Nuestra religión tiene sobre todas las otras la característica ésta: descubre y eleva ese tesoro que es nuestra alma. El Cristianismo descubre y eleva ese tesoro que es nuestra alma. Descubre esa gran cautiva que llevamos dentro y conocemos tan poco. Esa maravilla creada por Dios a la que le dió su propia característica: la inmortalidad.
Si vemos al mundo tan desolado es porque falta en él la inteligencia y la voluntad que son como el eje del mundo, todo parece desordenado y sin sentido cuando no está regulado por ellas.
El hombre es rey, soberano de todo lo creado. Nada debe pedir a las criaturas que, precisamente, están esperando que él justifique su existencia, elevándolas a Dios. El hombre es inmortal y las cosas que pasan no pueden ofrecerle más que muerte. Cuando surge el alma bañada por la Sangre del Cordero, límpida, pura, recobrada su virginidad, Dios la eleva y la corona con la adopción de hijo. Entonces puede erguir su cabeza y colocarse entre los coros de los ángeles. ¡Es tan bella el alma redimida! Jesús decía a Santa Teresa: “Es tan bella tu alma, que si no hubiera cielo, lo crearía para ti”. Y no titubeó en hundirse en las afrentas más terribles con tal de rescatar a esta cautiva, la única en el universo que puede ofrecerle un lugar de reposo.
La excelencia de las pasiones forma parte de la vida espiritual. Y Dios da la necesidad de ellas para la santificación. En los mandamientos encontramos uno que se refiere al amor de Dios y al prójimo: “Amarás a tu Dios…….” Todo se reduce a esto: “Amarás”.
Afiancemos bien la idea acerca de la castidad, desarraiguemos de nosotros la idea de que es contraria a la naturaleza humana. ¡No! La naturaleza humana esta sedienta de castidad, está clamando por la castidad que purifica por dentro. Es necesaria no sólo para el sacerdote, sino para el célibe y el casado. ¿Acaso no fueron verdaderos esposos la Santísima Virgen y San José? La carne es nada, es el calzado de nuestros pies. El verdadero connubio está en la maravillosa unión de la inteligencias.
La castidad no es opresión. El hombre debe tener un completo dominio de sus apetitos.
Los médicos se meten en camisas de once varas cuando opinan sobre estas cosas. Ellos observan sólo los cuerpos, y el hombre es cuerpo y espíritu. Observan cuerpos de hombres que no son normales porque el hombre normal es santo y nosotros somos degenerados. El médico no debe hablar de hombres sino de cuerpos y de las enfermedades del cuerpo.
Hay que libertar al hombre. La castidad no es prerrogativa ni violencia impuesta al sacerdote sino una necesidad por la que está clamando la naturaleza humana. El apetito animal del hombre en cuanto a su modo debe ser racional. En el hombre la animalidad está abierta a lo sublime, aspirando a una perfección. Todo hombre tiene vocación de sacerdote.
¡Que error cuando se dice, comentando una debilidad: “Es humano”! ¡NO!…Eso no es humano, eso va contra la naturaleza humana. ¡El hombre tiene sed de Dios!
El sacerdote es el hombre en toda su plenitud. Es una locura de Dios. Dad gracias a Dios porque marcó con marca de fuego esa carne por amor a sus redimidos. ¡Qué cosa maravillosa es el sacerdote! Está en el torrente vivificante de Dios. ¿Habéis pensado alguna vez en estas palabras: “Yo te absuelvo”? No, “yo te pido Señor que lo absuelvas”, sino “yo te absuelvo”.
¡Dios hizo locuras con el hombre! Es tan magnífico lo que hizo con el sacerdote, que si lo comprendiéramos, moriríamos. El sacerdote siente circular a Cristo a través de sí. En el confesionario se siente a Dios. Surgen consejos, inspiraciones que jamás se le hubieran ocurrido a él. Cuando caemos de rodillas ante un sacerdote, lo hacemos porque vemos en él un instrumento de Dios. Al pronunciar las palabras de la consagración, el sacerdote desaparece, es Cristo quien está allí. La Iglesia nos ha liberado del hombre. No veamos allí a la criatura sino a Dios.
¿Cuándo comprendemos la dignidad excelsa del sacerdote, podemos todavía apreciarlo por sus dotes personales? Esas dotes son nada al lado de su condición de sacerdote. Escuchemos con reverencia al más humilde cura de aldea: es sacerdote, es portador de Dios.
¡Y sabedlo! El sacerdote está dotado de una gran fecundidad espiritual. Su alma va cargada de multitud de almas, llevando en sí sus preocupaciones, sus problemas y sobre todo, sus destinos ante Dios.
¡Oh! Vosotros que comprendéis lo que es el sacerdote, miradlo con reverencia. Que vuestra manera de tratarlo, de dirigiros a él esté proclamando el respeto y la reverencia a su dignidad.
El sacerdote está en el torrente de Dios y debe tener perfecta pureza. La fecundidad de la carne ha caducado. Ha sido desheredada de su fin supremo de elevar las creaturas a Dios, y ha sido dada la primacía a la fecundidad del espíritu.
Los Patriarcas conferían poderes del espíritu al primogénito. Era como una ordenación sacerdotal. Pero la carne defraudó y Dios dió el poder al espíritu. Los hijos de Dios no son hijos de la carne sino del espíritu: “Te doy un retorno virginal, nuevo, al espíritu…”.
El que hizo voto de castidad se siente rey. No trabaja para una carne caduca, enferma, que exige tanto y da tan poco. Por eso el sacerdote ha sido liberado. Oídlo bien: Liberado de la servidumbre de la carne para que, libre de todo lazo carnal, pueda volar donde una necesidad lo llama.
Defended siempre la castidad del sacerdote como una necesidad esencial. El sacerdote debe ser el verbo del Verbo. El Verbo nombra a Dios. Al sacerdote le han sido dados los poderes del Verbo para que continúe su obra sobre la tierra.
El Oficio Divino que reza diariamente el sacerdote es el canto del Espíritu Santo… Es el canto de la esposa que día y noche nombra al Esposo. Lo multiplica en la boca de sus hijos. Entremos en veneración del Oficio Divino. El que lo ha tenido en sus manos, ya no puede seguir rezando novenitas.
¡Cómo han cambiado los tiempos! San Bernardo oía cantar salmos a los labriegos. ¡Cantaban salmos mientras labraban la tierra!..
Fray. Mario José Petit de Murat O.P.