¡Cuán grande fue la fe de San José! Creyó por la palabra del Ángel el misterio de la Encarnación, en momentos que, turbado a la vista de María, pensaba dejarla.
¡Cómo fue probada su fe en Belén, cuando, rechazado de todas partes, se vio obligado a contentarse con un miserable establo, para que fuese la morada donde naciese el Verbo hecho carne!
¡A qué nueva prueba fue sometida la fe de San José, cuando, para salvar al Niño Dios, tuvo que partir al destierro; y luego, cuando hubo de regresar a la pobre ciudad de Nazaret, para vivir allí ignorado y en la más absoluta pobreza!
Todas estas pruebas no hacían sino perfeccionar su fe. San José no veía en el Niño Dios sino la humildad, la debilidad, la pobreza; pero su fe, penetrando la nube, llegaba hasta la divinidad que se hallaba escondida y anonadada en ese cuerpecito, bajo las más obscuras apariencias.
¡Qué perfecta fue por lo mismo la adoración de su espíritu y de su corazón! Pues la adoración está siempre en razón de la fe.
Imitemos la fe de San José, viendo a Jesús tan humilde, tan oculto, tan anonadado en el Santísimo Sacramento. Traspasando la nube que cubre ese sol de amor, adoremos al Dios oculto por amor; respetemos el velo misterioso de su amor, y que el más hermoso homenaje de nuestra fe, sea la inmolación de nuestra razón y de nuestro corazón a sus pies.
Aspiración. San José, perfecto en la fe, obtenednos el don de la fe, de amor hacia Jesús Sacramentado.