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«Señor, tú tienes palabras de vida eterna,

 nosotros creemos» (Jn 6, 68-69).

1.– En el canon de la Misa se llama a la Eucaristía «Misterio de fe», pues, en efecto, sólo la fe puede hacer reconocer a Dios presente bajo las sagradas especies. Aquí los sentidos no sirven para nada, antes la vista, el tacto, el gusto inducen a engaño, al no advertir más que un poco de pan y de vino. Pero es la palabra del Hijo de Dios, la palabra de Cristo la que ha declarado: «Esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre», y bajo esta palabra el cristiano cree seguro: «Creo todo lo que dijo el Hijo de Dios; nada más verdadero que esta Palabra de verdad» (Adoro te devote). «Por lo tanto –enseña Pablo VI– nuestro Salvador está presente en su humanidad no sólo a la derecha del Padre, según su modo de existir natural, sino también en el sacramento de la Eucaristía según un modo de existir que, si es inexpresable para nosotros en palabras, sin embargo con la mente ilustrada por la fe, podemos entender y debemos firmísimamente creer que es posible para Dios» (Mysterium fidei, 23).

Muchos creen en la Eucaristía y no tienen dudas que oponer, pero su fe es lánguida. La costumbre debilita las impresiones y así acaece que hasta las cosas más santas dejan indiferentes a los que las consideran de modo superficial. Aun frecuentando la iglesia y habitando tal vez bajo el mismo techo que Jesús sacramentado, no es difícil permanecer un tanto fríos e insensibles. Se cree en la presencia real de Jesús, pero no se advierte la grandeza de esta inefable realidad; falta la fe viva y concreta que tenían los santos, los cuales caían en adoración delante del Sacramento. A juzgar por la actitud de la mayoría de los cristianos delante de la Eucaristía, se debería decir que son «hombres de poca fe» (Mt 8, 26). Tal vez todos merecemos un tanto ese reproche de Jesús. Hay que pedir una fe más viva; hay que repetir con humildad y confianza la hermosa oración de los Apóstoles: «Auméntanos la fe» (Lc 17, 5).

2.– Cuando anunció Jesús la Eucaristía, «muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6, 66). Pedro, en cambio, en nombre de los Apóstoles dio este hermoso testimonio de fe: «Señor…, tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (ib 68-69). La fe en la Eucaristía es la piedra de toque de los verdaderos seguidores de Jesús y cuanto más intensa es, tanto más íntima y profunda amistad con Cristo revela. Quien, como Pedro, cree firmemente en él, cree y acepta todas sus palabras y todos sus misterios: desde la Encarnación hasta la Eucaristía. La fe es ante todo un don de Dios. Precisamente en el discurso en que Cristo prometió la Eucaristía afirma este principio, declarando a los judíos incrédulos que nadie puede ir a él y por lo tanto creer en él, «si el Padre… no le atrae» (ib 44). Para tener una fe viva y profunda en la Eucaristía –como en cualquier otro misterio– se precisa esta «atracción» interior que sólo de Dios puede venir, pero a la que ha de disponerse cada uno, solicitando esa gracia con la oración. «¿No has sido atraído aún? –dice S. Agustín– Ruega a Dios que te atraiga» (In Jo 26, 2). Y al mismo tiempo que ruega al Señor le atraiga cada vez más, el cristiano no descuida ejercitarse en la fe. Pues como esta virtud infundida por Dios mediante el bautismo es, al mismo tiempo, una adhesión voluntaria del entendimiento a las verdades reveladas, está en el hombre querer creer y empeñar en ese acto toda la fuerza de su voluntad.

La fe en la Eucaristía debe llevar ante todo a un celo grande por la Misa, centro vital de la misma Eucaristía, y por lo tanto a la participación frecuente, fervorosa y activa en el santo Sacrificio, pero debe extenderse también al culto del «Sacramento eucarístico fuera de la celebración… Ya que –como enseña Pablo VI– no sólo durante el ofrecimiento del Sacrificio, sino también después, mientras se conserva la Eucaristía en las iglesias…, Cristo es verdaderamente el Emmanuel, o sea «el Dios con nosotros». Pues día y noche está en medio de nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad» (Mysterium fidei 31.35).

✠ ✠ ✠

¡Oh sacramento de amor! ¡Oh cáliz de suma benignidad! ¡Qué don éste, Señor, el de recibir en el seno la caridad misma y ser transformado en ella por gracia! No preocupa ya verte visible, porque la mirada de la fe, más cierta y segura que cualquier sentido o entendimiento, me consuela lo bastante, y mientras te poseo con certeza en mi alma, nada me falta y nada tengo que desear.

Muy estimulado me siento a alabar con admiración y a ensalzar la altura de tu sabiduría y la riqueza y el tesoro de tu ciencia… ¡Oh consejo profundo, oh, inmenso amor, oh alimento purísimo, oh, Sacramento adorable e inefable! Pero si tú, Señor, eres tan grande, admirable e incomprensible en tus dones y en tus efusiones de gracia y de amor, ¿qué serás en ti mismo? (B. Enrique Suso, Diálogo de amor, 24).

✠ ✠ ✠

Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo y por más contentaros a Vos (que mandasteis nos amase), sea tenido en tan poco como hoy día tienen… el Santísimo Sacramento? ¡Si le faltara algo por hacer para contentaros! Mas todo lo hizo cumplido… ¿Ya no había pagado bastantísimamente por el pecado de Adán? ¿Siempre que tornamos a pecar lo ha de pagar este amantísimo Cordero? ¡No lo permitáis, Emperador mío! ¡Apláquese vuestra Majestad!…

¡Oh, mi Dios! ¡Quién pudiera importunaros mucho…! Señor…, por ventura soy yo la que os he enojado de manera que por mis pecados vengan tantos males. Pues ¿qué he de hacer, Criador mío, sino presentaros este Pan sacratísimo, y aunque nos le disteis tornárosle a dar y suplicaros, por los méritos de vuestro Hijo, me hagáis esta merced, pues por tantas partes lo tenéis merecido? Ya, Señor, ya ¡haced que se sosiegue este mar!; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos. (Sta. Teresa de Jesús, Camino, 3, 8; 35, 5).

Del P. Gabriel de Sta. María Magdalena OCD; en “Intimidad Divina, meditaciones sobre la vida interior para todos los días del año”, 7ª edición española. Burgos – Editorial El Monte Carmelo – 1982.

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