El bautismo de Nuestro Señor

El propósito del Bautismo del Señor era el mismo que el de su nacimiento; identificarse con la humanidad pecadora. ¿Acaso no había prometido Isaías que Él sería, “contado con los transgresores”? En efecto, nuestro Señor estaba diciendo: “Consiente que se haga esto; no te parece conveniente, pero en realidad está en completa armonía con el propósito de mi venida” De este modo, Cristo no sería una persona particular, sino el representante de la humanidad pecadora, aunque Él mismo era sin pecado.

Todo israelita que se acercaba a Juan hacía confesión de sus pecados. Es evidente que nuestro Señor no hizo ninguna clase de tales confesiones, y el mismo Juan admitió que no tenía necesidad de ello. No tenía ningún pecado de que arrepentirse ni que lavar. Pero, con todo, se estaba identificando con los pecadores. Cuando descendió al Jordán para ser bautizado, fue uno más con los pecadores. El inocente puede participar del peso que ha de soportar los delincuentes. Si un esposo es reo de un crimen, de nada sirve decirle a su esposa que no se preocupe, o que no le incumbe a ella. Es igualmente absurdo decir que nuestro Señor no debía haber sido bautizado porque carecía de culpa personal. Si tenía que identificarse con la humanidad hasta el extremo de llamarse a sí mismo el “Hijo del hombre”, tenía que compartir la culpa de la humanidad. Y éste fue el bautismo que recibió de Juan.

Muchos años atrás había dicho que Él debía estar en las cosas de su Padre; ahora iba Él revelando en qué consistían estas cosas: la salvación de la humanidad. Estaba expresando su relación con respecto a su pueblo, por cuya causa había sido enviado. En el templo, a la edad de doce años, había hecho resaltar su origen; ahora, en el Jordán, hacía hincapié en la naturaleza de su misión. En el templo había hablado de su divino mandato. Bajo las manos purificadoras de Juan, hizo ver claramente su unidad con la humanidad.

Más adelante, diría nuestro Señor:

La Ley y los profetas duraron hasta Juan. (Lc. 16, 16)

Quería decir que durante largos siglos se había dado testimonio de la venida del Mesías, pero que ahora se volvía una nueva página, se escribía un nuevo capítulo. En lo sucesivo se sumergiría en medio de la población pecadora. En adelante estaba comprometido a vivir entre las víctimas del pecado y a prestarles sus servicios; a ser entregado a manos de los pecadores y a ser acusado de pecado, aunque no conocía pecado alguno. De la misma manera que en su infancia fue circuncidado, como si su naturaleza fuese pecadora, ahora estaba siendo bautizado, aunque no tenía necesidad alguna de purificación.

En el Antiguo Testamento había tres ritos que eran en realidad “bautismos”. Primeramente había un “bautismo” de agua. Moisés llevó a Arón y a su hijo a las puertas del tabernáculo y los lavó con agua. Esto fue seguido de un “bautismo” de aceite, cuando Moisés lo derramó sobre la cabeza de Arón para santificarlo. El “bautismo” final era de sangre. Moisés tomó la sangre del carnero de la consagración y la puso sobre la oreja derecha de Aarón y sobre el pulgar de su propia mano derecha y el dedo gordo de su pie derecho. Este ritual implicaba una consagración gradual.

Estos bautismos tuvieron su contrapartida en el Jordán, en la transfiguración y en el Calvario.

El bautismo del Jordán fue el preludio del bautismo del que habría de hablar más adelante, del bautismo de su pasión. Después de esto se refirió dos veces a su bautismo. La primera vez fue cuando Santiago y Juan le preguntaron si podrían sentarse a ambos lados de Él en su reino. En respuesta, les preguntó Él a su vez si estaban dispuestos a ser bautizados con el bautismo que Él iba a recibir. Así, este bautismo de agua era una preparación del bautismo de sangre. El Jordán corría hacia los ríos de sangre que manaban del Calvario. La segunda vez que aludió a su bautismo fue cuando dijo a sus apóstoles:

De bautismo he de ser bautizado / ¡Y cómo me angustio hasta que se cumpla!  (Lc. 12, 50)

En las aguas del Jordán fue identificado con los pecadores; en el bautismo de su muerte llevaría el peso completo de los pecados de ellos. En el Antiguo Testamento el salmista habla de “sentar en aguas profundas” como símbolo de sufrimiento, que evidentemente es la misma imagen. Era correcto describir la agonía y la muerte como una especie de bautismo o inmersión en agua.

Con singular viveza la cruz debió de acudir a su mente en aquellos momentos. En su mente no había reticencia alguna. Fue sumergido temporalmente en las aguas del Jordán sólo para salir nuevamente de ellas. De la misma manera, sería sumergido por la muerte en la cruz y en el entierro en la tumba únicamente para resurgir triunfante en su gloriosa resurrección. A la edad de doce años, había proclamado la misión recibida de su Padre; ahora se estaba preparando para la oblación de sí mismo.

Y, habiendo sido bautizado, Jesús subió del agua; / Y aquí que los cielos le fueron abiertos, / Y vio al Espíritu de Dios que bajaba como paloma /  Y venía sobre Él. /  Y he aquí que una voz procedente del cielo, decía: / Éste es mi amado Hijo, / En quien tengo mi complacencia. (Mt 3, 16)

La sagrada humanidad de Cristo era el eslabón que enlazaba el cielo y la tierra. La voz del cielo que declaraba que Él era el hijo amado del eterno Padre no estaba anunciando un hecho nuevo o una nueva filiación de nuestro Señor. Estaba haciendo simplemente una solemne declaración de aquella filiación que había existido desde toda la eternidad, pero que ahora estaba empezando a manifestarle públicamente como mediador entre Dios y los hombres. La complacencia del Padre, en el texto griego original, viene expresada en tiempo gramatical de aoristo para indicar el acto eterno de amorosa contemplación con que el Padre mira al Hijo.

El Cristo que subía de las aguas, como la tierra había surgido de las aguas en la creación y después del diluvio, como Moisés y su pueblo salieron de las aguas del mar Rojo, era glorificado ahora por el Espíritu Santo, que se aparecía en forma de paloma. El Espíritu de Dios nunca aparece en figura de paloma, salvo en este pasaje. El libro del Levítico menciona ofrendas que se hacían según la posición económica y social del dador. Una persona lo suficientemente rica ofrecía un novillo, una menos rica, un cordero, pero los más pobres tenían el privilegio de ofrecer palomas. Cuando la Madre de nuestro Señor presentó a éste en el Templo, su ofrenda fue una paloma. La paloma era símbolo de mansedumbre y apacibilidad, pero sobre todo simbolizaba el tipo de sacrificio posible para la gente más sencilla. Cuando un hebreo pensaba en un cordero o en una paloma, acudía en seguida a su mente la idea de un sacrificio por el pecado. Por lo tanto, el Espíritu que descendió sobre nuestro Señor era para ellos un símbolo de sumisión al sacrificio. Cristo se había unido ya simbólicamente con la humanidad en el bautismo, anticipando así su sumersión en las aguas del sufrimiento; pero ahora era también coronado, dedicado y consagrado a aquel sacrificio por medio de la venida del Espíritu. Las aguas del Jordán le unieron a los hombres, el Espíritu le coronó y dedicó al sacrificio, y la voz testificó que su sacrificio sería grato al Padre.

Las semillas de la doctrina Trinitaria, que fueron plantadas en el Antiguo Testamento, empezaron ahora a desarrollarse. Se harían más claras a medida que pasaba el tiempo; el Padre, el creador; el Hijo, el redentor; y el Espíritu Santo, el santificador. Las palabras mismas que el Padre dijo entonces, “Tú eres mi Hijo”, habían sido dirigidas proféticamente al Mesías miles de años antes, en el segundo Salmo.

Tú eres mi Hijo / Yo te he engendrado hoy. (Sal. 2, 7)

Nuestro Señor diría más adelante a Nicodemo:

 En verdad, en verdad os digo / Que, a menos que el hombre naciere del agua y del Espíritu / No puede entrar en el reino de Dios. (Jn 3, 5)

El bautismo en el Jordán puso fin a la vida privada de nuestro Señor y dio comienzo a su público ministerio. Descendió a las aguas del río siendo conocido para la mayoría de la gente como el hijo de María; salió de ellas preparado para revelarse como lo que había sido desde toda la eternidad: el Hijo de Dios. Era el Hijo de Dios en la semejanza del hombre en todas las cosas, salvo en el pecado. El Espíritu le ungió no precisamente para que enseñara, sino para que redimiera.

(MONS. FULTON SHEEN. Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1996, pp. 56-59)