Vayamos en espíritu a Cafarnaúm, donde gran una gran multitud rodea al Señor.
Un día antes el Señor había obrado un milagro portentoso: sació el hambre de cinco mil hombres con cinco panes y dos peces. “Me da compasión esta multitud, porque hace ya tres días que están conmigo, y no tienen qué comer.” (Marcos 8,2) Y para que no muriesen de hambre les hizo un milagro.
¡De qué forma tan magistral preparó Jesús psicológicamente con este milagro a la gente para que pudiese acoger el discurso que iba a pronunciar al día siguiente!
Quiso comunicar a la muchedumbre cosas inauditas y que parecerían increíbles a los hombres. “Me da compasión esta multitud”, dirá de nuevo; pero ya no se compadece de ellos porque sus cuerpos estén hambrientos, sino porque sus almas perecen de hambre en el gran desierto de la vida.
El Señor empieza su discurso con cierto aire de reproche, porque ve que el pueblo se acerca a Él buscando su propio interés material: espera de Él una nueva multiplicación de panes, el milagro del día anterior. “Vosotros me buscáis porque os he dado de comer hasta hartaros.” (San Juan 6,26)
Pero inmediatamente les anuncia una gran noticia: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el que perdura hasta la vida eterna y que os dará el Hijo del hombre.” (Juan 6,27)
La gente está intrigada; ¿a qué clase de alimento se refiere? Y Jesús les dice sin rodeos: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo… el pan que Yo daré es mi misma carne para la vida del mundo.” (Juan 6,51-52)
“¡Para la vida del mundo!” Es decir, bajo la especie de pan os daré aquel cuerpo que padecerá en el árbol de la cruz por la redención del mundo.
¿Cómo hemos de interpretar estas palabras? ¿Al pie de la letra o en sentido simbólico? ¿Hemos de entenderlas como que se está refiriendo a su enseñanza, a su doctrina? ¿Tal vez quería decir el Señor: Yo os doy mi doctrina, quien la siga alcanzará la vida eterna?
Cuán lejos estuvo de Él este pensamiento se echa de ver fácilmente por lo que sigue.
Los oyentes interpretaron sus palabras al pie de la letra —así como las interpreta la Iglesia—, y se originó una gran discusión:
“¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Juan 6,53)
Parece como si estuviésemos oyendo a los incrédulos modernos: ¿Cómo os imagináis semejante cosa? ¿Que esta pequeña Hostia sea el Cristo vivo?
El Señor observa el escándalo que ha producido con sus palabras, oye la discusión… ¿y qué hace? Si hubiese querido que sus palabras no se tomasen en sentido literal, necesariamente se habría explicado mejor: No discutáis, que no es esto lo que he querido expresar. Pero no hizo corrección alguna. Al contrario, repitió con más fuerza lo que había dicho. “En verdad, en verdad os digo, que, si no comiereis la carne del Hijo del hombre y, no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.” (Juan 6,54) Y como remate, para que no quede ni asomo de du-da, añade: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida.” (Juan 6,56)
“Sí no comiereis la carne del Hijo del hombre…” ¿Qué dice aquí el Señor? ¿Ha leído acaso a Homero o a Tolstoi?
Y Tolstoi dijo que el alma clama por Dios como pía el polluelo caído del nido llamando a su madre. Y Cristo lo corrobora y todavía va más lejos. No solamente habéis de anhelar uniros con Dios, sino que habéis de comerle. Yo he asumido carne mortal precisamente para poder serviros de alimento.
Desde que el hombre existe siente la quemazón de este deseo: unirse con Dios… pues bien, ahora se cumple este afán. “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo.” (Juan 6,51) Es un pan bueno y sabroso, lleno de delicias, que reúne de un modo prodigioso todos los sabores, conforme a la necesidad de cada cual. Quien está henchido de orgullo encuentra en él la humildad. Quien se ve atormentado por la sensualidad halla en él el amor de un corazón puro. Quien se siente afligido saborea en él la más íntima alegría. Quien está desalentado cobra nuevas fuerzas contra la tentación. ¡Oh Cristo, Tú eres el pan vivo!
La impresión producida por las palabras de Cristo fue impresionante. No era ya tan sólo el pueblo quien discutía, sino que hasta vacilaron muchos de sus discípulos. “¡Dura es esta doctrina! Y ¿quién puede escuchar-la?” (Juan 6,61) Esto dijeron, y empezaron a abandonarle.
¡Y, sin embargo, no era dura la doctrina! ¡Cuán fácilmente podrían haberla entendido! Les habría bastado con saber un poco de la naturaleza y las leyes del amor.
He ahí la ley básica del amor: estar juntos, ser uno, vivir el uno por el otro.
Estar juntos. ¡Qué cosa más triste para quienes se aman de veras: despedirse… separarse! Cualquier cosa estarían dispuestos a hacer con tal de no tenerse que separar. El hombre no puede lograr lo que tanto anhela. Pero Cristo sí pudo. He ahí que yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mateo 28,20).
Mas el amor no se contenta con la mera presencia. Quiere más: la unión. Él en mí y yo en él. Esto tampoco puede lograrlo el hombre. Pero lo puede Cristo. Por esto desaparece la materia del pan en la Santísima Eucaristía y ocupa su puesto Cristo glorificado, para poder así realizar nuestros anhelos más secretos: yo en Él y Él en mí.
¿Qué hace, pues, el que comulga? ¿Entra en una relación tan cálida con Cristo como el amigo con el amigo? No; su relación es más profunda todavía. ¿Cómo el esposo con la esposa? No; su relación es más profunda aún. ¿Cómo la madre con su hijo? No; más profunda todavía.
Esta unión llega al grado más dichoso el que uno vive por medio del otro. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gálatas, 2,20). Es decir, Cristo se convierte en el motor, el principio, el centro de mi vida. “Quien me coma, vivirá por mí” (Juan 6,58), dice el SEÑOR.
Es lo que pregonaba Nuestro Señor Jesucristo en su discurso de Cafarnaúm. Y es lo que sus oyentes no quisieron admitir, y por eso prefirieron abandonarle.
¡Cuánto le dolería al Señor! ¡Con qué tristeza los miraría alejarse Aquél que bajó a la tierra para salvarnos a todos! ¿No habría sido obvio y necesario que hubiese gritado a los que se alejaban: Volved; no es esto lo que he querido deciros; me habéis entendido mal?
No puede admitirse que en una cuestión tan importante y fundamental Cristo haya dejado en el error a sus apóstoles y por medio de ellos a millones y millones de fieles hasta la consumación de los siglos. Cristo no nos engañó nunca; y ¿lo habría hecho precisamente hablando sobre este dogma, el más importante? Si Cristo no está realmente presente en la Santísima Eucaristía, lo que nosotros hacemos en la santa misa, en la comunión, es idolatría, idolatría de la más espantosa. Y Cristo lo sabía… ¿habría consentido que nos equivocáramos sin proferir una sola palabra?
No corrige nada. No rectifica nada. Sino que se vuelve a sus más íntimos amigos, a los Doce, con estas palabras: “¿Y vosotros también queréis marcharos?” (Juan 6,68)
Como si, dijera: Sabéis cuánto os quiero; mas si vosotros tampoco creéis lo que digo, prefiero que os marchéis también vosotros; no rectifico nada de lo que os he dicho.
Dime, lector, ¿podía anunciarse el Santísimo Sacramento de un modo más decisivo y claro? ¿Era posible preparar de un modo más eficaz a los apóstoles para que cuando llegase el momento de instituir la Eucaristía no se sorprendieran ni fuesen recelosos e incrédulos?
Fuente: Eucaristía Misterio De Amor, Tihamer Toth.