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Crónica, dedicada a todos los miembros de mi familia religiosa

Cuando se planta una semilla directamente sobre la tierra, sin macetero y sin que sea en un lugar notablemente especial, ésta pasa desapercibida mientras no comience a dar brotes. Tal vez más de alguno siga de largo sin enterarse siquiera que bajo la tierra que ha pisado se esconde en potencia un gran árbol, o tal vez uno pequeño, o una hortaliza, da igual; el hecho es que por más desapercibida que pase la semilla ésta está allí, escondiendo algo mucho más grande que ella misma y que se dejará ver a su tiempo correspondiente. Y algo así pasa también en tierra de misión: cuántas veces detrás del sermón del sacerdote se esconde un tiempo de preparación mucho más extenso del que dura la misma prédica; o cuántas veces detrás de una dirección espiritual o cualquier otra atención espiritual se esconde una “heroica reacomodación de horarios” para el misionero que hace lo posible por darle ese tiempo a una persona, a un alma que lo necesita; o cuántas veces detrás de esa religiosa que recibe la visita de un grupo al hogar de niños en que sirve a Cristo en el prójimo se encuentran una serie de otras actividades que espera poder cumplir en cuanto se ocupe de esta nueva obra de misericordia. Así también detrás de la oración vespertina de un contemplativo se esconden, a menudo, las horas en que sus manos devotas que ahora rezan juntas se encontraban sosteniendo una pala, sacando malezas o acarreando piedras.

En síntesis, siempre hay realidades que se ocultan a los ojos de los demás pero jamás a los de Dios, incentivo primero y esencial de toda la existencia del consagrado que desea serle grato por medio de sus obras, también y especialmente de aquellas que no se ven, porque sobre éstas reposa siempre la paternal mirada de su Creador, el mismo que lo ha llamado replicar la vida de su amado Hijo, que pasó haciendo el bien y cuyas obras siempre le fueron agradables, tratando también el de la vida consagrada de hacerlas cada vez lo mejor posible.

Hay mucho que no se ve y que a la vez -me atrevería a decir-, conviene muchas veces que así permanezca, pues a menos que la caridad, la justicia o la pastoral lo exijan, las obras del misionero que pasan desapercibidas le dejarán siempre la satisfacción sobrenatural de que son hechas puramente para Dios, para que sólo Él las vea y se complazca en su servidor: horas delante del sagrario, horas de trabajo pesaroso, horas de estudio de una lengua totalmente desconocida; súplicas, cansancios, vigilias, caminatas; y que el frío y que el calor; incomprensiones y frialdades, etc.; todo aquello que ha precedido o acompaña la labor de la misión, que también trae sus consuelos -ciertamente-, pero que jamás será fecunda como Dios lo quiere si no se riega la semilla del Evangelio con las cruces del alma consagrada, entregada a trabajar intensamente por la mies.

Pues bien, después de esta breve pincelada, quería referirme también a “lo que no se ve”, pero en un aspecto diferente, más profundo, que es el del alma del consagrado: las cruces del corazón, el trabajo espiritual, la propia pequeñez; eso que se oculta y que se queda solamente entre el alma y Dios, entre el dirigido y su director espiritual y nadie más; y con lo cual deberá luchar sin bajar jamás los brazos si desea no tan sólo ser bueno, sino en verdad ser santo: la propia naturaleza.

Una vez una persona me decía: “para usted los problemas son fáciles, porque tiene a Dios de su lado, no sabe lo que es sufrir”, ante lo cual lo primero que pensé fue “si supiera…”, pero no porque me crea una víctima ni porque pretenda poseer cruces más grandes que las de los demás, claro que no; sino porque me hizo pensar nuevamente en este tema que hablaba en más de una ocasión con un amigo: las cruces del misionero, pero las más internas, las que creo que han de ser comunes a todos los que, si bien le entregamos la vida a Dios y nos dedicamos a servirlo, aun nos falta mucho por hacer, por crecer, por entregar, por sufrir, por conquistar; y que son esas cruces que justamente por tener una especial conciencia del pecado y la necesidad de la salvación de las almas por las cuales trabajamos, nos golpean de una manera también del todo especial, y a veces más dolorosa de lo que los demás puedan llegar a comprender; es decir, ¿qué misionero no sufre si alguien de su familia no asiste a la santa Misa, ni se confiesa, ni se preocupa por llevar una verdadera vida espiritual?, o sea, tratamos de enseñar a amar la santa Misa y los sacramentos, y rezamos y hacemos penitencia por ello, y tal vez alguno de nuestros seres más cercanos no se acercan a este divino banquete; o ¿qué consagrado no ha visto pasar indiferentes sus palabras o mensajes o lo que sea respecto a la necesidad de conquistar el Cielo, porque no tenemos más que una sola alma por salvar?; ¿cuánto perciben algunos corazones el dolor del religioso o la religiosa que a veces son testigos del pecado grave sin poder hacer nada más que rezar?, con lo cual no estoy diciendo que la oración no sea importante, todo lo contrario, pues mediante ella le confiamos a Dios y suplicamos por las almas que ha puesto en nuestro camino; sino que me refiero a esa “dolorosa espera”, hasta que el fruto madure y que quizás jamás veamos en esta vida; o incluso en esos dolores más pequeños que son fruto del celo apostólico, como no tener más tiempo, no llegar a tantas almas como se quisiera, no ser más virtuosos para poder “arrastrar” a las almas a Dios como lo hacen los santos; la falta de virtudes profundas y magnánimas y los defectos personales, etc. Pues bien, el misionero también sufre y sufre más, es parte de su oficio, porque si se consagró a Dios es porque puso sus manos en el arado y no desea mirar atrás, y porque le dijo a Jesucristo que sí, que va a cargar con su cruz y que irá en pos de Él, porque como escribía Lope de Vega:

Sin cruz no hay gloria ninguna,

ni con cruz eterno llanto,

santidad y cruz es una,

no hay cruz que no tenga santo,

ni santo sin cruz alguna.

Y a partir de aquí la respuesta que debe dar todo consagrado a la cruz, la cruz de Cristo y las cruces que le permita llevar: la alegría, el gozo sobrenatural de saber que cada una de ellas es un regalo del Cielo, por difícil que parezca, por pesada que sea, por tortuosa que se nos haga, porque no hay cruz que no valga la pena si la aceptamos por amor a Dios y fidelidad a nuestra vocación, especialmente aquellas más escondidas,  ya que en “lo que no se ve” se encuentra la dicha más íntima entre el misionero y Dios, a quien le ofrece en lo secreto lo que sólo Él conoce y se lo ha dado para ofrecer: allí, en lo oculto del esfuerzo por desarraigar sus defectos, en la oscuridad de los fracasos que se convirtieron en motivación, en la confianza de que sus súplicas son todas escuchadas, en cada gota de sudor con que riega la árida tierra de la indiferencia, y especialmente en sus ratos a solas con Aquel que lo amó primero y le ha convidado a vivir su mismo estilo de vida por medio de los votos y un carisma particular… no olvidemos que a veces las bendiciones vienen en forma de cruz, y debemos pedir a Dios la gracia de reconocerlas.

Que nuestra tierna Madre del Cielo nos alcance la gracia de aprender a sufrir, con mirada siempre sobrenatural y ofreciendo cada día más obras por el Reino de los Cielos, especialmente aquellas que entran dentro del ámbito de lo que no se ve.

¡Recemos por las vocaciones a la vida consagrada!

P. Jason Jorquera, monje IVE

Monasterio Sagrada Familia,  Séforis, Tierra Santa.

 

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