1º. En efecto, nosotros poseemos en nuestros tabernáculos, ofrecemos en el altar y recibimos en la Sagrada Misa el cuerpo nacido de la Virgen María; así lo canta la Iglesia: Ave verum corpus natum de Maria Virgine.
Este cuerpo sacrosanto fue concebido, es verdad, por obra del Espíritu Santo; pero fue formado, sin embargo, en las castas entrañas y de la substancia misma de una Virgen, que ya no se pertenecía, puesto que había escogido un esposo; y ya bajo este respecto,
San José tenía sus derechos sobre el Niño Jesús. Escuchad cómo razona sobre este punto el bienaventurado Obispo de Ginebra: “Si una paloma, dice, llevando en su pico un dátil, lo dejase caer en un jardín en el cual echase luego raíces, ¿a quién otro pertenecería el árbol quo naciese de él, sino al dueño del jardín? Puesto que el propietario de la finca lo es también de los frutos que produce: Res fructificat domino. Ahora bien, el Espíritu Santo, la dulce paloma del Jordán, dejó caer ese dátil inmortal, el Verbo increado, en el seno de María, que Él mismo compara a un huerto cerrado: hortus conclusus, soror mea sponsa, hortus conclusus; y allí ha crecido el Justo por excelencia, allí se ha desarrollado y se ha vuelto grande cual esbelta palmera: justus ut palma florebit. Pero la Santísima Virgen pertenecía a San José, como pertenece la esposa a su esposo, y por consecuencia de ello, el fruto bendito de sus entrañas le pertenecía también: quod nascitur in agro meo, meum est, dicen los jurisconsultos. Es como si fuera su hijo; es una dorada espiga que ha crecido en su campo; es un racimo purpúreo que ha brotado de las ramas de una vid que es suya: por consiguiente, suyo es también el trigo de los elegidos, el vino que engendra vírgenes”.
2º. Hay más aún: San José fue el guardián del Hijo do Dios; él conservó cuidadosamente este depósito sagrado y lo sustrajo a la persecución con riesgo de su propia vida. Apenas nacido Jesús, el cruel Herodes lo busca para darle la muerte; la guadaña mortífera de ese tirano ambicioso quiere segar el trigo misterioso que ha germinado en el seno de María, como un terreno virgen. Levántate, José, toma el niño con su Madre y huye para salvarle; cuida de Él, guárdale bien, que es nuestra única esperanza: Él debe alimentar un día al mundo entero con su propia substancia. Si la tempestad de la persecución hubiese tronchado entonces la naciente espiga, no tendríamos hoy el Pan Sagrado que da la vida eterna.
Fue en Egipto donde el antiguo José acumuló en inmensos graneros, durante los siete años de abundancia, el trigo de que debían alimentarse los súbditos de Faraón y la casa de Jacob, durante los siete años de escasez. Fue en Egipto primero, luego en Nazaret, donde el nuevo José refugió largo tiempo a Aquel que, abriendo sus tabernáculos en la víspera de su muerte, dijo a los judíos y gentiles: Tomad y comed, éste es mi cuerpo; tomad y bebed, ésta es mi sangre; mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. Con más razón pues que el Virrey del Nilo, puede ser llamado nuestro José: Salvador del mundo. En estos tiempos de esterilidad, después de transcurridos diez y nueve siglos, todavía vivimos del trigo por él recogido y depositado en esos vastos graneros que llamamos los Santos Tabernáculos.
3º. Y falta todavía algo sobre el punto primero: si bien es cierto que José fue ajeno a la formación del cuerpo de Jesús, no lo fue a su desarrollo y crecimiento; él no le dio el ser, es verdad, pero sí se lo mantuvo y conservó a costa de sus fuerzas; era su padre nutricio, carnis suae nutritium, dice San Bernardo, ganando por un trabajo asiduo la vida a Aquel por quien todo vive y respira. De sus sudores, y ¡ay! muchas veces de sus lágrimas se alimentaba el niño de Nazaret.
Ved ahí pues el tercer argumento que nos permite decir que en cierto modo nuestro gran santo tiene parte en el sagrado misterio de la Eucaristía. El pan ganado por él fue lo que sustentó la sangre adorable derramada en el calvario y convertida en nuestro alimento en el Altar. Ese mismo pan, cambiado en la carne del Hijo del Hombre, es lo que nos hace vivir; puede decirse que la Santa Hostia llega hasta nosotros empapada en los sudores de San José, y el cáliz nos trae con la sangre divina, las lágrimas del carpintero de Nazaret, si así me es dado expresarme. ¿No es éste acaso el sentido y aún la expresión de uno de los pasajes del Decreto de Pío IX, declarando a San José Patrono de la Iglesia universal?…
¿No se dice acaso de él: Solertissime enutrivit quem populus fidelis uti panem de coelo descensum sumeret ad vitam aeternam consequendam? “Alimentó con la mayor solicitud a Aquel a quien debía recibir un día el pueblo fiel, como pan de vida para llegar al Cielo”.