La Eucaristía es el origen de toda forma de santidad, y todos nosotros estamos llamados a la plenitud de vida en el Espíritu Santo. ¡Cuántos santos han hecho auténtica la propia vida gracias a su piedad eucarística! Desde san Ignacio de Antioquía a san Agustín, de san Antonio Abad a San Benito, de san Francisco de Asís a santo Tomás de Aquino, de santa Clara de Asís a santa Catalina de Siena, de san Pascual Bailón a san Pedro Julián Eymard, de san Alfonso María de Ligorio al beato Carlos de Foucauld, de san Juan María Vianney a santa Teresa de Lisieux, de san Pío de Pietrelcina a la beata Teresa de Calcuta, del beato Piergiorgio Frassati al beato Iván Mertz, sólo por citar algunos de los numerosos nombres. La santidad ha tenido siempre su centro en el sacramento de la Eucaristía.
Por eso es necesario que en la Iglesia se crea realmente, se celebre con devoción y se viva intensamente este santo Misterio. El don de sí mismo que Jesús hace en el sacramente memorial de su pasión, nos asegura que el culmen de nuestra vida está en la participación en la vida trinitaria, que en él se nos ofrece de manera definitiva y eficaz. La celebración y adoración de la Eucaristía nos permiten acercarnos al amor de Dios y adherirnos personalmente a él hasta unirnos con el Señor amado. El ofrecimiento de nuestra vida, la comunión con toda la comunidad de los creyentes y la solidaridad con cada hombre, son aspectos imprescindibles de la logiké latreía, del culto espiritual, santo y agradable a Dios (cf.Rm.12,1), en el que toda nuestra realidad humana concreta se transforma para su gloria. Invito, pues, a todos los pastores a poner la máxima atención en la promoción de una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística. Que los presbíteros, los diáconos y todos los que desempeñan un ministerio eucarístico, reciban siempre de estos mismos servicios, realizados con esmero y preparación constante, fuerza y estímulo para el propio camino personal y comunitario de santificación. Exhorto a todos los laicos, en particular a las familias, a encontrar continuamente en el Sacramento del amor de Cristo la fuerza para transformar la propia vida en un signo auténtico de la presencia del Señor resucitado. Pido a todos los consagrados y consagradas que manifiesten con su propia vida eucarística el esplendor y la belleza de pertenecer totalmente al Señor.
A principios del s. IV, el culto cristiano estaba todavía prohibido por las autoridades imperiales. Algunos cristianos del Norte de África, que se sentían en la obligación de celebrar el día del Señor, desafiaron la prohibición. Fueron martirizados mientras declaraban que no les era posible vivir sin la Eucaristía, alimento del Señor: sine dominico non possumus. Que estos mártires de Abitinia, junto con muchos santos y beatos que han hecho de la Eucaristía el centro de su vida, intercedan por nosotros y nos enseñen la fidelidad al encuentro con Cristo resucitado. Nosotros tampoco podemos vivir sin participar en el Sacramento de nuestra salvación y deseamos ser iuxta dominicam viventes, es decir, llevar a la vida lo que celebramos en el día del Señor. En efecto, este es el día de nuestra liberación definitiva. ¿Qué tiene de extraño que deseemos vivir cada día según la novedad introducida por Cristo con el misterio de la Eucaristía?
Que María Santísima, Virgen inmaculada, arca de la nueva y eterna alianza, nos acompañe en este camino al encuentro del Señor que viene. En Ella encontramos la esencia de la Iglesia realizada del modo más perfecto. La Iglesia ve en María, “Mujer eucarística” como la ha llamado el Siervo de Dios Juan Pablo II, su icono más logrado, y la contempla como modelo insustituible de vida eucarística. Por eso, en presencia del “verum Corpus natum de Maria Virgine” sobre el altar, el sacerdote, en nombre de la asamblea litúrgica, afirma con las palabras del canon: “Veneramos la memoria, ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor”. Su santo nombre se invoca y venera también en los cánones de las tradiciones cristianas orientales. Los fieles, por su parte, “encomiendan a María, Madre de la Iglesia, su vida y su trabajo. Esforzándose por tener los mismos sentimientos de María, ayudan a toda la comunidad a vivir como ofrenda viva, agradable al Padre”. Ella es la Tota pulchra, Toda hermosa, ya que en Ella brilla el resplandor de la gloria de Dios. La belleza de la liturgia celestial, que debe reflejarse también en nuestras asambleas, tiene un fiel espejo en Ella. De Ella hemos de aprender a convertirnos en personas eucarísticas y eclesiales para poder presentarnos también nosotros, según la expresión de san Pablo, “inmaculados” ante el Señor, tal como Él nos ha querido desde el principio (cf.Col 1,21; Ef 1,4).
Que el Espíritu Santo, por intercesión de la Santísima Virgen María, encienda en nosotros el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35), y renueve en nuestra vida el asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico, signo eficaz de la belleza infinita propia del misterio santo de Dios. Aquellos discípulos se levantaron y volvieron de prisa a Jerusalén para compartir la alegría con los hermanos y hermanas en la fe. En efecto, la verdadera alegría está en reconocer que el Señor se queda entre nosotros, compañero fiel de nuestro camino. La Eucaristía nos hace descubrir que Cristo muerto y resucitado, se hace contemporáneo nuestro en el misterio de la Iglesia, su Cuerpo. Hemos sido hechos testigos de este misterio de amor. Deseemos ir llenos de alegría y admiración al encuentro de la santa Eucaristía, para experimentar y anunciar a los demás la verdad de la palabra con la que Jesús se despidió de sus discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta al fin del mundo” (Mt 28,20).
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El es nuestra fortaleza en el proceso de conversión diaria, sin El nosotros no podemos avanzar hacia nuestro objetivo que es amar, servirle, reverenciarle en el quehacer cotidiano .
Soy adulto mayor (77) hermano y único cuidador, no profesional, de mi hermana (74) que padece simultáneamente de: Alzheimer, Parkinson y Epilepsia.
El cuidado, a mi hermana hace 6 años, considero es utilizar el tiempo que me resta de vida, al total y estricto cumplimiento de la voluntad de Dios porque, simultáneamente, aporto lo necesario y suficiente para que mi hermana tenga una vida mas tranquila para que al final, pueda pasar feliz y santamente de este vida temporal a la eterna y yo también; después de cumplida mi misión, a cabalidad.
Muchísimo me ha llamado la atención, como, en nuestro caso particular. Cada viernes, de nuestra parroquia, en la casa nos visitan para recibir, mi hermana y yo, la Sagrada comunión que considero es necesaria pero no suficiente para los enfermos, que no pueden asistir, por sus propios medios a la Iglesia para recibir la sagrada comunión y/o asistir a la Santa Misa.
La comunión, cada ocho (8) días de un enfermo, considero es muy poco apoyo espiritual. Sencillamente porque el cuidado, espiritual, de un enfermo adulto mayor como mi hermana. No puede limitarse, creo yo, a solamente garantizarle: su cuidado personal, alimentación, medicamentos, citas médicas de control… que nada le garantizan el exitoso paso de su vida temporal para dar inicio a su vida eterna. Para lo cual es inevitable que, a través de la Eucaristía todos los adultos mayores, católicos que padecen enfermedades incurables. Tengan una sólida y muy amorosa formación en la Santidad adquirida a través de la Eucaristía.
Yo me pregunto: Cómo es posible que MUCHOS ADULTOS MAYORES que en su temprana edad lucharon para proyectar y forjar el futuro de: sus hijos, hermanos o familiares que no tenían posibilidades económicas para salir adelante en la vida. Al, estos adultos mayores, encontrase en su vejez, muy enfermos. Solamente, reciben a veces, una muy corta llamada telefónica, de quienes ellos cuidaron durante su niñez y juventud, preguntándole: ¿Cómo estás? Espero te mejores. Adiós. ¿Qué horror?
Autor: Oscar Ortiz Estrada.
7/03/2023