Nunca se insistirá bastante en la excepcional importancia y absoluta necesidad de la fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo para avanzar en el camino de la perfección cristiana. En cierto sentido, es éste el problema fundamental de la vida cristiana, ya que de esto depende el progreso incesante hasta llegar a la cumbre de la montaña de la perfección o el quedarse paralizados en sus mismas estribaciones. La preocupación casi única del alma ha de ser la de llegar a la más exquisita y constante fidelidad a la gracia. Sin esto, todos los demás procedimientos y métodos que intente están irremisiblemente condenados al fracaso. La razón profundamente teológica de esto hay que buscarla en la economía de la gracia actual, que guarda estrecha relación con el grado de nuestra fidelidad. En efecto, como ya dijimos más arriba, la previa moción de la gracia actual es absolutamente necesaria para poder realizar cualquier acto saludable. Es en el orden sobrenatural lo que la previa moción divina en el orden puramente natural: algo absolutamente indispensable para que un ser en potencia pueda realizar su acto. Sin ella nos sería tan imposible hacer el más pequeño acto sobrenatural—aun poseyendo la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo—como respirar sin aire en el orden natural.
La gracia actual es como el aire divino, que el Espíritu Santo envía a nuestras almas para hacerlas respirar y vivir en el plano sobrenatural. Ahora bien, la gracia actual—dice el P. GarrigouLagrange —nos es constantemente ofrecida para ayudamos en el cumplimiento del deber de cada momento, algo así como el aire entra incesantemente en nuestros pulmones para permitimos reparar la sangre. Y así como tenemos que respirar para introducir en los pulmones ese aire que renueva nuestra sangre, del mismo modo hemos de desear positivamente y con docilidad recibir la gracia, que regenera nuestras energías espirituales para caminar en busca de Dios. Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia, terminará por morir de asfixia espiritual. Por eso dice San Pablo: ‘Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios’ (2 Cor 6,1).
Preciso es responder a esa gracia y cooperar generosamente a ella. Es ésta una verdad elemental que, practicada sin desfallecimiento, nos levantaría hasta la santidad. Pero hay más todavía. En la economía ordinaria y normal de la gracia, la providencia de Dios tiene subordinadas las gracias posteriores que ha de conceder a un alma al buen uso de las anteriores. Una simple infidelidad a la gracia puede cortar el rosario de las que Dios nos hubiera ido concediendo sucesivamente, ocasionándonos una pérdida irreparable. En el cielo veremos cómo la inmensa mayoría de las santidades frustradas—mejor dicho, absolutamente todas ellas—se malograron por una serie de infidelidades a la gracia, acaso veniales en sí mismas, pero plenamente voluntarias, que paralizaron la acción del Espíritu Santo, impidiéndole llevar al alma hasta la cumbre de la perfección. “La primera gracia de iluminación—continúa el padre Garrigou—que en nosotros produce eficazmente un buen pensamiento, es suficiente con relación al generoso consentimiento voluntario, en el sentido de que nos da no este acto, sino la posibilidad de realizarlo. Sólo que, si resistimos a este buen pensamiento, nos privamos de la gracia actual, que nos hubiera inclinado eficazmente al consentimiento a ella”.
La resistencia produce sobre la gracia el mismo efecto que el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundosos frutos: las flores quedan destrozadas y el fruto no llegará a sazón. La gracia eficaz se nos brinda en la gracia suficiente como el fruto en la flor; dado que es preciso que la flor no se destruya para recoger el fruto.
Si no oponemos resistencia a la gracia suficiente, se nos brinda la gracia actual eficaz, y con su ayuda vamos progresando, con paso seguro, por el camino de la salvación. La gracia suficiente hace que no tengamos excusa delante de Dios, y la eficaz impide que nos gloriemos en nosotros mismos; con su auxilio vamos adelante humildemente y con generosidad».
La fidelidad a la gracia, o sea a las mociones divinas del Espíritu Santo, es, pues, no solamente de gran importancia, sino absolutamente necesaria e indispensable para progresar en los caminos de la unión con Dios. El alma y su director espiritual no deberían tener otra obsesión que la de llegar a una continua, amorosa y exquisita fidelidad a la gracia.
«En realidad—escribe conforme a esto el P. Plus“—, la historia de nuestra vida, ¿no se resumirá muchas veces en la historia de nuestras perpetuas infidelidades? Dios tiene sobre nosotros planes magníficos, pero le obligamos a modificarlos de continuo. Tal gracia que se disponía a concedemos la ha de suspender porque nos hemos descuidado en merecerla. Y así la corrección se añade a la corrección. ¿Qué queda del primitivo proyecto? Dios vive en sí mismo, de antemano, eternamente, aquello que nos quiere hacer vivir en el tiempo. La idea que tiene de nosotros, su eterna voluntad sobre nosotros, constituye nuestra historia ideal: el gran poema posible de nuestra vida. Nuestro Padre amoroso no deja de inspirar a nuestra conciencia ese bello poema. Cada vibración imperceptible es un don, un talento que he de recibir, un impulso que he de seguir, un comienzo que he de terminar y hacer valer. Y vos sabéis, ¡oh Padre!, las resistencias, las incomprensiones, las perversiones. A cada resistencia o incomprensión, vuestra providencia sustituye con otro poema (poema disminuido, pero todavía magnífico) a aquellos y a todos los demás cuya inspiración dejé de seguir. Hay almas que no llegan a la santidad porque un día, en un instante dado, no supieron corresponder plenamente a una gracia divina. Nuestro porvenir depende a veces de dos o tres sí o de dos o tres no que convino decir y no se dijeron, y de los que pendían generosidades o desfallecimientos sin número. ¡A qué alturas no llegaríamos si nos resolviéramos a caminar siempre al mismo paso que la magnificencia divina!
Nuestra cobardía prefiere pasos de enano. ¿Quién sabe a qué medianías nos condenamos, y tal vez a cosas peores, por no haber respondido atentamente a Cristo en nosotros.
Hemos oído las extrañas palabras de Jesucristo a Santa Margarita María sobre el peligro de no ser fiel. Y ésta no menos urgente: “Ten mucho cuidado de no permitir que se extinga jamás esta lámpara (su corazón), pues si una vez se apaga, no volverás a tener fuego para encenderla. No tengas falso temor, pero tampoco vana presunción. No hay que jugar con la gracia de Dios. Esta pasa, y si es verdad que vuelve muchas veces, pero no vuelve siempre. Si vuelve, y suponemos que viene con tanta fuerza como la primera vez, halla el corazón ya enflaquecido por la primera cobardía; por consiguiente, menos armado para corresponder. Y luego, Dios queda menos invitado a damos otra gracia. ¿Para qué? ¿Para que sufra la misma suerte que la anterior? Es un testigo peligroso en el tribunal de Dios esa gracia desaprovechada, esa inspiración menos preciada, ese incalificable «dejar en cuenta”. Los santos temblaban a la idea del mal que causa la infidelidad a las divinas inspiraciones.
Comentarios 1
No pone cuándo acaba la frase a Santa Margarita