En el año 2011, tuvimos la oportunidad de realizar con un grupo de compañeros seminaristas y un sacerdote a cargo, como todos los años, misiones populares para llevar el Evangelio a las almas. Y estas misiones son parte de nuestra formación. Cuando estábamos en Ecuador, en Quito, fuimos a visitar el convento donde ocurrió la historia del Padre Almeida, un sacerdote franciscano que no vivía para nada bien su sacerdocio. La historia, en resumen, es la siguiente y nos la contó el Padre del convento que amablemente nos atendió (nuestros amigos de Ecuador la sabrán contar mejor que yo, ciertamente): el padre Almeida había caído en tal relajación que se había escapado más de una vez de su convento para ir a tocar la guitarra por la noche, para lo cual se apoyaba en un grande y hermoso crucifijo que daba a la ventana y desde allí, apoyado en el hombro de la imagen de nuestro Señor, se escapaba. Una noche el crucifijo -que tuvimos la gracia de ver y tocar- le dijo mientras salía: “¿hasta cuándo padre Almeida?” y él respondió: “hasta la vuelta Señor”, y se fue. Al regresar se encontró con un féretro por la calle, y grandísima fue su sorpresa al acercarse y ver que era su propio cuerpo el que yacía en el ataúd, ante lo cual, aterrado, regresó corriendo a su convento para nunca más continuar con su antigua y relajada vida.
El Padre del convento nos contó que esta historia fue tan conocida que inclusive quedó el dicho en el pueblo: “¿Hasta cuándo, padre Almeida?”, cada vez que alguien propone algo y no lo cumple. Pero después nos contó “la segunda parte del relato”, de la cual prácticamente no se habla: aquella en que el crucifijo que le habló al padre Almeida al escaparse del convento, habló por segunda vez, luego de toda una vida de reparación y sacrificios en que el padre Almeida había cambiado por completo, y dijo mientras era velado los frailes de la comunidad, dedicándole a él también las palabras dichas al “buen ladrón”, aquel que como él también se arrepintió: “hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”.
La santa Iglesia Católica, nuestra Iglesia, hoy nos invita a considerar seriamente esta “segunda parte” que a veces no se cuenta; la parte en que Dios nos ofrece una segunda oportunidad para cambiar en nuestras vidas lo que haya que cambiar; para arrepentirnos sinceramente de nuestros pecados, de todas las veces que ofendimos a Dios y reparar el daño que hayamos hecho.
Hoy comienza un nuevo tiempo litúrgico -la Cuaresma- que está dedicado principalmente a resaltar esta segunda parte que el mundo no quiere escuchar y que busca incansablemente callar, y que es la parte en que “el pecador arrepentido hace penitencia”; la parte en que san Pedro llora sus negaciones, la parte en que nosotros debemos ofrecer sacrificios a Dios para demostrarle que somos agradecidos de su misericordia y de la vida que nos regala para ganarnos el cielo. Esta segunda parte consiste en una “sincera y efectiva conversión”.
¿Qué es la conversión, qué significa convertirse?
Convertir significa hacer que alguien o algo se transforme en algo distinto de lo que era, es decir, en el sentido cristiano, que consiste en sufrir una verdadera transformación en nosotros mismos. Pero no es tan sólo una transformación exterior (el modo de obrar), sino un verdadero cambio en el corazón que se producirá a partir de la sincera compunción de quien sinceramente se duele de sus pecados, y que quiere, con la ayuda divina, enmendarse para caminar efectivamente hacia la santidad. Y esta conversión se fundamenta en el amor infinito y paternal de Dios que con su gracia, con su auxilio y por su sola misericordia nos invita cariñosamente a “transformarnos en modelos de su Hijo amado”. Pues Dios es celoso de almas y, por lo tanto, quiere que nuestras almas le pertenezcan amorosamente a Él. La conversión, entonces es “volvernos decididamente a Dios”. Dice Tomás de Kempis: “¡Feliz aquel que puede aligerarse de todo impedimento de distracción y concentrarse en la unión con Dios mediante la perfecta contrición! ¡Dichoso el que sacude de sí cuanto puede manchar o turbar su conciencia!”,… la conversión implica un verdadero salir de sí; de nuestros pecados, de nuestras malas inclinaciones, de nuestros vicios y malos hábitos para adquirir las virtudes que más nos asemejan a Jesucristo (ahí está nuestra salvación) ,comenzando por el dolor de nuestros pecados y una gran confianza en Dios “que nos puede convertir, si nos dejamos convertir por Él” : pero el alma debe ser dócil.
Y para la eficacia de nuestra conversión se nos proponen tres grandes medios:
– 1º) Acrecentar nuestra vida de oración: para unirnos más y seriamente a nuestro Señor Jesucristo en su pasión, que vamos a conmemorar de manera especial hacia el final de la cuaresma; ¿por qué?, porque mediante la oración entramos en intimidad con Dios para pedirle aquello que le conviene a nuestra alma, que ahora será la compunción del corazón, el dolor de nuestros pecados que tanto lo ofendieron que su propio Hijo fue el único capaz de pagar nuestras culpas con su sangre: “Acudir a Dios, con confianza…eso es la oración”.
– 2º) Dar limosna: ¿qué es la limosna?; es una cosa que se da por amor de Dios para socorrer una necesidad del prójimo. Por tanto, es manifestación explícita de la caridad que debe ser el distintivo especial de todo cristiano, de manera que se diga de nosotros “mirad cómo se aman”; mirad la caridad que se tienen por amor a Dios.
– 3º) Hacer penitencia: pero… ¿qué tipo de penitencia? La penitencia de los cristianos, de nosotros los católicos, es muy diferente a la penitencia del mundo. La penitencia del mundo es triste y resignada, la nuestra es alegre y llena de esperanza pues ofrecemos nuestros sacrificios para unirlos a los de Jesús en la cruz llevando nosotros también la nuestra, pero con su ayuda. Por eso escribe Benedicto XVI: “Ayúdame para que mi Vía crucis sea algo más que un momentáneo sentimiento de devoción. Ayúdanos a acompañarte no sólo con nobles pensamientos, sino a recorrer tu camino con el corazón, más aún, con los pasos concretos de nuestra vida cotidiana. Que nos encaminemos con todo nuestro ser por la vía de la cruz y sigamos siempre tus huellas.”
Este miércoles de ceniza es una invitación a realizar nosotros “la segunda parte de nuestra historia” , después de la ofensa. La parte en nos convertimos y ofrecemos sacrificios a Dios en agradecimiento de su amor infinito que nos sigue regalando vida para enmendarnos.
Que María santísima nos conceda la gracia de participar de esta santa Cuaresma con un corazón arrepentido y cambiado según lo exige la sangre de Jesucristo, que se entregó por nosotros a la muerte en Cruz, y que así podamos hacernos también partícipes de la promesa que Jesucristo hace a todos los que cambian de vida y se sacrifican por Él: la promesa de estar con Él en el paraíso.
P. Jason Jorquera Meneses, IVE.