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Reflexión del Jueves Santo

A menudo, según nuestro lenguaje, atribuimos acciones propiamente humanas a las creaturas más variadas y diversas del hombre para dar una mayor comprensión –al menos retórica- de alguna particularidad que de ellas queramos resaltar.

Es así que decimos, por ejemplo, que tal día nos sonríe, que el ocaso vive muriendo, que las estrellas bailan o que la brisa acaricia el prado.

De esta misma manera podríamos decir que una noche parece estar callada cuando lo demás pareciera haber desaparecido junto con la oscuridad de las tardías horas. O simplemente cuando no percibimos más que nuestro respirar al cerrar los ojos para entregarnos al letargo.

Sí, decimos de muchas noches que están calladas, y, sin embargo, sólo de una podemos decir que “guardó silencio”. Y ésa es esta noche.

Esta noche nosotros los creyentes, junto con toda la santa Iglesia, guardamos silencio, porque hoy es Jueves Santo y nuestras plegarias más bien se deben “acallar” –entiéndase del querer oír a Dios- para dejar al alma contemplar. Así introducirse, cuanto le fuere posible, en el silencioso misterio del herido corazón del Hijo de Dios.

Esta noche hay que guardar silencio porque Jesucristo, el Varón de dolores[1] que carga nuestros pecados[2] y se ciñe nuestras penas, ha dicho con la más transparente y pura verdad que su alma está triste hasta la muerte[3],  y apenas dijo esto la noche guardó silencio.

     Cuando Dios quiere hablar al alma y comunicarse con ella suele hacerlo en el silencio, y es allí donde la invita al exclusivo e íntimo encuentro con Él, como enseña el profeta (Os 2,16), y ese silencio es oración.

Pero la noche del Jueves Santo es diferente; en ella no es tan sólo Dios que le habla al hombre al corazón, sino que es especialmente el corazón del mismo Dios, en la persona del Hijo, quien habla al alma al modo humano y de la manera más “sencillamente íntima”.

Invita a los creyentes que lo acompañamos bajo el regazo de esta noche santa a adentrarnos desde ya –anticipándonos a la lanzada de Longinos- en este herido corazón del Verbo encarnado. Este Corazón deja escapar de sí, como la gota en la punta de la hoja que se formó con el rocío, una especie de gemido amoroso que pronunciado por sus purísimos labios se tradujo en un “triste está mi alma hasta la muerte”

Y estas palabras son la impronta humano-divina del Jueves Santo. Del jueves con nombre, en que habló a los hombres el corazón de Jesús queriendo ser escuchado y esperando una respuesta de nuestra parte.

Y como el corazón de Jesús posee latidos divinos, pocas palabras necesita para decirnos mucho. Y de esta manera nos dice en qué consiste la perfección de toda una vida en unas pocas bienaventuranzas[4].

Así también es capaz de suplir todo el proceso judicial de un reo arrepentido por un paternal “yo tampoco te condeno”[5]. O la esencialidad e implicancias de la vocación apostólica con un sucinto “sígueme”[6].

Así como también puede resumir toda la salvífica doctrina de la misericordia en un sencillo “amaos los unos a los otros”[7].

Y si triste está su alma hasta la muerte, mucho es lo que nos quiere decir acerca de su amor empecinado en dar cumplimiento a la redención…; ya sólo le queda a su bendito cuerpo caminar hacia el calvario que ya comenzó a recorrer su alma, pues ya están presentes en ella la cruz con sus clavos y la corona de espinas, empapadas no aún con sangre sino con el amor extremista del Cordero de Dios por nosotros.

El corazón de Cristo 

En Jueves Santo, por esta razón, toda la liturgia se asocia al Corazón de Cristo e invita a guardar silencio y contemplar este “extremismo” del amor del divino Corazón que sufre.

Y decimos “extremismo” porque Jesucristo, si bien es el medio perfecto entre dos extremos (Divino-humano), los plenifica de tal manera que ambos no quitan absolutamente nada a su perfección, al contrario, paradójicamente nos la revelan siempre, aun alternando libremente cuando quieren.

Es por esto que el Hijo de Dios no tuvo inconveniente en manifestar tanto su gloria en el Tabor[8] –extremo divino- cuanto decir ahora su tristeza mortal en el Huerto de los olivos –extremo humano-; que no se engañe nadie entonces viendo en esto debilidad de alma, que no se admite esto en el Varón de dolores[9], sino que triste está porque sabe de la ingratitud de tantas almas, mas no se arredra ante este dolor terrible, porque más grande aún es su extremista amor que sabe bien que de este cáliz que le ofrece el Padre[10] alcanzarán la eterna salvación innumerables hijos nacidos para la gloria de la eternidad. Pero hay que pasar por el Calvario.

     Así debemos vivir nosotros el Jueves Santo, en silencio, porque la noche guarda silencio para que sólo escuchemos al corazón de Cristo que nos habla.

Y así, en cada monumento que hoy se erige en nuestras iglesias para velar con Jesucristo, Él espera nuestra compañía y nuestro silencio; espera que nuestras almas se prosternen llenas de fe delante de su humanidad que gime de dolor de muerte, pero que esconde los divinos suspiros del Amor que reclama la correspondencia de nuestros corazones.

Guardemos, pues, silencio con la noche, y contemplemos y adoremos a nuestro Señor que arrostra por nosotros esta tristeza de muerte…, muerte que, como en el grano de trigo, dará fruto abundante[11] –y en este caso desbordante-, pero que sólo se puede comprender a la luz de la fe, que es la única capaz de romper estas tinieblas: “callen hombres, callen las criaturas… Callemos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor humilde, del Amor paciente, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús…”[12]

     En Jueves Santo, vigilia eucarística y conmemoración sacerdotal, nos habla el corazón de Dios. Velemos, pues, y no nos durmamos como los apóstoles[13], más bien aguardemos con Aquel que vela siempre por nosotros su entrada triunfal en la celeste bóveda, y su manifestación gloriosa a todas aquellas almas que se dejaron cautivar por este amante corazón que nos habló especialmente hoy, desde el silencio .

Jason Jorquera M.


[1] Cfr. Is 53, 3

[2] Cfr. Mt 8,17

[3] Mt 26,38; Mc 14,34

[4] Cfr. Mt 5, 1-12

[5] Jn 8,11

[6] Cfr. Mt 9,9

[7] Cfr.  Jn 13,34; 35; 15,12; 1Pe 1,22; etc.

[8] Cfr. Mt 17,2

[9] Cfr. Is 53,3

[10] Crf. Lc 22,42

[11] Cfr. Jn 12,24

[12] San Rafael Arnaiz

[13] Cfr, Mt 26,40

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