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Hoy estamos invadidos por falsos místicos o misticones, los ‘alogistas’ de la espiritualidad,
que huyen de las ‘noches oscuras’ aunque se quedan afónicos hablando de contemplación,
porque no quieren la mortificación de los apetitos, ni la negación de sí, ni la ordenación de los afectos,
condiciones absolutamente necesarias –sine qua non– para llegar a la luz…

(P. Carlos Buela, IVE, El Arte del Padre, p. 501)

 

Quizás le haya pasado a alguno. Lee a Santa Teresa o a San Juan de la Cruz, y en lugar de encenderse, se enfría. Dice: “Eso no es para mí. Esos son santos de otro tiempo. Eso de unirse a Dios es para almas privilegiadas, no para un pobre cristiano como yo”. Y así se va convenciendo de que la santidad es una rareza, y no el plan normal de Dios para todos los bautizados.

Eso de “no los leo porque no son de mi estilo” es otra de las tretas del alma cómoda. Ni Santa Teresa escribió para almas de su “estilo” –pasó años tibia–, ni San Juan de la Cruz escribió desde un sillón: lo despreciaron, lo calumniaron, lo encerraron. Está clarísimo que no hablan desde la biblioteca. Y si no te “llegan”, es porque todavía no te animaste a abrir la herida por donde entra Dios.

Santa Teresa, que era madre antes que escritora, se cuidó mucho de no desconcertar a sus hijas con los relatos de sus experiencias sobrenaturales. Ella sabía que Dios reparte sus dones como quiere, y que las mercedes extraordinarias no son la medida del amor. Por eso, cuando habla de la unión mística en las quintas moradas, se detiene y aclara: “Hay otra manera de unión que puede alcanzar el alma con el favor de Dios, y lo que importa para esto el amor del prójimo” (5M 3,1). Y enseguida añade: “Esta es la unión que toda mi vida he deseado; esta es la que pido siempre a nuestro Señor y la que está más clara y segura” (5M 3,5).

Esa unión –la que se suele llamar unión de conformidad– consiste simplemente en atar la voluntad de uno a la voluntad de Dios: “con no tener voluntad sino atada con lo que fuere la voluntad de Dios” (5M 3,3). Sin visiones, sin arrobos, sin luces místicas. Con la vida corriente y con amor obediente. La unión verdadera es la que Dios puede dar a todos, si uno se esfuerza en conformarse.

San Juan de la Cruz explicó el asunto con su lenguaje propio: la capacidad. Dios no da a todos lo mismo, pero da a todos lo que les cabe. “Un alma, según su poca o mucha capacidad, puede haber llegado a unión; pero no en igual grado todas… Es como le ven en el cielo: unos más, otros menos; pero todos ven a Dios y todos están contentos, porque tienen satisfecha su capacidad” (2S 5,10). El problema no está en no tener grandes dones, sino en no tener el alma limpia para recibir lo que Dios quiere darnos. “La que no llega a pureza competente a su capacidad, nunca llega a la verdadera paz y satisfacción, pues no ha llegado a tener la desnudez y vacío que se requiere para la sencilla unión” (2S 5,11).

Y aquí conviene aclarar algo que muchos no entienden: las noches activas de Juan de la Cruz –esas purificaciones voluntarias que el alma emprende para disponerse a Dios– no tienen una cronología especial, como sí la tienen las noches pasivas. No son etapas, sino clima. No son momentos, sino condición. El tiempo de las noches activas es todo el tiempo de la vida cristiana, como el tiempo del bautismo es toda la vida del bautizado. Mientras dura la fe, dura la purificación; mientras se vive en esperanza, se está en noche. La vida entera es ese lento trabajo de ir atando la voluntad a la voluntad de Dios.

El demonio suele tentarnos “bajo especie de bien”. Por eso empuja a algunos a desear cosas altas que no les tocan, y los hace perder lo esencial. Dice la Santa: “Es mucho el aviso que hay que tener, porque el demonio le trae grande para hacer tornar atrás de lo comenzado” (5M 4). También hoy pasa lo mismo: hay almas que quieren sentir a Dios antes de obedecerlo.

No hay que asustarse ni perder el ánimo si, leyendo a estos santos, uno ve que le faltan mil cosas por purificar, por renunciar, por enderezar a Dios. El alma que empieza a verse a sí misma ya está en camino. No importa cuán torcido haya estado el árbol: mientras viva, puede enderezarse hacia la luz. El Santo de Fontiveros –que conocía bien la miseria humana– simplificó todo el camino espiritual bajo un solo precepto: el precepto del amor. Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (Dt 6,5). No hace falta más. Todo lo demás –las renuncias, las noches, las purificaciones— no son sino modos concretos de cumplir ese único mandato. No es un camino para héroes excepcionales, sino para quienes no se cansan de amar.

Para purgar la voluntad –enseña en el libro tercero de la Subida– no halló autoridad más conveniente que la Escritura: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu ánima, y con toda tu fortaleza” (Dt 6,5). Esto es lo que él puede enseñar a cualquier lector, y lo que cada persona tiene que hacer: amar a Dios con todas sus potencias, con todos sus apetitos, con todas sus fuerzas. “De manera –dice el Santo– que toda la habilidad y fuerza del alma no sirva más que para esto” (3S 16,2).

¿Y para qué todo esto? Para que el alma llegue “de veras a Dios por unión de voluntad por medio de la caridad” (3S 16,1) “y para que pudiese venir a esto la crio a su imagen y semejanza (Gn 1,26)” (CB 39, 4). Esa es la finalidad de todo: la unión de voluntad con la voluntad de Dios por el amor. Lo demás es decoración.

Por eso no vengamos con el cuento de que “San Juan de la Cruz no es para mí”. Es para vos, porque todavía te cuesta meditar una hora sin distraerte, él es el que te hace falta. Cuando dice “nada, nada, nada”, te asusta, y está bien: el alma siente vértigo cuando la llaman al vacío de Dios. Y después vienen las excusas piadosas: que él no tuvo superiores como los tuyos, que los tiempos eran otros, que su doctrina no se puede aplicar en esta comunidad. Pero escuchá lo que dice el Santo: “nunca mirar al prelado con menos ojos que a Dios…”(Cautelas) –¡¡¡imposible!!! claro, porque todavía mirás con los tuyos y no con los de la fe–; y también dice: “¿quién jamás ha visto que las virtudes y cosas de Dios se persuadan a palos y con bronquedad?” –es que no tuvo súbditos como los que tengo yo–. No hay que buscar tantas excusas. Llega un momento en que hay que decidirse a vivir esa doctrina. Probarla, aunque sea torpemente, pero con sinceridad. San Juan de la Cruz no pide resultados: pide intento (“procure siempre”). Y el que se anima a intentar, ya empieza a gustar algo del premio. Porque –dice el Santo– “se librará de muchos pecados e imperfecciones y guardará el sosiego y quietud de su alma”. Y es verdad: el alma que se atreve a poner en práctica un poco de lo que entiende, aunque sea poco, empieza a vivir en otra luz. El sosiego no viene después de entender, sino de obedecer. Y cuando uno obedece por amor, aun a tientas, el cielo mismo se acomoda a su paso.

Por eso, cuando el alma ama con ese amor de pura conformidad, ya cumple el primer mandamiento, aunque no vea ni sienta nada. Ya vive la noche activa, porque ya ha entregado la voluntad. Y poco a poco, Dios mismo irá haciendo su parte: la noche pasiva, la transformación, la unión más alta.

La vida mística no es otra cosa que eso: la caridad en acto. El alma unificada en su querer. Por eso, el que se desespera por no tener éxtasis o revelaciones demuestra que no ha entendido el Evangelio. La santidad no está en los fenómenos, sino en la conformidad. No en sentir mucho, sino en amar sin medida.

P. Gabriel María Prado, IVE

 

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