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El confesar la divinidad de Jesucristo debe movernos, además,
a la práctica de las virtudes de la trascendencia:
fe, esperanza y caridad, y, de éstas,
a la urgencia de la oración y contemplación incesantes,
y a la conciencia de la necesidad de las purificaciones
activas y pasivas del sentido y del espíritu.
(Directorio de Espiritualidad n. 22)

Debemos buscar y encontrar «el fondo del deseo que hace
del hombre [y de la mujer] un aventurero de la trascendencia»
(El Señor es mi Pastor, p. 143)

El Padre Fray Elíseo de los Mártires fue un extremeño, hombre entero, de los que profesan la Regla primitiva no con la lengua sino con el cuero. Hizo voto de pobreza y lo cumplió; hizo voto de obediencia y la convirtió en virtud; hizo voto de clausura y lo llevó hasta el fin, muriendo en el convento de México en 1620, después de haber sembrado el Carmelo descalzo en la Nueva España sin pedir prebendas, ni buscar palacios, ni aceptar mitras. Fue el primer Provincial, el primer Visitador General de las Indias, y —lo que vale más— el primero que enseñó, por aquellos lares, con su ejemplo que la reforma de Teresa y de Juan de la cruz no era asunto de estatutos sino de santidad. Su nombre suena hoy poco, pero en el siglo XVII era conocido como espejo clarísimo de humildad y de observancia. No escribió tratados, ni fundó escuelas, ni dejó cartas a medio mundo; pero dejó un testimonio —breve y luminoso— acerca de aquel a quien conoció y trató: Fray Juan de la Cruz.

El lector hallará ese testimonio al final de las obras completas del Santo, tanto en la edición de la BAC como en la de Espiritualidad: son los llamados Dictámenes de espíritu recogidos por Elíseo de los Mártires, escritos en México en 1618. Son veinte y tantos apuntes, breves y densos, donde se condensa una teología vivida. No son cartas ni visiones, sino juicios: cosas vistas, oídas y aprendidas de aquel hombre de fuego que fue el Doctor Místico.

Cada dictamen es como una chispa que saltó del yunque sanjuanista: doctrina sobre el gobierno, sobre la sinceridad religiosa, sobre la ambición que disfraza de celo el deseo de mandar; sobre la paciencia, la oración, el trato con los prójimos, la manera de corregir, el uso de la autoridad, la prudencia de los confesores, la pureza de intención en los superiores, la caridad en los castigos. Es decir: todo aquello que hace o deshace una Orden religiosa.

Fray Elíseo los escribió con ese aire de hombre que no busca brillar sino servir. No hay retórica ni disquisiciones: hay frases que huelen a incienso y a sudor, a oración y a gobierno. Son el fruto de quien aprendió de San Juan que la perfección no consiste en hacer mucho, sino en amar bien.

Leer esos dictámenes es mirar el alma reformada: el Carmelo antes de los adornos, cuando la vida monástica era áspera y clara como una piedra de río. Cada sentencia lleva dentro el temple de los fundadores: la obediencia sin servilismo, la humildad sin bajeza, la severidad sin dureza, la pobreza sin teatro.

Por eso vale la pena volver a Fray Elíseo: porque en él se transparenta —como en las aguas quietas— la figura de San Juan de la Cruz. Y porque su testimonio, más que comentar al Santo, nos obliga a leerlo.

Dejando el resto para otro momento o la lectura personal, comento el Dictamen Quinto que es, probablemente, uno de los textos más hondos y reveladores del pensamiento espiritual de San Juan de la Cruz —aunque no lo haya escrito él de su mano—, porque recoge con lenguaje claro lo que en sus obras mayores aparece velado bajo imágenes poéticas o en la estructura doctrinal de la Subida del Monte Carmelo.

Fray Elíseo transcribe aquí una enseñanza capital del Doctor del amor crucificado: que hay dos modos de vencer el mal: “La una es común y menos perfecta, y es cuando vos queréis resistirá algún vicio y pecado o tentación por medio de los actos de virtud que contrasta y destruye el tal vicio, pecado o tentación […] Hay otra manera de vencer vicios y tentaciones y adquirir y ganar virtudes, más fácil y más provechosa y perfecta, que es, cuando el alma, por solos los actos y movimientos anagógicos y amorosos, sin otros ejercicios extraños, resiste y destruye todas las tentaciones de nuestro adversario, y alcanza las virtudes en grado perfectísimo […]”

Podríamos decir que el primero es moral y discursivo; el segundo, místico y directo.

1. El modo común consiste en resistir al vicio por medio de su contraria virtud: combatir la impaciencia con paciencia, la ira con mansedumbre, la sensualidad con templanza, etc. Es la vía clásica de los moralistas y ascetas. Se apoya en el entendimiento, en la reflexión y en los motivos sobrenaturales. Es buena, pero trabajosa y menos perfecta.

2. El modo anagógico —palabra griega que significa “elevación”— es propio del alma avanzada. En lugar de enfrentarse a la tentación en el mismo plano, el alma se eleva por amor, se refugia en Dios, y allí el enemigo no puede alcanzarla. No huye por cobardía, sino que sube por amor. “Divinamente hurta el cuerpo a la tentación”, dice el texto con imagen poderosa: el alma no pelea, trasciende.

Esta doctrina —breve y genial— es una síntesis de toda la vía unitiva: cuando el alma está unida al Amor, el pecado no tiene a quién tentar. “El alma está más donde ama que donde anima”, dice el Santo. Es el mismo principio que inspiró su verso: “Y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo.”

En ese estado, el alma ya no combate con armas humanas: el amor se convierte en su defensa. No porque haya desaparecido la tentación, sino porque ha sido superada en altura. Según enseña Santo Tomás, en la medida en que la caridad crece, va ordenando y purificando todos los afectos, hasta extinguir en su raíz el apetito desordenado. Entonces el alma, plenamente purificada por la caridad, alcanza una virtud estable y pacífica, en la que el amor mismo vence toda resistencia interior.

Pero el Santo, siempre prudente, añade la nota pedagógica final: no todos pueden hacerlo al principio. Los “nuevos” —dice— deben resistir también con consideraciones, meditaciones y actos de virtud, hasta adquirir la ligereza del alma enamorada. El método anagógico no suprime la ascética: la corona.

Este dictamen es una de esas fórmulas lapidarias que sólo un santo puede decir sin caer en exageración. Resume el paso de la ascética a la mística, o mejor: el modo en que la gracia asume y supera el esfuerzo moral.

Lo común es pelear contra el mal; lo perfecto, dejar que Dios nos saque del campo de batalla. El alma principiante discute con el enemigo; el alma unida a Dios, simplemente no está en casa cuando él llama.

San Juan de la Cruz enseña aquí el secreto de la pureza del corazón: no tanto reprimir el mal como reemplazarlo por un amor más grande. No se vence la sombra con golpes, sino abriendo las ventanas.

Y lo dice con un realismo que desarma: quien no tiene aún alas, que camine; pero quien las tiene, que vuele. Así de simple, así de sobrenatural.

P. Gabriel María Prado, IVE

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Comentarios 6

  1. María dice:

    Qué maravilloso artículo.. Con qué sencillez condensa lo q tantos intuimos, descubrimos, anhelamos, pedimos.. Gloria a Dios por sus santos q nos guían y aclaran los caminos a Él! 🕯️Gracias ❣️

  2. Glow dice:

    Gloria a Dios por su bondad en estás palabras escritas por el Padre Gabriel, a quien se le agradece por su esfuerzo y dedicación en la elaboración del mismo.
    El artículo me anima a caminar con prudencia y sencillez en mi proceso espiritual. A acogerme en los brazos de mi Padre celestial, para alabar y reconocer su poder, sobre las tinieblas que se disipan con el esplendor de su santidad.

    • Andrea Croce dice:

      Hermoso, para meditarlo y se aprende mucho. Gracias. Dios lo bendiga

  3. Telma Alfaro dice:

    Gracias por estas enseñanzas lo hacen meditar mucho querér esforzarse.

  4. Richal Azuarte dice:

    Gracias, muchìsimas gracias.
    Dios los bendiga abundantemente, siempre.

  5. Teresa Diaz Rodriguez dice:

    Gracias, por esta luz profunda pero muy ligera y transparente solo de leerla mi alma se alegra y anima.
    Me invita a no buscar medios o formas para encontrarme con mi Dios, sino entregarme toda cada segundo de mi vida El.
    Gracias por compartir tanta verdad. Dios les bendiga.

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