendiente para todo cristiano, incluso para los santos, los cuales siempre, en esta vida, pueden hacerse más santos. Ni san Francisco, de quien se dice a menudo que fue “el que más se pareció a Cristo”, consideraba esta tarea acabada. San Pedro también habla aquí para todos nosotros.

Finalmente, huir de esta generación perversa: apartarse del mundo, es decir, de lo mundano. No se puede pretender vivir la vida de Cristo y mantener, al mismo tiempo, hábitos, amistades, costumbres… que nos siguen encadenando a este mundo. Esta es la palabra de san Pedro que más en cuenta debemos tener. Porque el mundo se nos cuela muy fácilmente, siendo, como es, un espíritu, y sabiendo disfrazarse como el mejor maestro. Se huye de él y se sale de esta generación malvada cuando nos sumergimos en la oración, cuando hacemos de la meditación de la Sagrada Escritura nuestro alimento cotidiano, cuando caminamos sostenidos únicamente por la fe, cuando luchamos día a día para no desanimarnos por lo que vemos que sucede en la Iglesia y en el mundo, cuando vivimos la caridad hasta el heroísmo y cuando no dejamos ni un solo instante de pensar en nuestra cercana muerte y deseamos el cielo como fin de nuestras luchas.

El programa de san Pedro sigue en pie para cada uno de nosotros. Debemos pedir la gracia de no ser sordos, como dice san Ignacio.

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

Pascua de Resurrección de 2023

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Comentarios 2

  1. Mirta dice:

    Gracias por los Ejercicios Ignacianos, realmente Dios me ama, y me ayude a no tener ira, rencor, malos pensamientos…en mi alma, y siembre del amor de Jesús en mi corazón y perdonar sin que quede resentimiento. Para más amarle. Bendiciones

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