Existe un modelo incomparable en quien la tradición cristiana siempre gustó contemplar el ideal de toda alma que se acerca a Dios en la eucaristía: es la Virgen de la Encarnación cuya vida fue una continua unión al misterio de Cristo.
En Ella ningún rastro de mancha, ninguna sombra de mal: es Inmaculada. Todo es pureza en su ser virgen y su poder de amar ha permanecido intacto para Cristo. El Verbo, que viene a habitar en Ella al punto de hacerse el Hijo de su carne, podrá invadir sin resistencia un cuerpo y un alma enteramente consagrados al servicio de Dios y de la redención. Nada en María obstaculizará la acción divinizadora de Dios que vive en Ella y que anhela desenvolverse. Durante nueve meses esta presencia real, física, del Hijo de Dios en el seno de María opera en él de un modo suprasacramental las más grandes maravillas de gracia. Los efectos ordinarios de la Eucaristía son aquí infinitamente sobrepujados. El primer contacto del Verbo con la Virgen de la Encarnación crea en Ella una maternidad divina, que introduce todo el misterio de María en el secreto más íntimo de la vida trinitaria hasta darle como Hijo al propio Hijo del Eterno.
Este privilegio inicial, principio de todas las grandezas de María, va acompañado del cortejo de todas las gracias necesarias a la Virgen de la Encarnación, para ser una digna Madre de Dios y de los hombres. Esta presencia filial del Verbo adquiere de inmediato una influencia dominante sobre todo el misterio de su vida. María conviértese en primera beneficiaria del trastrocamiento universal, realizado por la presencia del Verbo en nuestra tierra de la encarnación. Transfórmase todo su ser por ella. El Dios del pesebre y de la Eucaristía, que conserva a los hombres en la pureza, lejos de violar la integridad de su Madre, la consagra definitivamente y, en adelante, a través de las generaciones, la Madre de Jesús conservará preferentemente su hermoso título de “Virgen”. La muerte respetará el cuerpo inmaculado de la que es Madre del Verbo: después de una pronta resurrección, todo su ser transfigurado conocerá una gloriosa asunción.
La sangre hecha suya por el Verbo en su ser virginal hará de Ella la obra maestra de la redención. ¿Y qué decir de la comunión de las almas que se estableció a partir de la Encarnación entre la Madre y el Hijo? La Trinidad los ha asociado en la misma tarea de salvación: al lado del nuevo Adán, Dios ha colocado una nueva Eva, cuya acción corredentora y maternal se extenderá en todo el cuerpo místico tan lejos como el poder mismo de Cristo. ¿Cómo Dios Padre, al darle como Hijo a su propio Hijo, no le habría dado todo? El Espíritu Santo, al realizar en Ella el más grande de los milagros, la colmó con la plenitud de sus dones. ¿Quién osaría poner límite a la omnipotente liberalidad del Verbo, fuente creadora de todas las gracias que habita en Ella como Hijo?
El resto de la vida de María no fue sino una prolongada comunión con todo el misterio de Cristo. La Virgen de la Encarnación, asociada una vez para siempre a la obra redentora del Verbo hecho carne, le permanece íntimamente unida en el cumplimiento de los misterios de nuestra salvación. Belén, Nazaret, la vida pública y el Calvario pasarán en su propia vida, encontrándola cada vez más identificada con los sentimientos del alma de Cristo.
La partida de Jesús para el cielo, privándola de golpe de la presencia visible no sólo de la divinidad sino también de la humanidad de su Hijo, lejos de aminorar su unión con Cristo, no hizo sino que fuera más divinamente pura. Fue entonces el triunfo de la fe en el alma de la Virgen de la encarnación y la entrada de la Eucaristía en su vida, que le comunicaba al mismo Hijo, al mismo Dios. Con los primeros cristianos “la Madre de Jesús perseveraba en la oración” (Hechos, I, 14) y en “la fracción del pan”, comulgando en medio de los fieles con el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de su propio Hijo.
Al proporcionarle el cuerpo y la sangre de Jesús, la comunión eucarística le renovaba todos los gozos de la encarnación, mas le recordaba también la inmolación dolorosa del Calvario. Ella comulgaba con una “hostia”. La sangre redentora contenida en el cáliz y tomada de su propia sangre, ¿acaso no la había ofrecido Ella a la Trinidad al pie de la cruz? María reconocía en el Cristo de la misa y de sus comuniones eucarísticas al Cristo de todos los misterios de la redención. ¿Qué mirada humana osaría medir la profundidad de la intimidad en que el alma de la Madre y la del Hijo se volvían a encontrar en la Eucaristía? En cada uno de sus misterios, el alma de la Madre de Dios había progresado en mérito y en santidad. Ya la primera gracia sobrepujaba en plenitud a la suma de todas las gracias de todos los ángeles y de todos los santos juntos. La maternidad divina había venido a elevar a la Virgen de la encarnación hasta los confines de la divinidad, en el interior del orden hipostático, que toca sustancialmente por la persona del Hijo, el término más secreto de la vida íntima de la Trinidad. El Calvario había ensanchado esta inmensidad de vida divina en su alma hasta las dimensiones sin límites de la redención de todos los hombres en Cristo.
Ahora la vida espiritual de la Madre de Dios iba a tocar su punto culminante. En el atardecer de su vida, su caridad totalmente divina alcanzaba tanta intensidad y tanta pureza de amor, que resulta imposible para una creatura concebirla, mucho más aún expresarla. Lo que podemos adivinar del misterio de su unión con Dios, sume nuestras inteligencias en el estupor. Cada una de sus comuniones le comunicaba una plenitud de gracia sin parangón, de la cual ninguna otra santidad nos puede dar idea. Será siempre menester mirar del lado de Cristo para comprender a su Madre. Su fe iluminada por los dones del Espíritu Santo entreveía ya las radiantes claridades de la vida beatífica, su esperanza le proporcionaba la certeza de que daba a luz para la vida divina todo un mundo espiritual vasto como la redención, su amor sobre todo, su incomparable amor, terminaba de conducirla a la cumbre más alta de la unión transformante a la que pueda llegar una criatura después de Cristo. Uniendo al sacrificio eucarístico su vida de amor, de expiación, de adoración, de ruego y acción de gracias, la Madre de Dios sostenía con sus méritos, su poder de reparación y de intercesión, a los discípulos de Jesús en sus trabajos apostólicos, a los mártires en sus sufrimientos, a la Iglesia entera en sus combates por Cristo.
Si la Iglesia naciente desplegó su fuerza conquistadora de una manera tan irresistible y se mantuvo en la fidelidad a Dios a pesar de las horas terribles de las primeras persecuciones, lo debió a la plegaria y a la acción silenciosa de la Corredentora del mundo, bebiendo Ella misma toda su fortaleza en esta presencia real y perpetuamente operante de Cristo en medio de los suyos. Mezclada a la muchedumbre de los fieles, que se habían hecho hijos suyos todos, mientras la Madre de Jesús acercaba sus labios al cuerpo y a la sangre de su Hijo, su alma se identificaba con todos los sentimientos del Verbo encarnado, elevando a la Iglesia por Él y en Él hasta la consumación en la unidad de la Trinidad.