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Desde hace varios meses vengo recibiendo consultas y pedidos de aclaraciones en torno a la actual confusión que ronda entre católicos (y otros que, sin serlo, se interesan en el tema), sobre las disposiciones necesarias para recibir algunos sacramentos. En concreto la Eucaristía y la Absolución sacramental en la Confesión de parte de los divorciados vueltos a casar civilmente. “Que si ha cambiado, que si no; que en tal lugar le han dicho una cosa y en tal otro, otra”. Es realmente lamentable y doloroso que todo parezca ir a la deriva o quede abandonado a la libre interpretación privada, en una cuestión fundamental para la vida cristiana y para la fe (porque aquí, como en pocas otras cosas, lo que se practica implica, sí o sí, consecuencias para la fe que profesamos… y ciertas modificaciones de la praxis sacramental no pueden hacerse sin modificar la fe).

Por lo tanto, indicaré a continuación seis proposiciones que de modo absolutamente incuestionable se han enseñado siempre así, tanto por parte de acreditados autores de teología moral, como en el magisterio de la Iglesia (de modo singular en los últimos pontífices que se han expedido de modo explícito sobre estos temas, y en otros documentos emanados por la Congregación para la Doctrina de la Fe y en el Catecismo de la Iglesia Católica, así como en el Compendio del Catecismo, querido expresamente por Benedicto XVI). Finalmente añado dos consecuencias contradictorias a las que llevaría cualquier alteración de estos principios y que, en caso de sostenerse un verdadero cambio, debería explicarse cómo se sortean y de qué manera no alteran algunas de las doctrinas sustanciales de la fe católica.

I. Principios claramente enseñados por la moral y el magisterio

  1. Para recibir la Eucaristía es necesario estar en gracia de Dios, es decir, no tener conciencia de pecado mortal (cf. 1Corintios11, 27-29; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1385, 1415; Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 91).
  2. Esto implica que quien tiene conciencia de estar en pecado mortal no puede comulgar sin confesarse antes (cf. 1Corintios11, 27-29; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1385, 1415, 1457; Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 91). “Tener conciencia” no significa “sentirse pecador” o “sentirse en pecado”, sino saber que uno está en contradicción con algún mandamiento de la ley de Dios a causa de un acto libremente consentido. Puede ser que alguien sepa que está transgrediendo un mandamiento de la ley de Dios pero “no se sienta” pecador. Esto no cambia las cosas: de hecho eso es tener conciencia de estar en pecado (aunque haya cambiado su sensibilidad frente al pecado): sabe que vive en una situación que la moral católica y el magisterio de siempre califican de pecado mortal, aunque no esté de acuerdo con esa enseñanza (lo cual puede ser un problema con su formación doctrinal, o incluso con su fe).
  3. Para lograr el perdón de los pecados mortales el medio ordinario, después del bautismo, es el sacramento de la penitencia, o reconciliación, o confesión (Concilio de Trento, DH, 1542; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1446).
  4. Para poder recibir válidamente la absolución de un pecado, el pecador debe: (a) arrepentirse sinceramente de él (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1451-1454); (b) confesarlo (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1455-1458); (c) empeñarse en poner los medios a su alcance para no volver a ofender a Dios, o sea “detestar el pecado con la resolución de no volver a pecar” (Concilio de Trento, DH, 1676; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1451); (d) cumplir la penitencia impuesta por el confesor (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1460); (e) hacer las reparaciones de justicia que pudieran caber (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1459); remover en lo posible los motivos de escándalo para el prójimo… Si no se está dispuesto a poner estos medios, o, pudiendo hacerlo, no se ponen de hecho, no puede decirse que el arrepentimiento sea sincero (Código de Derecho Canónico, c. 987; Concilio de Trento: DH 1676; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1451). .
  5. Aplicado esto a quien vive en una situación permanente de pecado, como es el caso de quien vive en concubinato o adulterio, hay que decir: (a) la primera obligación es regularizar la situación casándose, si esto es posible (como ocurre con los solteros que viven como concubinos); (b) si no es posible la regularización matrimonial, deberían separarse si es posible o, al menos, comprometerse a vivir en castidad bajo el mismo techo; (c) en este último caso también están obligados a no hacer nada que pueda ser motivo de escándalo para el prójimo (lo que se denomina escándalo teológico, es decir, confusión para los demás fieles, como sería, por ejemplo, el que reciban la comunión en público prestándose a que algunos piensen que comulgan estando en pecado) (cf. Exh. Familiaris consortio, 84e; Catecismo de la Iglesia católica, n 1650).
  6. Cuando una persona no es responsable de una situación o de ciertos actos, por padecer alguna circunstancia realmente atenuante que impide la libertad de sus actos, su caso debe juzgarse según los principios morales de los actos involuntarios o carentes de la sustancial libertad, necesaria para considerar a alguien imputable de un acto. Así ocurriría si una persona no goza de la lucidez mental suficiente como para realizar un acto grave; o si ignora de manera invencible la gravedad moral de sus actos (o sea, cuando ni siquiera sospecha la gravedad de su situación); o si estuviera sometida violentamente y padeciese sin cooperación de su parte relaciones sexuales (como ocurre con las personas esclavizadas y sometidas sexualmente); o si por una perturbación psíquica padeciera temores patológicos que anulan o limitan la sustancial libertad de sus actos, etc… En estos casos no estamos ante excepciones de la ley, ni epiqueya alguna, sino que ni siquiera tenemos actos plenamente voluntarios, o sea, humanos y libres (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1735). Estamos hablando, como debería resultar claro para todos, de circunstancias que realmente impiden la realización de un acto plenamente humano. No pueden, sin embargo, considerarse circunstancias que atenúan al punto de excusar de pecado, las meras dificultades ordinarias –a veces incluso muy difíciles– que cualquier persona normal experimenta al tener que cortar una situación pecaminosa. Si así fuera, no tendríamos razón para considerar culpable de sus actos a ninguna persona viciosa, con lo cual serían injustos y desproporcionados la inmensa mayoría de los procesos judiciales, de las multas de tránsito, de los encarcelamientos, de las condenas penales, etc. Todo aquel que tuviera un vicio, o que experimentase una singular dificultad en vencer sus malas inclinaciones hacia el robo, la ira, la pereza, la lujuria, la mentira, la indiferencia, el abuso del prójimo, el subir a un autobús sin pagar billete, la avaricia, o hacer una guerra injusta… no podrían ser considerados responsables de sus actos. Y sin embargo, el sentido común nos empuja a no tener reparo en exigir que se reformen, incluso haciéndose violencia a sí mismos, los que quieren robarnos, o propasarse sexualmente con nuestras hijas, o los que siempre nos mienten, o los que están obsesionados con el poder, o los violentos, o los discriminadores… A esta obligación de esforzarse, incluso haciéndose violencia a uno mismo, se refirió Jesús con la más que gráfica expresión: “Si tu mano o tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar en la Vida [eterna] manco o cojo que, con las dos manos o los dos pies, ser arrojado en el fuego eterno” (Mt 18,8). Convengamos que Jesús no ha exigido la automutilación, pero sí el hacerse fuerza; y ha considerado que este sayo le calzaba a la mayoría de sus oyentes, presentes y futuros.

II. En consecuencia

Como corolario lógico y llevados por la ineludible necesidad racional de pensar apoyados en el principio de no contradicción según el cual una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo respecto, lo que equivale a decir que algo no puede ser al mismo tiempo y bajo el mismo respecto verdadero y falso, o, dicho de otro modo, que no pueden ser igualmente verdaderas una doctrina y su antagónica… se sigue que cualquier juicio o praxis contraria a los principios anteriormente señalados tendría que explicar cuál es el fundamento (1) bíblico, (2) magisterial y (3) teológico moral, que justifique la novedad doctrinal (porque de novedad se trataría) de sostener:

1º que puede absolverse a quien no está arrepentido sinceramente de su pecado y pretende continuar en él;

2º que puede darse el Cuerpo de Cristo a quien está en estado de pecado mortal.

Cuando digo “que justifique”, me refiero a que debería explicar: 1º cómo es que esta actitud no implica un cambio radical en la doctrina de siempre (si es que sostienen eso), puesto que a menos que apelemos a un juego sofístico, no puede negarse que hay una contradicción doctrinal clara; 2º y si se reconoce que se trata de un cambio radical (algunos no tienen empacho en defenderlo), deberían explicar cómo esto no erosiona sustancialmente la doctrina católica sacramental y moral, con sus implicaciones gravísimas para la fe, para el magisterio de la Iglesia, para la eclesiología, para la moral, y para todo, incluida la credibilidad de la Iglesia.

Para evitar llegar a este punto, veo que muchos comienzan repitiendo los principios clásicos que se asientan en la enseñanza bíblica, magisterial y teológica de toda la tradición de la Iglesia, pero luego descienden en un confuso vuelo casuístico y terminan por decir –entre expresiones nebulosas y matices que marean– que en ciertos casos se puede hacer… lo contrario de lo que aquellos sostienen…. pero que esto, en definitiva, no es lo contrario. “Esto que ven aquí es un perro, si bien no parece en nada a un perro, y si forzamos un poco el análisis filosófico, teológico, zoológico y la observación del zapatero de la esquina, todo nos dirá que de perro ni trazas, que es pescado y nada más que pescado. Pero créanme, es perro”. Del modo parecido, se nos dice que esto que proponen es lo mismo que sostienen los principios, aunque estos y aquello se parecen como el pescado al perro. Y lo tenemos que aceptar por fe (humana), porque ni se explican los fundamentos doctrinales de esta nueva teoría, ni le vemos raíces en alguna sana visión psicológica de la conducta humana. Se dice que en ciertos casos una persona puede encontrarse en una situación objetiva de pecado y no ser responsable de sus actos (lo que nadie duda), pero los ejemplos casuísticos que aducen (porque hablan pestes de la casuística pero terminan por hacer casuística y nada más que casuística) no corresponden a lo que la psicología y la moral considera razón suficiente para juzgar que alguien no es responsable de los propios actos: no estamos ante enfermos, ni ante amentes, ni ante ignorantes invencibles de su estado, ni ante personas sexualmente esclavizadas, ni ante patologías compulsivas… Estamos, simplemente, ante personas a las que quizá les cuesta mucho, muchísimo, y hasta muchisisimísimo, dejar sus malos hábitos, lo que parece nos describe a casi todos los humanos.

Los actuales intentos de establecer una nueva praxis pero afirmando que no ha cambiado nada… me hacen recordar al mito de Escila y Caribdis, monstruosas rocas a ambos lados de un obligado canal –el Estrecho de Mesina, según algunos– contra las que naufragaron hasta los más diestros marineros, Ulises incluido, ya estrellándose contra una, ya hundiéndose frente a la otra. Así veo a algunos teólogos, pastores, e incluso obispos, haciendo piruetas y gambetas para ver cómo hacen para sortear estos arrecifes morales, pero, a la postre, haciéndose pedazos o contra uno o contra el otro.

P. Miguel Ángel Fuentes, IVE

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