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Hoy muchos no quieren leer a San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola…
pero se llenan la cabeza con autores blandengues que con unas pocas palabras dulces,
por ejemplo, esperanza, pascua, alegría, liberación, unidad…
(que son como la hoja de parra de Adán, si uno se las quita quedan intelectualmente desnudos)
incansablemente repetidas, creen satisfacer las apetencias espirituales de sus lectores.

(P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, p. 501)

 

Cuando el joven Karol Wojtyła, obrero y actor clandestino en la Polonia ocupada, se topó con las obras de San Juan de la Cruz, algo cambió para siempre. No fue un encuentro académico, sino vital. Aquel muchacho de Wadowice, que rezaba en los escombros y trabajaba en la cantera, encontró en el Místico del Carmelo una brújula para navegar la noche del espíritu. Y fue un laico, Jan Tyranowski —un sastre con alma de santo— quien le abrió el libro y el camino.

El joven polaco comenzó a leer al Santo de Fontiveros, al principio con un diccionario alemán-español, hasta aprender el idioma español para gustar su voz original. Después vendría el seminario clandestino, el doctorado sobre La fe según San Juan de la Cruz, y el pontificado. Pero la semilla estaba ya sembrada: Wojtyła había aprendido el arte de pasar adelante.

San Juan de la Cruz no escribe para entretener almas piadosas ni para halagar principiantes. Él mismo lo advierte, con la sobriedad de quien sabe lo que busca: no quiere “gastar tiempo” en consejos abundantes ni repetir “cosas muy morales y sabrosas” (S, pról. 8). Su tarea es otra, y más ardua: enseñar a pasar adelante. Pasar de lo ancho a lo estrecho, del blando y dulce manjar de niños al pan con corteza manjar de robustos, de lo sensible a lo espiritual, del yo al Todo. El verbo pasar —tan modesto y tan hondo— resume su doctrina entera.

El místico del Carmelo no escribe un manual para empezar, sino una cartografía para seguir cuando ya no se ve el camino. Enseña a perseverar cuando los consuelos se apagan, a purificarse cuando la fe se oscurece, a amar cuando el amor se vuelve cruz. No describe los fenómenos del alma: los discierne, y a menudo los desecha. Porque su mirada no se detiene en lo extraordinario, sino en lo esencial: en esa noticia amorosa que Dios infunde cuando despoja y une. Sus libros —Subida, Noche, Cántico, Llama— son cuatro movimientos de una misma sinfonía: el ascenso, el éxodo, la introversión y la unión. El movimiento es uno: pasar adelante, hacia la desnudez donde Dios se comunica sin intermediarios.

Dice así: “porque aquí no se escribirán cosas muy morales y sabrosas para todos los espíritus que gustan de ir por cosas dulces y sabrosas a Dios, sino doctrina sustancial y sólida, así para los unos como para los otros, si quisieren pasar a la desnudez de espíritu que aquí se escribe” (S, pról. 8)

Pero conviene entender bien lo que el Santo quiso decir con pasar adelante. No se trata de progresar como quien cambia de nivel o acumula méritos, sino de abandonar lo secundario cuando Dios invita a lo esencial. En el prólogo de la Subida, escribe con claridad acerada que su propósito, quiere suplir lo que falta: guías idóneas y despiertas que sepan conducir a las almas más allá de los comienzos, cuando Dios mismo toma la iniciativa.

“Para lo cual me ha movido (…) la mucha necesidad que tienen muchas almas; las cuales, comenzando el camino de la virtud, y queriéndolas Nuestro Señor poner en esta noche oscura para que por ella pasen a la divina unión, ellas no pasan adelante…”  (S, pról. 3)

Por eso dice sin rodeos que su estilo parecerá duro, pero sólo “porque aquí vamos dando doctrina para pasar adelante” (3 S 2, 2). Lo que busca no es entretener, sino despertar. Lamenta que Dios quiera llevar a muchas almas por la noche oscura y que “no pasan adelante” por faltarle quien las entienda (S, pról. 3). Y confiesa —con esa mezcla de humildad y certeza tan suyas— “es materia que pocas veces se trata por este estilo, ahora de palabra como de escritura” (2 S 14, 14).

Ahí se entiende su insistencia en la desnudez: no es negatividad, es fidelidad a un Dios que, para unirse, primero despoja. Pasar adelante es dejarse purificar, desprenderse incluso de los medios santos cuando se han vuelto estorbo, y entrar en la noche donde el Espíritu obra sin intermediarios. Por eso reprende con energía el error de aferrarse a “imágenes, formas y meditaciones” cuando Dios llama a otra vía: la de la contemplación amorosa (2 S 12). En ese tránsito se juega todo el camino espiritual: pasar de servirse de Dios a dejarse servir por Él.

Karol Wojtyła aprendió esta lección en carne propia. Vivía la noche del mundo —la guerra, el totalitarismo, el silencio de Dios— y en medio de esa tiniebla descubrió la fe como único camino de comunión. “Desde entonces —dirá siendo Papa—, he encontrado en él un amigo y maestro, que me indicó la luz que brilla en la oscuridad, para caminar siempre hacia Dios.” El polaco y el fontivereño se encontraron en la misma escuela: la del amor que pasa por la cruz.

El futuro Juan Pablo II fue, antes que Papa, discípulo de un santo que no le enseñó teorías, sino la ciencia del desprendimiento. Por eso, cuando más tarde enseñe al mundo a “no tener miedo” y a abrir las puertas a Cristo, no hablará desde un balcón, sino desde la noche atravesada.

También a nosotros nos toca aprender este arte de pasar adelante. Nuestras Constituciones nos invitan a formarnos según la doctrina de los grandes maestros espirituales —en especial San Juan de la Cruz—; y nuestro Padre espiritual, San Juan Pablo II, nos manda a beber en esas mismas fuentes limpias. No basta citar al santo ni admirarlo de lejos: hay que leerlo, masticarlo, rezarlo, dejar que su palabra nos atraviese. Porque el alma religiosa se estanca cuando se acostumbra. Y el Instituto, si deja de pasar adelante, empieza a dormirse de pie [lo digo como una metáfora del conformismo religioso: aparentar estar firme (de pie), cuando en realidad se está inmóvil, sin vida interior, sin progreso. El cuerpo parece activo, pero el alma está dormida. Es decir, un Instituto religioso puede conservar sus estructuras externas —hábitos, normas, actividades, obras— y, sin embargo, haber perdido el impulso interior, el fervor, el espíritu fundacional. No cayó aún, pero ya dejó de avanzar: es la somnolencia espiritual que precede a la decadencia].

Pasar —en la vida interior— no es cambiar de libro ni de destino; es cambiar de medida. Pasar de la devoción sensible a la fe desnuda, del propio juicio a la obediencia, del entusiasmo a la perseverancia, de la palabra al silencio, del “yo hago” al “Dios obra en mí”. Eso enseñó el Santo de Fontiveros, eso vivió el Papa polaco, y eso nos corresponde a nosotros.

San Juan Pablo II, en su visita a España, dijo: “Leed continuamente las obras de los grandes maestros del espíritu. ¡Cuántos tesoros de amor y de fe tenéis al alcance de la mano!”. Nosotros, herederos de ambos, no tenemos excusa. Los tesoros están ahí: al alcance de la mano.

Que los dos —el Santo del Carmelo y el Papa Magno— nos alcancen de Dios la gracia de pasar adelante presto, sin tanto rodeo ni resistencia, acomodándonos de veras a su querer. Así, puestos libremente en el puro y cierto camino de la unión, llegaremos antes, con menos trabajo y con más merecimiento, porque nos habrá guiado el mismo Amor.

P. Gabriel María Prado, IVE

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