Introducción
Hace unos días el P. Gustavo Lombardo, IVE escribía el post “El hombre obediente…”. En donde trataba la obediencia desde el punto de vista del súbdito. Digamos que en definitiva el súbdito debe obedecer. Tal como citaba el P. Gustavo, Santo Tomás dice: “en los asuntos humanos, según el orden del derecho natural y divino, los súbditos deben obedecer a los superiores”[1].
Dicho eso –que el súbdito debe obedecer-, me parece necesario relacionar esa verdad con otras verdades que complementan aquella. Ya que puede darse un entendimiento erróneo de la obediencia, y con ello derivar en ciertos errores graves.
¿Cuáles son los errores graves a los que me refiero? Al insistir de modo unilateral en una verdad se puede dejar de ver el lugar que ocupa ella dentro del orden jerárquico de bienes en que se estructura la realidad. Lo que en este caso puntual podría traducirse más o menos así: El súbdito debe obedecer. Por tanto, obedecer es bueno. Luego, lo que me pide el superior es bueno. Se puede resumir esto con una frase utilizada y conocida: el que obedece no se equivoca.
Ese silogismo falta ser complementando con otras verdades que entran en juego: los límites de la obediencia en sí, los límites del superior; y que se debe obedecer, pero como lo que se es: un ser libre, con voluntad e inteligencia. Es decir, el ejercicio de la autoridad debe estar siempre unido a la verdad -objetivamente hablando-, y a la conciencia -subjetivamente hablando-, y es positivo detenerse en ello un momento.
Se obedece lo bueno y con límites.
En primer lugar, la afirmación que el súbdito debe obedecer así a secas puede llevar a una lectura, que en términos filosóficos se llamaría nominalista, de la obediencia. La cual se podría formular de la siguiente manera: Esto es bueno porque se manda. Cuando lo correcto es: se manda porque es bueno.
Louis Bouyer define con precisión el nominalismo en “La descomposición del catolicismo”: “El escotismo, y tras él los nominalistas, introducirán en su concepción de Dios mismo esa noción fatal de la potencia absoluta, según la cual podría Dios, con sólo quererlo, hacer que el mal fuera bien y el bien fuera mal”. Traducido a la obediencia: Dios puede mandar cualquier cosa y eso que manda es bueno. Y la realidad es que Dios manda algo porque eso es bueno o conveniente.
En el fondo, las cosas tienen esencia. Y por eso Dios no puede mandar algo malo, y por fuerza de su mandato hacerlo bueno. Porque las cosas son buenas o malas en sí, y no en virtud de la voluntad de Dios o de un superior[2].
Por ello, la obediencia tiene límites. Como cualquier virtud, para ser real debe tener contornos que la delineen dentro de lo que es bueno en sí. Explica el P. Castellani: “La definición de “obediencia” de Santo Tomás es “oblación razonable firmada por voto de sujetar la propia voluntad a otro por sujetarla a Dios y en orden a la perfección.”
Esta definición contiene claramente los límites de la obediencia porque no hay que creer que la obediencia es ilimitada. La obediencia religiosa es ciega, pero no es idiota. Es ciega y es iluminada a la vez, como la fe, que es su raíz y fuente. Sus dos límites son la recta razón y la Ley Moral”[3].
Otras fuentes en que el superior encuentra límites para ejercer su autoridad –además de la recta razón y la moral-, en el caso de un religioso obligado por voto a obedecer, es en las constituciones. Por eso, por ejemplo, en algunas congregaciones se le llama al superior la regla animada o la regla viva.
Es llamativo que exista tanta literatura para la parte más delgada del binomio súbdito / superior, en donde la conclusión es: debe obedecer, y muchísimo menos para el superior que debe ejercer la autoridad. Él -como cualquiera- tiene defectos y tendencias negativas: como el amor propio, juicio propio, etc., y que hacen que parezca razonable delimitar su campo de acción.
En Derecho, mediante la técnica jurídica, lo que se intenta frente al poder –que tiende a concentrarse- es limitarlo y crearle contrapuntos, lo cual podría ser provechoso para un ser humano que ejerce la autoridad en nombre de Dios, y que sabe de antemano que los súbditos le deben obedecer en conciencia.
El súbdito además de obedecer debe actuar como hombre: desde él.
Tan cierto como que el súbdito debe obedecer, es que al hacerlo no pierde su condición de ser humano libre y racional. Castellani lo explica así: “Esto significa simplemente que ningún hombre puede abdicar su propia conciencia moral, como nota el Angélico en De Ver. 17, 5, Ad 4m.: “Cada uno está obligado a examinar sus actos según la ciencia que ha recibido de Dios, ya sea natural, ya adquirida, ya infusa: pues todo hombre debe actuar según la razón”. ¡No podemos salvarnos al tenor de la conciencia de otro! ¡No podemos eximirnos de discriminar exactamente con nuestra razón el bien y el mal moral, uno para tomarlo y otro para lanzarlo!”[4].
Como decía San Agustín: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Nuestra salvación depende de nuestra propia conciencia, no podemos subrogársela a otro.
Además, también conviene recordar que por importante que sea la obediencia, NO es la virtud más importante, claro está. Tal como nos lo dice el Catecismo: “La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).
El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino”[5]. Por ello, Castellani dice que “La verdadera obediencia pertenece a la virtud de la religión, la primera de las morales; y por tanto sólo puede producirse en el clima teologal de la caridad. Sin caridad es informe”.
Podríamos también mirar las Bienaventuranzas, las cuales muchos entienden como el corazón del Evangelio y una descripción de la propia fisonomía de Jesús, ahí encontramos como Bienaventurados a los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que buscan la paz, los perseguidos por causa de la Justicia y los injuriados y perseguidos por la causa de Cristo[6]. La descripción no abarca precisamente a quienes obedecen ciegamente.
En definitiva, nunca debemos olvidar la frase de Chesterton “La Iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza”.
Ps. Agradezco sinceramente al P. Gustavo Lombardo –con quien somos amigos desde hace muchos años- por su paciencia de revisar y mejorar este ensayo.
Miguel Ángel Contreras C.
[1] Santo Tomás, Suma Teológica, IIª-IIae q. 104 a. 1 co. “in rebus humanis, ex ordine iuris naturalis et divini, tenentur inferiores suis superioribus obedire”.
[2] León XIII. Libertas, 5: El Doctor Angélico se ha ocupado con frecuencia de esta cuestión, y de sus exposiciones se puede concluir que la posibilidad de pecar no es una libertad, sino una esclavitud
[3] Leonardo Castellani, Carta sobre la obediencia
[4] Íbid.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, N° 1826 y 1827
[6] Mateo 5, 3 – 12
Comentarios 5
Excelente apreciación. Dios le bendiga.un abrazo en victoria con Dios.
No entiendo cómo un post sobre la obediencia religiosa es refutado por un laico. Que en cambio parece muy tocado sobre lo que es obedecer.
Muchas gracias por su comentario.
Solo 2 apreciaciones con el mayor respeto y caridad:
1° El texto busca ser un complemento, no una refutación.
2° Decir que un laico, por no hacer votos, no puede hablar de la obediencia religiosa, es tanto como decir que un sacerdote, por ser célibe, no puede hablar del matrimonio.
Que tenga buen día.
En el camino de la obediencia se nos presentan muchas visisitudes, que nuestro amado Señor nos ayude a permanecer fieles.
Excelentes los dos artículos!!