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“La contemplación de las cosas divinas y la unión asi­dua con Dios en la oración,
debe ser el primer y principal deber de todos los religiosos”.

(Directorio de Vida Consagrada nº 197)

 Al parecer está todo muy claro, el por qué nos lo da el Santo en el Prólogo a su Subida del Monte Carmelo: «Es lástima ver muchas almas, a quien Dios da talento y favor para pasar adelante…, quedarse en un bajo modo de trato con Dios, por no querer o no saber, o no las encaminar y enseñar a desasirse de aquellos principios.» Es decir, según el Santo, la primera causa de por qué adelantamos poco, a veces nada, en perfección y trato y amor de Dios, es por no querer.

Esto es así porque: «En este camino siempre se ha de cami­nar para llegar, lo cual es ir siempre quitando quereres, no sus­tentándolos; y si no se acaban todos de quitar, no se acaba de lle­gar… El alma no tiene más de una voluntad; y esa, si se emplea o embaraza en algo, no queda libre, entera, sola y pura, como se requiere para la divina transformación» (1S 11, 6). «¡Oh, si supiesen los espirituales cuánto bien pierden y abundancia de espíritu, por no querer ellos acabar de levantar el apetito de niñerías; y cómo hallarían en este sencillo manjar del espíritu el gusto de todas las cosas, si ellos no quisiesen gustarlas! Mas, porque no quieren hacerlo, no le gustan» (1S 5, 4).

De modo que el gran secreto está en unificar nuestros quereres, hacerlos uno, preferirlo a Él, quererlo solo a Él y querer muy de veras, desear muy de veras porque como enseña Santo Tomás: Los efectos de la gracia crecen según crece el deseo.

Y es que Dios es exigente. Dios es Dios y el hombre es creatura suya. Aunque Él se hace humilde y se anonada, no admite ambigüedades en esta relación “No consiente Dios a otra cosa morar consigo en uno. De donde se lee en el libro primero de los Reyes (5, 24) que, metiendo los filisteos al arca del Testamento en el templo donde estaba su ídolo, amanecía el ídolo cada día arrojado en el suelo y hecho pedazos.” (1S 5,8). Así en el alma: si meto a Dios y, al lado, el pequeño dios de mi capricho, amanecerá roto el ídolo… o rota mi oración.

Nadie puede servir a dos señores, por­que el amar al uno, ya es abandonar al otro. El que no está con­migo, está contra mí. “Así, el que quiere amar otra cosa juntamente con Dios, sin duda es tener en poco a Dios, porque pone en una balanza con Dios lo que sumamente dista de Dios.” (1S 5,4)

Por tanto, todo amor discorde del de Jesucristo, es enemigo suyo; y pretender querer a Dios con amistad íntima, manteniendo quereres no conformes con la divina voluntad, es pretender servir a dos señores: un imposible.

Entendámoslo de una vez, y entendámoslo bien. Apetito, afi­ción, asimiento, voluntad, querer o amor a sí mismo o a criaturas, sean personas, cosas, ocupaciones, pantallas, conversaciones, noticias, cualesquiera objetos de los sentidos, di­neros, alabanzas, amistades, países, apostolados, libros, comidas, comunidades, idiomas, conocimientos, triunfos chicos, seguridades grandes etc., etc., etc., más o menos discor­dantes con el amor puro de Dios, son dos amores espiritualmente incompatibles.

Unión espiritual o mística, es amor. La unión del alma con Dios se hace por amor. Es imposible unirnos a El sin separarnos de esos otros amores no subordinados al divino porque el amor une en tanto desune de lo que lo estorba. Nuestra voluntad tanto irá uniéndose a la divina, en cuanto vaya desunién­dose de todos los quereres no conformes con ella. Por consiguien­te, el alma que quiera de veras darse a la oración, buscando unirse por amor con su Dios en pureza de afecto, tiene que darse, igualmente de veras, a la negación y mortificación de toda voluntad, afición y gusto, que no sea puramente según Dios.

En dos sentidos se tuerce nuestra voluntad de la divina: pri­mero, por ser malo o prohibido el objeto amado; segundo, por ser desordenado o dañoso al espíritu el modo de ape­tecer el objeto en sí bueno o indiferente. En el primer caso tene­mos voluntad mala; en el segundo, imperfecta; en ambos, descon­forme con la divina. Y así, para ir consiguiendo ésta, es preciso ir mortificando y extinguiendo todas las otras voluntades y que­reres.

Esto, y nada más que esto, es ir conformando y uniendo nues­tra voluntad a la de Dios. Esto, y nada menos que esto, es ir cami­nando hacia Dios. Darse a la oración y pretender conseguir la divina transformación del espíritu sin esta renuncia y pu­rificación de las propias inclinaciones, gustos y aficiones, es una lastimosa ilusión y andar perdiendo el tiempo.

Acabemos de convencernos: “Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se os olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda, a ha­cer su voluntad, conformar con la de Dios… Quien más perfectamente tuviere esto, más recibirá del Señor y más adelante está en este camino”. Así, sin vueltas, lo en­seña Santa Teresa, y terminantemente lo repite San Juan de la Cruz.

Conozco gente vieja en la vida Religiosa, es decir, me conozco a mí mismo, que, después de 29 años de oración diaria o casi diaria, me veo lleno de amores y quereres de cosas; unas malas, otras indiferentes, otras hasta buenas, pero todas desordenadas; porque o amo lo que no debo, o no amo lo que debo, o no lo amo como debo; y tanto como mi amor anda des­concertado con el divino, anda mi alma alejada de la unión de su Amado. Tal es así que ni siquiera le puedo decir Amado; porque mis otros amores me desmienten, y me veo forzado a retirar esta palabra y contentarme con la de Deseado. ¡Y quiera Dios sean verdaderos siquiera mis deseos, o deseítos, de ser suyo por amor, por ese santísimo amor de unión, cuya falta lloro!

Concluyendo hay que darse muy de veras a negar y matar en sí todo querer que no sea puramente según Dios. Y no nos parezca duro ni amargo este aviso; pues si áspera parece su corteza, su corazón es la dulzura misma, y una dulzura celestial e íntima, ante la cual son insípidos todos los sabores te­rrenos. Así aseguran cuantos lo han probado; así nos lo insiste nuestro querido San Juan de la Cruz. Animémonos a pisar de nuevo, sus hermosas huellas con nuestras propias plantas, que nunca es tarde, sino siempre sazón para que el Espíritu Santo que sopla donde y cuando y como quiere venga a nuestro corazón hacerlo su morada predilecta.

Dos noticias: La mala: Dios no negocia la primacía. La buena: paga al contado. Él está a la puerta; golpea, insiste, no se cansa. Si encuentra la casa barrida de ídolos domésticos, entra, hace morada y enciende la caridad —que es el vínculo de la perfección—, y entonces la oración, esa misma que “no me salía”, empieza a salir sola, como agua de nivel, sin empujar.

P. Gabriel María Prado, IVE

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