Cuenta el Padre Auriemma que una pobre pastorcilla amaba tanto a María, que encontraba todo su deleite en ir a una capillita de Nuestra Señora en una montaña, y allí en soledad, mientras apacentaban sus ovejas, conversar con su Amada Madre y rendirle homenaje.
Al ver que la figura de María, en relieve, carecía de adornos, comenzó, con el pobre trabajo de sus manos, a confeccionarle una cortina. Un día, habiendo recogido algunas flores en el campo, las tejió formando una corona, y luego, subiendo al altar de aquella pequeña capilla, la colocó sobre la cabeza de la figura, diciendo: «Oh, Madre mía, ojalá pudiera poner sobre tu cabeza una corona de oro y piedras preciosas; pero como soy pobre, recibe de mí esta pobre corona de flores, y acéptala como muestra del amor que te profeso». Así, esta devota doncella se esforzó siempre por servir y honrar a su amada Señora.
Años más tarde, sucedió que dos religiosos que pasaban por allí, cansados de viajar, se detuvieron a descansar bajo un árbol; uno se quedó dormido y el otro velaba, pero ambos tuvieron la misma visión. Vieron un grupo de hermosas vírgenes, y entre ellas había Una que, en hermosura y majestad, superaba a las demás. Uno de los hermanos se dirigió a Ella, y dijo: «Señora, ¿quién eres y a dónde vas?»
«Soy la Madre de Dios», respondió Ella, «y voy a la aldea vecina, con estas santas vírgenes, a visitar a una pastora moribunda, que muchas veces me ha visitado». Habló así y desapareció.
Estas dos buenas siervas de Dios se propusieron ir a visitarla también. Se dirigieron hacia el lugar donde vivía la doncella moribunda, entraron en una casita y allí la encontraron tendida sobre un poco de paja. La saludaron, y ella les dijo: «Hermanos, pedid a Dios que os permita ver la compañía que me rodea».
Rápidamente se pusieron de rodillas, y vieron a María, con una corona en la mano al lado de la moribunda, consolándola. Entonces aquellas santas vírgenes se pusieron a cantar, y con aquella dulce música se desprendió del cuerpo el alma bendita. María la coronó y se llevó su alma al paraíso.
Esta hermosa historia nos muestra lo que sucederá al final de nuestras vidas, si honramos a Nuestra Madre del Cielo. Ella, como buena Madre cuidará de nosotros. Ella vendrá a llevarnos al cielo. Debemos hacer lo mismo que hizo esta pastora: visitarla a menudo y no deshonrarla con nuestros actos.
Si hacemos estas cosas, podemos estar seguros de que Ella vendrá a buscarnos en el momento de nuestra muerte para llevarnos al cielo. Esta, y no otra, es su misión: llevar las almas al cielo. Pidámosle a la Virgen que nos conceda la gracia de no deshonrarla nunca con nuestras obras, para que en el momento de nuestra muerte no nos olvide nunca a nosotros, sus hijos que la honramos.