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Querido amigo:

Me alegra su conversión y -si me permite la fatuidad- le doy la bienvenida a la Iglesia Cató­lica. Pero siento la obligación de explicarle cuál es el estado de la Iglesia a la que Ud. ingresa. Imagí­nesela como un enorme edificio de veinte siglos, una construcción ex­traordinaria que ha desafiado el pa­so del tiempo mientras a su lado otros edificios, más ”modernos” y que parecían más sólidos, se han derrumbado impiadosamente. Pero tampoco puedo ocultarle que es un edificio en muy mal esta­do, amenazado por turbas de perio­distas y profesores que le tiran pie­dras todos los días y a todas horas, aprovechando -muchas veces- los puntos débiles que la Iglesia nunca ha ocultado tener: el princi­pal de los cuales es que sobre los ci­mientos divinos, en lo demás hay mucha obra de hombres. Por eso el Fundador fue muy parco en las promesas que hizo cuando dejó a los hombres a cargo del Edificio: ”las puertas del Infierno no prevalecerán” y ”estaré con vosotros hasta el fin de los siglos”. Y esta última frase me lleva a darle una primera explicación de por qué me felicito y lo felicito por su ingreso a este edificio que amenaza ruina. Es que en él hay un Tesoro, que es co­mo el corazón encendido que man­tiene en pie la casa a pesar de todas las traiciones y los intentos de demolición desde dentro. Ese Tesoro, en vez de ser para unos pocos, es para todos los que lo encuentren y con él se puede alimentar a cente­nares y miles, pero nunca se acaba. Ese solo Tesoro justifica al edificio, aunque hay también otros méritos. Y otros problemas…

Por lo pronto, al entrar en la ca­sa notará que la llena un humo gri­sáceo que impide ver con claridad. Es un humo que denunció alguien muy importante en el siglo pasado y que lejos de disiparse se ha hecho más y más espeso. Hay en el edifi­cio muchos que tendrían que limpiarlo, cada uno a cargo de un frag­mento, pero a alguien, también del siglo pasado, se le ocurrió juntarlos de a varios en una especie de Asambleas que convirtieron la tarea en poco menos que imposible.

Ya no basta que haya uno de esos Encargados valiente y claro, como en otros tiempos, para oír de sus labios la Verdad. Ahora está li­mitado y controlado por su Asamblea, en la cual, como es habitual, se imponen los mediocres, los co­bardes, los pusilánimes. En el ­momento del desprestigio y decaden­cia de los Cuerpos legislativos, a alguien se le ocurrió insertarlos en el Edificio. El resultado ha sido -y es- catastrófico.

Como si todo esto fuera poco, hay multitud de habitantes de la ca­sa que día a día trabajan con picos y barretas en los cimientos tratando de destruirla. Siempre los hubo, pero antes se iban del Edificio y se unían -tarde o temprano- a los que lo apedrean desde afuera. Así es como el frente y los costados es­tán casi destruidos, los vidrios rotos y por ellos penetran ráfagas mias­máticas y toda clase de pajarracos que graznan aumentando la confu­sión general. Y los picadores y ba­rreteros se quedan hoy dentro con­tinuando su trabajo de demolición. Es verdad que por encima de to­do esto el Fundador previó colocar un Director General que debería gobernar con mano de hierro y guante de terciopelo el Edificio.

Pero éste es muy grande y el Director depende, para decidir, de lo que le informen sus delegados o Encar­gados, pero entre ellos, como le di­je, se han instalado los virus de la discordia y la pusilanimidad. Infor­man mal y se perpetúan a sí mis­mos como estamento optando casi siempre por el candidato cuyo mé­rito principal ha de ser el confor­mismo, el no hacer ruido, el ”no ser distinto”, como hace años ob­servó un sacerdote sabio.

Bueno, se dirá Ud. después de esta descripción, entonces lo mejor es no entrar en un edificio tan ca­tastróficamente deteriorado. Ahí es donde se equivoca. Por lo pronto, tendrá siempre a su disposición el Tesoro. Luego, cuando camine un poco por los pasillos se encontrará con mucho papanata y mucho ma­landrín, pero de pronto -donde menos lo espera- verá una proce­sión de mujercitas con velas y cán­ticos al Señor que transitan de ­ regreso al reposo después de una jor­nada de cuidar moribundos, o leprosos o candidatos al cottolengo. Seres, en fin, que los demás morta­les no queremos ni ver.

Y luego otra procesión de frailu­cos que viene de evangelizar pobres hombres olvidados de todos los de­más y si abre las puertas adecuadas verá mucha oración, mucha cari­dad, hasta a hombrecitos que en grandes bibliotecas escriben la ala­banza del Señor.

Y por sobre todo, si sabe buscar, encontrará rincones con una enor­me, una inmensa alegría, caridad y esperanza que compensan con cre­ces a los apóstatas, a los cobardes y a los atornillados a un sillón.

Es cuestión, pues, de no desani­marse y buscar a sus almas gemelas en medio de la confusión, el humo y los loros parlanchines. En eso re­cae toda esperanza de salvar el Edificio. En eso, claro, pero sobre to­do en la voluntad del Fundador a la que hay que dirigirse día y noche para que disperse el humo, eche a los del pico y la barreta, expulse a los pájaros vocingleros y nos resca­te a nosotros de este viejo Edificio y nos lleve a ese Otro Edificio que es­tá fuera de alcance de las manos aleves. Así sea.

Aníbal Domingo D’Angelo Rodríguez

 

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Comentarios 1

  1. Dina Marin dice:

    Me conmovió esta carta, la descripción exacta de la realidad de nuestra amada Iglesia Católica, y me atrajo mas y más a reconocer por donde debo caminar para no extraviarme
    Gracias al autor y a esta página que siempre nos instruye .
    El Santisimo Sacramento del altar es el tesoro mas grande de la Iglesia

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