Hay que leer los escritos de los primeros apóstoles del Sagrado Corazón, de Margarita-María sobre todo, del Beato de la Colombiere, del Padre Rolin y de otros. Hay que volverse a sumergir un poco en la atmosfera resfriada, helada, del jansenismo de aquel tiempo, para comprender todo el alcance de esta devoción tan nueva del Sagrado Corazón que, desde la muerte de Jesús, es uno de los acontecimientos más grandes en la historia de la Iglesia, y fue ciertamente la más maravillosa manifestación de su amor. Cuando uno ha vuelto a sumergirse en esa atmosfera que iba a crear tantos obstáculos a la difusión de la nueva devoción, se comprenden mejor las admirables promesas de Jesús a los que le ayudarán a hacer conocer el amor infinito de su Corazón para con cada uno de nosotros.
En los primeros siglos de la Iglesia, Jesús crucificado tuvo sus apóstoles y discípulos para manifestar su amor inefable al mundo entero, y los colmo de gracias poderosas para transformar la sociedad pagana. En el siglo diecisiete, el Corazón de Jesús encontró también sus apóstoles que, a despecho de la rabia de Satán y de los esfuerzos del jansenismo, la peor de todas las herejías, debían hacer conocer por todas partes las maravillosas ternuras del divino Corazón respecto de nosotros. A esos apóstoles los armó también con toda clase de bendiciones nuevas, de gracias insignes de cada especie, con todo género de influencias maravillosas para sí mismos y para las almas que habían de convertir.
Las promesas que les hizo son siempre valederas, son para todos los tiempos, son eternas, porque la misión de manifestar el misterioso amor del Corazón de Jesús no terminará sino con el fin de los tiempos. Cada siglo traerá un nuevo esplendor a la revelación triunfal de ese amor. El siglo diecinueve se cerró con una victoria deslumbrante para la devoción al Corazón de Jesús, la consagración, hecha por León XIII, del género humano a este divino Corazón. Y recientemente, en nuestro siglo veinte, el Santo Padre, el Papa Pío XI, nos otorgó la magnífica encíclica Miserentissimus Redemptor, en la que incita a todos los fieles a cooperar a la redención de Jesús y a consolar a su divino Corazón, continuando su pasión expiatoria y reparadora en nosotros mismos, miembros de su cuerpo místico.
Esta encíclica, la institución de la practica universal de la reparación solemne, la introducción de la fiesta del Sagrado Corazón, como también la nueva fiesta de Cristo Rey, son como la apoteosis gloriosa y el coronamiento de la devoción al divino Corazón.