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Un signo de sensatez es el temor de perder la vida. Hay quienes la arriesgan sin temor; esto se llama temeridad y es un vicio o una enfermedad. Porque se puede perder el sentido del valor de la vida por causa de vicios o porque algo no funciona bien en lo alto de la cabeza. Pero no digo esto porque quiera hablar de la temeridad natural que tiene por objeto el arriesgar la vida natural, sino porque me sirve para hablar de un problema que afecta a la mayoría de los católicos: les pasa lo mismo con la fe. Y si el tema no te dice nada, es porque el problema también te afecta a ti.

Amor y temor van juntos. Este nace de aquel. El que no teme no ama y no se puede amar sin temer. Temer perder lo que se ama. La falta de temor a perder la vida manifiesta precisamente que se la ama poco, aunque un temor exagerado también puede ser signo de otro problema del que ahora no nos ocupamos.

Del mismo modo, si se estima la fe, es decir, si se la ama, deberíamos tener un temor (sano) de perderla. Más en nuestro tiempo en que la fe está no amenazada sino amenazadísima. Nos viven cañoneando. Haríamos bien en cuidarla y temer por ella. El temor, si es sano, establece al alma en una sólida humildad y la hace andar con tiento, sin exponerse al peligro. Porque la fe es un don, y el alma haría bien en temer que Dios le retire sus dones si no los usa convenientemente.

San Juan de Ávila decía que conviene mucho mirar cómo vivimos y cómo aprovechamos de la fe que tenemos, para que no nos castigue Dios con dejarnos caer en algún error “porque la misma mala conciencia poco a poco hace cegar el entendimiento para que le busque doctrina que no contradiga a sus maldades” (Audi filia, c. 49).

La pérdida de la fe es de tal importancia y gravedad para el alma que sería peor que la dureza de la voluntad. Porque en esta última queda remedio, si permanece la fe; pero si falta la fe, entonces ya no se busca el remedio (Audi filia, c. 47).

¡Y cuántos juegan con su fe! ¡Incluso sacerdotes, religiosos y obispos! Juegan con ella cuando no la viven, cuando no rezan, cuando coquetean con las modas contrarias a la verdad cristiana, cuando se prendan por morbosa curiosidad de las supercherías, y sobre todo, cuando tragan y tragan todos los errores contra la verdad católica que día a día, hora a hora, minuto a minuto, nos meten por los cinco sentidos.

Lo que está pasando ahora en tantas partes de la Iglesia es un problema de fe. Un problema de pérdida de fe. Porque muchos que se consideran católicos no son siquiera cristianos; son paganos. No tienen fe. No tienen fe los que enseñan lo contrario al Evangelio; no tienen fe los que niegan o se burlan de algún dogma de la Iglesia; no tienen fe los que enseñan herejías desde los púlpitos o desde las cátedras. No tienen fe los que creen que la Iglesia puede cambiar su doctrina en cuestiones esenciales. No tienen fe… o se la dejaron olvidada en la plaza durante el último paseo. No cuidan su fe lo que viven en constante estado de pecado mortal, porque ya lo dijo san Pablo: “algunos, por haber rechazado el vivir con la conciencia recta, naufragaron en la fe” (1Tim 1, 18-19). ¡Vives como si no tuvieras fe y quieres que Jesucristo te conserve en la fe!

Por eso es muy sano el temor (equilibrado) de perder la fe; no sea que después de predicar a otros, nosotros seamos condenados (cf. 1Co 9,27).

 

P Miguel Ángel Fuentes, IVE

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Comentarios 1

  1. ¡Muy buen artículo, muchas gracias!

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