El otro día leí una nota acerca de la epopeya de los grandes navegantes Magallanes y Elcano, en la cual se valoraba el testimonio de un desertor perteneciente a la tripulación de la nave Victoria. Basándose en un documento recientemente encontrado en el archivo histórico de Portugal, la nota explicaba la causa de la deserción: «él no estaba dispuesto a morir como los otros doscientos hombres que habían quedado en el camino».[1] Llama la atención lo que leíamos más adelante: «el rescate de estas figuras secundarias supone dar presencia y voz a los verdaderos héroes de esta historia». Así se le daba título de héroe a quien no quiso serlo. Este hecho puntual es solamente una anécdota irrelevante, pero sirve como ocasión para hilvanar, contracorriente, algunos pensamientos acerca del verdadero heroísmo y de los altos ideales.
1. El ideal envilecido
Hace algunos años salió una película llamada Silencio, basada en una novela histórica, sobre la apostasía de algunos misioneros jesuitas en Japón. Astutamente, la película deja un mensaje claro: Es muy loable y heroico el martirio, pero ¿por qué no dar cabida a la apostasía también? En efecto, a la par de representar impresionantemente los martirios de algunos misioneros y cristianos fieles en la tierra del sol naciente, la película inclina la balanza de la admiración hacia aquellos que apostataron. Logra esto a través de un falso misticismo, como se ve en aquel instante de la trama en que el mismo “Jesús” invita al jesuita a apostatar y librarse, al fin, del sufrimiento causado por una crudelísima encrucijada en la que los torturadores lo habían puesto. Además de trasgredir los límites de una legítima licencia literaria, la película cae en una contradicción teológica, porque es absurdo que Nuestro Señor inspire el martirio a unos, y la apostasía a otros. Es que en el nihilismo del pensamiento moderno caben estas incongruencias. En este caso, con el afán de contrastar dos actitudes opuestas, ni la una ni la otra quedan en pie, aunque la consecuencia segura será el menoscabo de la verdadera heroicidad y la evanescencia del ideal cristiano del martirio. Con este modo de pensar, ya no tendría sentido llegar a Sevilla con Juan Sebastián o morir en el intento, ni derramar la sangre por Cristo en Japón. Después de todo, el desertar o apostatar serán también propuestas encomiables.
En estos tiempos crucifóbicos, no es difícil constatar un violento trastocamiento del sentido de grandeza, cuya raíz es la cobardía. En el fondo de la cultura de la muerte, por ejemplo, subyacen, además de la ambición por el dinero, el temor a la vida verdadera, el pánico frente a toda responsabilidad, y el envilecimiento de ideales; detrás de la arrogancia y vehemencia de las ideologías ateas, se descubre un recelo vergonzoso que rehúye la auténtica dignidad transcendente de la persona humana; y en el “empoderamiento” que pregona el feminismo actual, no vemos más que un grosero escapismo de la vocación irrenunciable que la mujer tiene, por naturaleza, de ser hija de Dios, esposa y madre.
Pero no creamos que nosotros estamos exentos de este modo de pensar contradictorio propio de una sociedad de ideales vacíos, mutilados e invertidos, porque también en el mundillo eclesiástico actual, el héroe verdadero es tenido como un loco suelto de aspiraciones románticas, y el desertor calculador es tenido por sabio, prudente y libre. Aquí ya no hablamos de la mentalidad de una nota periodística o del análisis de una película. No, a nosotros, religiosos y sacerdotes, nos puede pasar también, esto de acariciar la cobardía, abandonar las metas de la perfección de nuestro estado, y congraciarnos con nuestros caprichos que tapamos farisaicamente con el disfraz de la grandiosidad.
2. El ideal desconsolado
O a lo mejor nos podría pasar como a los desesperanzados discípulos de Emaús, quienes, tras la desolación del Calvario, declinaron del privilegio de ser discípulos del Señor y dijeron: «Nosotros esperábamos que fuera él, aquel que habría de liberar a Israel».[2] Pero ya no esperaban más. Si quien caminaba con ellos hubiera sido, en efecto, un forastero inadvertido, los tristes caminantes habrían escuchado: «qué pena, me temo que han sido ustedes estafados por un embaucador». Pero era el mismo Jesús resucitado quien caminaba con ellos, el cual los consoló sin palmaditas en las espaldas ni psicoanálisis paliativo. Los consoló espiritualmente con el tan valioso como olvidado método de la reprimenda, que en castellano es sinónimo de sermón. Les recordó la necesidad de la cruz, con el fuego y confortación de las Escrituras,[3] no sin antes haberlos llamado necios y tardos de corazón, o sea, sin inteligencia ni buena voluntad para el ideal de la cruz.
Muy probablemente ellos, como muchos otros a través de los siglos, habían ido tras de Cristo sin haber “sacado las cuentas”, según y como se nos advierte en aquellas parábolas mellizas del Evangelio de San Lucas.[4] En ellas, la prudencia es para el constructor de una torre y para el rey en campaña, lo que la renuncia a todas las cosas para los discípulos de Cristo. Se trata de sentarse y calcular los gastos y las fuerzas antes de construir o guerrear, pero no con el fin de escaparle a la tarea si la vemos complicada, sino al contrario, para estar al tanto de la total renuncia, y actuar en consecuencia. Lo paradójico es que, para un constructor y para un rey, nunca parecería prudente dejarlo todo. Pero sí lo es para un discípulo de Cristo, quien calcula,[5] pero no es un calculador.[6] Por lo cual, comenta un autor, «no se debe ir tras Cristo como quien sale a un día de picnic, sino como quien va a la muerte. Jesús quiere seguidores conscientes de su misión y de las renuncias que esta conlleva […] Ninguno de los que se decepcionan del seguimiento de Nuestro Señor puede echarle en cara que Él los haya estafado. […] Al que a media jornada de la vida dice, “no me imaginaba que sería así”, debemos decirle: “en realidad, tú quisiste convencerte de que sería de otro modo, pero las cosas han sido tal cual Jesús lo dijo siempre en el Evangelio”».[7]
3. El ideal sublime
Sabidas estas enseñanzas, hay quienes todavía quieren que el heroísmo no sea para todos. Es cierto que no todos están llamados a vivirlo de la misma manera, pero todos están llamados a quererlo, pues en el centro del Evangelio está el abajamiento heroico y martirial que implica tomar la propia cruz, un amor ya declarado en la Pasión del Señor, del que todos somos llamados a ser testigos. San Juan Pablo II predicaba: «Todos los fieles que quieran servir a Cristo con generosidad auténtica, antes o después deberán sufrir una especie de martirio: del corazón, de los sentidos, de la voluntad o de los sentimientos».[8] Por eso, cuando el ideal es muy alto y noble, existen dos actitudes posibles: la magnanimidad que mantiene el ánimo orientado hacia los actos grandes,[9] o la pusilanimidad que voluntariamente rebaja los fines hasta donde parezcan cómodamente alcanzables, o directamente rechaza intentar hacer algo grande.[10]
Alguno podrá objetar que no basta tener grandes ideales, pues como dice el refrán: «el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones». Y es verdad. Sin embargo, esto no quiere decir que habría que “ser realistas” y poner en jaque a las buenas intenciones, menos aun cuando se trata de ideales alcanzables, al menos en el orden de la gracia, a saber, la gloria de Dios, la santidad, la perfección de la caridad, la propia cruz, la perseverancia en nuestro sacerdocio y en nuestros votos, y la salvación de las almas. Sería presunción decir que podemos alcanzar estos fines con nuestras propias fuerzas, mas sería pusilanimidad decir que no son alcanzables en absoluto, sin reparar en la verdad indiscutible que tales fines no son producto de alucinaciones, sino, por el contrario, inspiraciones de un Dios que los plantó como semillas en nuestros corazones, de un Dios que no hace absurdos.
Por eso, ser verdaderamente realista implica primero tener una inteligencia clara del fin y después dirigir nuestro obrar hacia éste, como Don Quijote, quien, luego de nutrir sus entendederas con los ideales de la caballería, vio «convenible y necesario ejercitarse en todo aquello que él había leído»,[11] o como el gran san Ignacio de Loyola, que «si no leyera, tampoco hiciera».[12] La razón, claridad, altura y atracción del fin hacen que el obrar goce de dirección, aun cuando todavía tenga que perfeccionarse. De allí que, cuando se toma conciencia de la propia imperfección en el obrar, hallemos nuestro espíritu en un momento crucial, durante el cual podríamos caer en el trágico error de rebajar nuestro propósito, en vez de determinarnos con mayor confianza a alcanzarlo en su altura y pureza originales. Pero la confianza debe ser como la entendió Santo Tomás, esto es: una esperanza fortalecida por una sólida convicción.[13]
4. El ideal encarnado
Ser realista, finalmente, se trata de romper la dialéctica falsa entre la doctrina y la práctica, por la cual, al no vivir como pensamos, terminamos pensando como vivimos. Es la enfermedad de la acomodación con el siglo que padecen los iluminados de nuestros días, quienes proponen novedades morales alegando cierta incapacidad del Evangelio para iluminar las improvisaciones de la historia. «Es verdad que el Evangelio y la doctrina son el fundamento de la pastoral», dicen, «pero es necesario entender que no pueden aplicarse de un modo exclusivamente deductivo. […] La praxis no es solo una consecuencia lógica de la doctrina».[14] Así hablan, como si el Verbo no se hubiera encarnado. El Logos no es una idea platónica que permanece separada de nuestras vidas y de la historia del hombre. El Logos se hizo carne y puso su morada entre nosotros, para iluminar a todo hombre,[15] a todo el hombre y a todas las manifestaciones del hombre, para llegar hasta la raíz misma de su ser, costumbres y tradiciones.[16] No hay praxis en el hombre que pueda quedar al margen de la lógica de la Encarnación. No hay prudencias, acompañamientos o discernimientos que puedan prescindir de la Verdad Encarnada. Ya lo dice el Concilio Vaticano II: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».[17]
En otras palabras, es el Hijo de Dios quien destruye aquella dialéctica perversa, y es su gozosa Encarnación el ideal cristiano por antonomasia. No es una idea abstracta, sino un ideal concreto y sustanciado por un abajamiento extraordinario, donde el amor de Dios llega hasta sus perfectísimas consecuencias, como son la Pasión y la Resurrección, transformándose así, en el objeto y fin de toda libertad creada y redimida. Anunciado desde antiguo, el hecho más trascendente de la historia se hizo esperar, en razón de penitencia y profecía.[18] Y al dilatarse en el tiempo, dilató el deseo del hombre. «Tiene este provecho la dilación del deseo, que hace más capaz la voluntad para mejor recibir lo que desea y haber más sabor en ello […] Por lo cual, dilató Nuestro Señor tanto el inmenso beneficio de su bendita Encarnación, porque fuese de nos tenida en mayor precio, reverencia y devoción».[19] Por esta misma razón, nuestros propios ideales sacerdotales y religiosos, contenidos en el misterio de la Encarnación, exigen de nosotros fidelidad, paciencia y vigilancia, para crecer en el deseo firme y en la capacidad de recibirlos algún día con el mismo gozo de Nuestra Señora en la Anunciación del Ángel.
5. El ideal custodiado
Decíamos arriba que nadie está exento de la posibilidad de avergonzarse de la cruz, desertar o cambiar los grandes propósitos por otra cosa. Claro está que la santidad es obra de Dios, y la perseverancia en el bien, la gracia de las gracias.[20] Por eso, siempre hace falta combatir contra el amor propio enraizado en una «extorsión de propiedad, según la cual nos complacemos en la propia excelencia, como si lo bueno que en nosotros hay, o nos parece haber, fuese cosa propia nuestra».[21] Si pensásemos que la perseverancia en la vocación se debe a los propios méritos, estaríamos usurpándole a Dios lo que sólo a él pertenece, pues de la perseverancia en la vocación es dable decir lo que de la perseverancia en la gracia: «a muchos se da la gracia, a los cuales no se concede perseverar en ella».[22] Tanto el comienzo como el término de toda obra buena viene de Dios.[23]
De todas maneras, aun sabiendo que tanto la virtud como el acto de la perseverancia no dependen y nunca podrán depender de nuestra sola fuerza, y que nuestro libre albedrío, sin el auxilio de Dios, jamás tendrá la capacidad de mantenerse inmóvil en el bien hasta la muerte, todavía queda bajo nuestra potestad la elección de la perseverancia, y en la libérrima providencia de Dios, su ejecución.[24] Pero esta potestad de elección es también un regalo de Dios, porque como explica santo Tomás: «el principio de las buenas obras en nosotros es pensar lo bueno, pero también esto procede de Dios».26 Así pues, se entienden las divinas palabras de nuestro Salvador: «en vuestra perseverancia salvaréis vuestras vidas»,[25] en cuanto que, por potestad donada de lo alto, la elegimos, y Dios nos la concede según su beneplácito. Conforme a esto, la dignidad, nobleza y calidad de una persona dependen de esta elección porque «para determinar la índole de la personalidad es más importante saber lo que el individuo quiere ser, que lo que es».[26] Pero debe ser un querer de voluntad verdadera, no veleidosa, vacilante o engañada. Es una voluntad sincera, que quiere el fin y los buenos medios que conducen efectivamente a ese fin, aunque sean duros y difíciles.[27]
En cuanto al ideal de la vida religiosa, el elegirlo se identifica con un querer vital, que ofrece, aunque no infaliblemente, cierta garantía de perseverancia en la vida consagrada. Dice un autor: «Para mí, un novicio da garantías de seguridad cuando quiere vitalmente hacer las cosas que hay que hacer, cuando tiene espíritu de sacrificio y es dócil. […] No está la gracia en que los novicios guarden disciplina sino en que quieran guardarla».[28] Este es el querer varonil, o la sed infinita[29], que está en los labios del que profesa los votos, y que debe permanecer custodiado en su vitalidad, según las palabras de la Escritura que dicen: «Lo que una vez salió de tus labios, lo guardarás y lo cumplirás, conforme al voto libremente hecho a Yahvé, tu Dios, que prometiste con tu boca».[30] Será preciso entonces para el religioso, el cual siempre debe tenerse como novicio, examinar la vitalidad de su querer, y junto a este, las demás señales que pueden alimentar una esperanza fundada de perseverancia, a saber: la gracia habitual, el espíritu de oración, una verdadera humildad, paciencia ante la adversidad, el ejercicio de la caridad y de las obras de misericordia, amor sincero hacia Jesucristo, la devota participación en los sacramentos, la tierna devoción a María y un gran amor a la Iglesia.[31]
Pero si no pudiéramos encontrar en nosotros todos estos “signos” de perseverancia, y al mismo tiempo vemos que seguimos en pie,34 será fundamental entonces, mendigar la gracia de la confusión y ejercitarnos seriamente en la virtud del agradecimiento, según el modo de las peticiones y coloquios ignacianos.[32] La acción de gracias es «señal manifiesta de predestinación y fuente manantial de nuevos favores, gracias, y misericordias divinas».[33] Pero no es digno de alcanzar un beneficio quien no da gracias de los beneficios recibidos.[34] «La esperanza del ingrato como escarcha invernal se deshace».[35] Dice un autor: «Lo peor que nos podría pasar en estos tiempos de dificultades y penurias, es olvidarnos de agradecer a Dios por tantos bienes que nos da, aún en medio de las dificultades, y aún las mismas dificultades. Cuando dejamos de ver los bienes que recibimos, a raudales, todos los días, perdemos la alegría de vivir, el sentido de nuestro paso por esta tierra, la grandeza del fin último al que estamos llamados y caemos inexorablemente en distintas formas de tristeza y depresión, nos volvemos disconformes con todo, la vida cuenta poco, y hasta nos molesta la luz del sol».[36] La gratitud, en cambio, nos protege de pensar que merecemos un trato especial, nos preserva de la envidia y nos cura del resentimiento por el cual creemos que merecemos más de lo que tenemos, cuando en verdad tenemos mucho más de lo que merecemos. El verdaderamente agradecido sabe celebrar con alegría todo lo que posee, sea poco, mucho o nada. «Rendir culto a Dios, ofrecerle el sacrificio de adoración y de acción de gracias, es decir que uno reconoce que Él es bueno, que son buenas todas sus criaturas, que es bueno que uno viva y que la vida es buena; es afirmar la bondad de la existencia: Y esa es la raíz profunda de la fiesta. Hoy día se busca todo lo contrario y, por tanto, los hombres y los pueblos se van olvidando de hacer verdadera fiesta».40
6. En lo alto el ideal
Está en nuestra libertad elegir, una y mil veces, las señales claras de un querer genuino. Está en nuestra libertad mantener siempre enarbolado[37] el ideal sacerdotal y religioso al que hemos sido llamados, y nunca avergonzarnos ni dudar del camino emprendido. Pues aquí está Dios. Está en su Iglesia, de quien somos sus hijos. Está en nuestra querida Congregación, en sus ideales y carisma. Está en sus santos y patronos. En sus templos y sagrarios. En la Virgen de Luján. Está en cada empresa y aventura, y en cada minuto de oración y penitencia. Está en las enseñanzas y ejemplos de nuestro fundador y en el estudio y predicación de nuestros maestros. Está en el dolor de nuestros enfermos, ancianos y huérfanos. Está en la valentía y perseverancia de nuestros seminaristas. Está en la inocencia de nuestros niños y en la pureza de nuestros jóvenes. Está en el silencio de nuestros hermanos religiosos y en las alegrías y tristezas de nuestros familiares y amigos. Está en la cruz, en la pobreza, y en la persecución.
Todo lo cual debemos custodiar como al Santísimo en nuestros sagrarios, y besar cada día, como a Cristo, en la piedra de nuestros altares. Antiguamente, en la consagración de un altar, el obispo sellaba en él, no solamente las reliquias de los mártires con algunos granos de incienso, sino también tres hostias consagradas, como prenda de ofrecimiento perpetuo.[38] Así nosotros también debemos custodiar para la perpetuidad, y en la parte más inexpugnable del alma, los objetos más entrañables de nuestro amor sacerdotal y religioso, nuestros anhelos más queridos, y elevar nuestro ideal como bandera:
Incólumes se yerguen hasta el cielo,
el mástil y el candor de mi bandera,
mi voluntad tomó su agarradera
cuando mis pies se hundían en el suelo.
Sé que Dios me la dio de compañera
para cargar mi peso y mi desvelo,
sé también que lastima mi recelo
y disipa la duda más ligera.
Me dice que el sendero de la cumbre es oscuro,
mas no me atemoriza,
porque hay noches
que entrañan dulcedumbre.
Por eso yo me afirmo
y voy deprisa,
de la Virgen mendigo reciedumbre
y de Cristo los fuegos de la Misa.
Javier María del Corazón de Jesús Ibarra, IVE
5 de diciembre de 2019
10º aniversario de sacerdocio
[1] Cfr. Diario Clarín, 08/11/2019, versión digital, sección cultura: El hallazgo casual de un documento revela secretos de la primera vuelta al mundo.
[2] Cfr. Lc 24,21.
[3] Cfr. Rom 15,4.
[4] Lc 14,25-35. Las parábolas del constructor de la torre y del rey en campaña, al igual que el episodio de Emaús, sólo se encuentran en el Evangelio de san Lucas, y guardan no poca relación con dicho episodio en cuanto a la enseñanza, lo cual no deja de ser curioso, pues existe la tradición que fue justamente Lucas el que caminaba con Cleofás, y que por humildad no habría querido asentar su nombre. Así lo afirman las iglesias orientales en su conjunto, por ejemplo, Teofilacto de Ohrid: «…Ciertamente, mientras Nuestro Señor enseñaba, [Lucas] se convirtió en uno de los setenta discípulos. Con Cleofás se encontró a Cristo resucitado de entre los muertos…». Cfr. Enarratio in evangelium Lucae, PG, 123, 266. Nosotros podemos decir que Jesús Resucitado los hizo tomar cuenta del costo de ser discípulo: «¿no era necesario que el Cristo padeciera…?». Lc 24, 25.
[5] Calcular, 2: «Considerar, reflexionar algo con atención y cuidado». Real Academia Española.
[6] Calculador, 3: «Dicho de una persona que realiza o impulsa determinados actos para obtener un provecho». Real Academia Española.
[7] MIGUEL ÁNGEL FUENTES, Comentario al Evangelio de San Lucas. San Rafael, ediciones aphorontes, 2017, 266.
[8] SAN JUAN PABLO II, Homilía, 8/11/1992.
[9] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II, 129, 1: «…dicitur aliquis magnanimus quod animum habet ad aliquem magnum actum».
[10] Cfr. MIGUEL ÁNGEL FUENTES, Duc in altum! (Lc 5,4) Escencia y educación de la magnanimidad, Colección Virtus 3. New York, ivepress, 2012, 33.
[11] MIGUEL DE CERVANTES, Don Quijote de la Mancha, I, I.
[12] Cfr. EDMUNDO GELONCH VILLARINO, Don Quijote como Ideal del Hombre, San Rafael, Edive, 2017, 152.
[13] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II II, 129, 6, ad 3.
[14] WALTER KASPER, RAFFAELE LUISE, Testigo de la Misericordia, Barcelona, Herder, 2016.
[15] Cfr. Jn 1,1-14
[16] SAN PABLO VI, Evangelii Nuntiandi, 20
[17] CONCILIO VATICANO II. Gaudium et spes, 22.
[18] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III, 1, 5: «…propter conditionem humani peccati, quod ex superbia provenerat, unde eo modo erat homo liberandus ut, humiliatus, recognosceret se liberatore indigere… quanto maior iudex veniebat, tanto praeconum series longior praecedere debebat».
[19] Cfr. HERNANDO DE TALAVERA, Loores de San Juan Evangelista, 1,3. «… Por lo cual, cubrió Nuestro Señor y escondió sus misterios en la Santa Escriptura porque con deseo buscados y hallados, fuesen más sabrosos y más preciados…».
[20] “Magnum donum”. Cfr. Concilio de Trento, DS 1566.
[21] JOSÉ CALVERAS, Práctica de los Ejercicios Espirituales. Barcelona, Editorial Balmes, 1962, 345.
[22] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, 109, 10.
[23] Fil 1,6: «…tengo la firme confianza de que Aquel que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo…». Cfr. CARLOS MIGUEL BUELA, Sacerdotes para siempre. New York, Ivepress, 2011, 407.
[24] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, II-II 137, 4. «… Quia cum liberum arbitrium de se sit vertibile, et hoc ei non tollatur per habitualem gratiam praesentis vitae; non subest potestati liberi arbitrii, etiam per gratiam reparati, ut se immobiliter in bono statuat, licet sit in potestate eius quod hoc eligat, plerumque enim cadit in potestate nostra electio, non autem executio». 26SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Philippenses. cap. 1, l. 1. «… Quia principium boni operis in nobis est cogitare de bono, et hoc ipsum est a Deo. 2 Cor 3,5: Non quod sufficientes simus cogitare aliquid a nobis, quasi ex nobis sed sufficientia nostra ex Deo est…». o también, Super Philippenses. cap. 2, l. 3.: «… Tertia pelagianorum, sicut et primi, dicentium electiones esse in nobis, sed prosecutiones operum in Deo, quia velle est a nobis sed perficere a Deo. Et hoc excludit, dicens et velle et perficere…». «Dios es quien obra en vosotros el querer y el realizarse según la buena voluntad».
[25] Lc 21,19.
[26] ABRAHAM WAISMANN, Literatura y conocimiento histórico. Torino, Edizioni di Filosofía, 14; citado en Don Quijote como Ideal del Hombre, EDMUNDO GELONCH VILLARINO. San Rafael, Edive, 2017, 12.
[27] Cfr. MIGUEL ÁNGEL FUENTES, ¡Quiero! Educación de la Voluntad, Colección Virtus 16. Chillum, ivepress, 2016, 17.
[28] ANTONIO ROYO MARIN, La vida religiosa. Madrid, BAC, 1968, 63. Sigue diciendo: «El novicio de poco carácter o el muy calculador, cuando se presenta algo difícil, se callan y tiran “p’alante”. Pero no es lo mismo callarse que aprobar “ex intimo corde”. Callan, pero en su interior no aprueban o cambian de actitud mental. Por eso los novicios muchas veces parecen y no son. La mayoría de las veces no son hipócritas ni rebeldes: obran pasivamente. Como no tienen personalidad definida, se acomodan a las circunstancias sin obrar por profunda y verdadera convicción, y por eso cuesta poco quitársela».
[29] Como lo rezaran los mártires de Barbastro: “Desde que mi alma, / los lazos rotos, / hizo sus votos/ ante tu atar, / mi pecho siente/ sed infinita, / mi mente agita/ el gran ideal”, Cfr. Himno de los mártires de Barbastro, 2ª estrofa.
[30] Deut 23,23. O también Ecl 5,3: «Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes».
[31] Cfr. ANTONIO ROYO MARIN, ¿Se salvan todos? Madrid, BAC, 1995, 70-73. 34 Cfr. 1 Co 10-12.
[32] Cfr. SAN IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, n. 48: «…demandar vergüenza y confusión de mí mismo, viendo cuántos han sido dañados por un solo pecado mortal y cuántas veces yo merecía ser condenado para siempre por mis tantos pecados»; n. 61:
«dando gracias a Dios Nuestro Señor porque me ha dado vida hasta ahora».
[33] Cfr. JUAN DE JESÚS MARÍA, Sermones doctrinales para las domínicas y ferias todas de la Quaresma. n.26.
[34] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Super Romanos. cap. 1, l. 5.
[35] Sab 16,29. O también, Ecl 1,7: «Al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir».
[36] CARLOS MIGUEL BUELA, Nuestra Misa. Segni, Edivi, 2005, 204. 40 Ibidem.
[37] La Real Academia Española define la palabra enarbolar no sólo como la acción de levantar en alto alguna cosa, sino también expresa la finalidad, es decir, para que se vea bien.
[38] Cfr. AUGUSTE CROEGAERT, The Mass, a liturgical commentary, vol. 1. Maryland, 1958, 36.