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Importancia de la formación de las almas escogidas y de la dirección espiritual – Juan Bautista Chautard

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El fin principal de toda obra apostólica ha de ser siempre formar un núcleo de sujetos escogidos, capaces por su ejemplo y fervor de arrastrar a todos los demás a vivir una vida auténticamente cristiana.

Por este medio es como se extendió con tanta rapidez el cristianismo por el Imperio Romano, a pesar del poderío de sus enemigos, del ambiente de corrupción generalizaba de la sociedad y de las persecuciones de toda clase que tuvieron que sufrir.

La Iglesia no tuvo necesidad entonces de inventar diversiones para alejar de los torpes e inmundos espectáculos paganos las almas que tra taba de ganar para Jesucristo. El «Pan y Circo” de los romanos decadentes podría traducirse hoy día por «Discoteca y fiesta». S. Ambro sio y S. Agustín, por ejemplo, prodigiosos conquistadores de almas, no tuvieron que organizar para sus fieles ninguna diversión capaz de hacerles olvidar los placeres que les ofrecía el paganismo.

Lo que sí hizo la Iglesia primitiva es formar auténticos seguidores de Cristo, cuyas virtudes llenaban de asombro a los paganos y de admiración a toda alma noble y sincera, por muchos prejuicios que pudiesen tener contra la nueva religión.

Ante un hecho tan sorprendente, nos podríamos preguntar si hoy no estaremos atribuyendo una confianza excesiva en los medios humanos, colocándolos por encima de los sobrenaturales. El ejemplo será siempre nuestra mayor arma apostólica. Solo el ejemplo arrastra. Las conferencias, los buenos libros, la prensa católica y aun las mismas homilías, deben gravitar alrededor de este programa: «Acercar las almas a Dios mediante el ejemplo de cristianos de profunda vida interior que aspiren a la santidad».

Esta debe ser la principal misión del apóstol, formar excelentes cristianos de vida ejemplar. Si no hacemos esto, que no nos extrañe después que en muchas naciones una gran parte de la población permanezca sumergida en la indiferencia religiosa.

¿Qué religión es ésta que sabe engendrar tan nobles virtudes? Así se decían los paganos asombrados.

No basta con que huyamos del mal. Para causar admiración y deseos de ser imitados, debemos crecer en santidad. Hay que hacer el bien, pues sólo el ejemplo arrastra. Hay que hacer resplandecer las virtudes evangélicas, tal como Jesucristo las expuso en el sermón de la montaña.

Si en toda la Iglesia se viviese el «amaos los unos a los otros», ella vendría a ser la gran fuerza que uniría a los pueblos como hermanos. Lo mismo podríamos decir de las demás virtudes.

Un día Pío X conversaba con varios cardenales.

—¿Cuál es la cosa más necesaria hoy día para la salvación de la sociedad?, preguntó el Papa.

—Fundar escuelas católicas, respondió uno de ellos.

—No. Aumentar el número de las iglesias, dijo otro.

—Suscitar más vocaciones al sacerdocio, respondió un tercero.

—Tampoco es eso, —replicó Pío X, y añadió—: Lo más necesario es que en cada parroquia haya un grupo de seglares ejemplares, bien formados y valientes, que ardan en verdadero celo apostólico.

Es decir, seglares que hagan apostolado por la palabra y por la acción, pero sobre todo por el ejemplo.

Para poder reconquistar los pueblos para Cristo, es imprescindible formar estos apóstoles ejemplares, pero esto supone no rebajar la exigencia. Constituiría un gran error, por tanto, tratar de llamar o conservar para el apostolado, a personas que no están decididas sinceramente a aspirar a la santidad, mediante la reforma de vida; serían un lastre que no haría más que retrasar la conquista.

No tengamos miedo a dedicarnos en nuestra obra apostólica preferentemente a este grupo de almas selectas, como si fuésemos a olvidarnos de las demás. Esto no ocurrirá si seguimos los siguientes pasos:

1º Descubrir, entre los jóvenes cristianos que forman parte del centro, esa minoría que deseosa realmente por vivir una vida espiritual profunda.

2º Enardecer esas almas en el amor apasionado a Nuestro Señor, inspirándoles el verdadero ideal de las virtudes evangélicas, y dedicarse a su formación con especial cuidado, hasta que lleguen a tener tal grado de vida interior que el mundo no les pueda hacer daño.

3º Comunicar a esos jóvenes un ardiente celo por la salvación de las almas, especialmente de sus compañeros.

Para suscitar grandes deseos de santidad no hay mejor forma que amar a Cristo imitando sus virtudes.

Es imprescindible la dirección espiritual hablando personalmente con cada joven, por lo menos una vez al mes. Tenemos que estar convencidos de que, después de la oración y del sacrificio, no hay medio más eficaz llevar las almas a la santidad que la dirección espiritual.

Nadie es capaz de dirigirse a sí mismo. Todos los hombres tienen debilidades que vencer, movimientos que ordenar, deberes que cumplir, peligros que huir, ocasiones pecaminosas que evitar, dificultades que superar y dudas que resolver. Y para todo esto es menester una ayuda.

Un sacerdote faltará, y a veces gravemente, a su deber de médico de las almas, si llega a privarlas de esta gran ayuda suplementaria de la confesión, de este indispensable y poderoso estímulo que lleva hacia la práctica de la vida interior, y que es conocido con el nombre de dirección espiritual.

¡Qué pena da encontrarse con confesores, que faltos casi siempre de tiempo, se limitan a dar antes de la absolución, una exhortación piadosa y vaga, muchas veces la misma a todos los penitentes, en lugar de ofre cerles unas indicaciones precisas adaptadas a las disposiciones de cada enfermo! ¡Cuántas vocaciones sacerdotales y religiosas habrán quedado frustradas por la falta de esa dirección!

Feliz, en cambio, el alma que se encuentra con un verdadero director espiritual.

A veces y durante muchas generaciones, en una parroquia, en una misión, se continuará el impulso dado por un sacerdote que fue algo más que un mediano administrador de la absolución. Pensemos en el pueblo de Ars, por ejemplo, verdadero foco de vida sobrenatural, que tuvo la suerte de contar con un director celoso, prudente y experimentado.

En Japón, cerca de Nagasaki, numerosas familias permanecieron cristianas durante generaciones, a lo largo de cuatro siglos, privadas de sacerdotes, cercadas de paganos, en un ambiente de persecución contra el Cristianismo. Durante siglos estos fervorosos cristianos recibían de sus padres no sólo la fe sino también el fervor, el ejemplo de una vida de oración. ¿Cómo pudo suceder esto? Porque San Francisco Javier y los misioneros jesuitas del Japón, no sólo fueron esforzados evangelizadores sino excelente directores de almas.

Si en ciertos seminarios se ha descuidado la dirección espiritual, no nos extrañemos que después muchos de los sacerdotes ejerzan mediocremente su ministerio, por no haber sido orientados a su debido tiempo en el camino de la santidad.

En cambio, muchas comunidades religiosas experimentan una gran renovación espiritual, pasando de de la tibieza al fervor, cuando se someten a la dirección de un padre espiritual experimentado.

Los consagrados están obligados especialmente a tender a la perfección, de ahí que deban ser ayudados y estimulados especialmente a progresar continuamente en la vida espiritual.[1]

Muchos sacerdotes serían mucho más ejemplares si escogiesen un director espiritual que les orientase en su vida espiritual.

Pensemos en los santos: Santa Teresa de Jesús, Santa Teresita del Niño Jesús, S. Ignacio, S. Juan de Dios… ¡Qué gran importancia daban a la dirección espiritual!

La Iglesia contaría con mayor número de santos si las almas generosas recibiesen una mejor dirección espiritual.

La salvación de ciertas almas, se puede decir, está ligada a la santidad. O todo o nada. O aman intensamente a Jesús o se dejan arrastrar por las seducciones del mundo. Para ellos la dirección espiritual es de una importancia vital. ¡Qué responsabilidad para un sacerdote!

Pueden darse sacerdotes que sean buenos administradores de los sacramentos, excelentes predicadores, llenos de solicitud por los pobres y por los enfermos, pero que han descuidado este poderoso medio que el mismo Salvador utilizó para el bien de las almas: la dirección espiritual. El pequeño número de discípulos que Jesús escogió, que El mismo formó y a quienes luego envió el Espíritu Santo, bastó para dar principio a la transformación del mundo. Y es que la transformación de la sociedad depende mucho de la presencia de un grupito escogido de almas que aspiren con todas sus fuerzas a la santidad. Una dirección espiritual bien llevada puede ser mucho más eficaz para la vida espiritual que muchos cursos de teología.

El que quiera progresar seriamente en el camino de la santidad ha de ser fiel a la dirección espiritual.

No son pocos los errores que se cometen en la dirección espiritual.

Hay directores espirituales que apenas cumplen su papel. En vez de dirigir o encaminar con constancia y claridad a un alma parecen desorientados, como si no tuviesen brújula. Sostienen el timón con mano débil. Haciéndolo así no hacen más que fomentar el sentimentalismo, el amor propio y la pasividad.

El director espiritual debe estar muy atento para que no se adultere ni falsee el carácter de la dirección. Todo debe converger hacia su fin: conducir el alma hacia la santidad. La dirección, por tanto, consiste en un conjunto metódico e ininterrumpido de consejos que una persona dotada de gracia de estado, ciencia y experiencia (sobre todo el sacerdote) da a un alma recta y generosa para hacerla avanzar en la santidad de vida.

Es, ante todo, un adiestramiento de la voluntad, de esta facultad maestra a quien santo Tomás llama fuerza unitiva (vis unitiva), donde reside, en último término, la unión con nuestro Señor y la imitación de sus virtudes.

 

El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard

[1] Ser de Cristo significa mantener siempre ardiente en el corazón una llama viva de amor, alimentada continuamente por la riqueza de la fe, no sólo cuando lleva consigo la alegría interior, sino también cuando va unida a las dificultades, a la aridez, al sufrimiento. El alimento de la vida interior es la oración, íntimo coloquio del alma consagrada con el Esposo divino. Un alimento más rico todavía es la cotidiana participación en el misterio inefable de la divina Eucaristía, en la que se hace presente constantemente Cristo resucitado en la realidad de su carne. (Benedicto XVI, Discurso a los superiores y superioras generales de los institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica).

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Comentarios 1

  1. Teresa Diaz Teresa Diaz dice:

    Gracias por este blog.
    Tomare muy en serio mi búsqueda de guía espiritual, creo que yo he sido débil y cómoda en la excusa del no tener guía espiritual. Si Dios me ha llamado a la Santidad, El me dará de comer y solo tengo que trabajar para buscar ese pan de guía espiritual. Me pondré a trabajar. Creo que Dios me ha llamado a salvar almas con su gracia. Amén

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