No cabe duda que un cierto número de teólogos del último siglo, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, han emprendido el quehacer teológico tan alegremente como quien cree embarcarse, por una pura espontánea decisión, en una aventura a lo desconocido llena de excitantes posibilidades, con mucho de adrenalina, como los jóvenes que siguen la marea en un festival de rock, y, también como esos jóvenes, con muy poco de responsabilidad. Un afán de novedades jamás puesto en tela de juicio que avanza en virtud de la soberana libertad del teólogo donde a éste le plazca, un correr detrás de un mundo al que se ha renunciado a iluminar, constituyen, entre otras cosas, la negación misma de los principios y metodología propios del quehacer teológico. La aventura no podía acabar bien. El p. Cornelio Fabro los vio lanzarse a ella, y ya a inicios de los ’70 advirtió del peligro y de la contradicción constitutiva sobre la que se pretendía construir. Nosotros, hoy, somos testigos de cómo esa aventura ha conducido a donde debía: a la nada más espantosa. Los frutos, es decir, la ausencia de ellos, está allí. No han salvado al mundo contemporáneo, y han hundido, en cuanto posible les fuera, a la Iglesia. Por eso este libro se convierte hoy en un texto imprescindible. Para muestra, sólo un par de párrafos de la Introducción:
“El que pretende avanzar cortando los puentes con el pasado no avanza sino que se precipita en el vacío, no encuentra el hombre histórico en camino hacia el futuro de la salvación, sino que es absorbido por los remolinos del tiempo sin esperanza. La teología contemporánea parece estar en crisis precisamente en este punto, es decir, en el de la fe como tensión abierta a lo largo de la historia de la salvación, iluminada por la presencia del espíritu de Cristo con la guía del magisterio de la Iglesia una, santa, católica, apostólica. Por esto conviene preguntarse: ¿qué mensaje de salvación puede anunciar al mundo una teología que, bajo el pretexto racionalista de la desmitificación, vacía de su realidad histórica los acontecimientos de salvación, deja en penumbra –alguno los niega o los omite completamente– los misterios y dogmas fundamentales del cristianismo para dedicarse únicamente a las estructuras sociopolítico-económicas del hombre, rechazando lo sagrado del misterio de la caída y de la redención del hombre? ¿Qué principio de renovación puede ser una teología que seculariza sin escrúpulos la moral y, casi avergonzada del ideal de pureza y pobreza cristianas del Evangelio, rompe lanzas por una existencia bajo la bandera del placer, por un rechazo del sacrificio […]?
¿Qué debe o puede hacer el mundo con una teología sin pudor, que nos desarma frente al mal? ¿Qué puede significar para la sociedad de consumo, que se hunde en el aburrimiento y en la rebelión atolondrada del hacer por el hacer, semejante teología que por salvar al mundo abreva en el veneno que intoxica al muodo? ¿No es esta una teología del desprecio de Dios, del hombre y del mundo? ¿No es teología sin amor y sin pudor, que camina cometiendo desatinos? […]
¿Han advertido semejantes teólogos de la «reinterpretación» del cristianismo, la profunda desesperación del hombre contemporáneo en su angustioso anhelo de encontrar un sentido, un objeto, un fin esperanzador para su libertad? En las ambiguas y contradictorias mezcolanzas del cogito moderno con el don de la divina Revelación, en el remiendo arlequinesco del trascendental de Kant-Hegel-Heidegger… con la trascendencia de Santo Tomás –como hace Rahner–, o mejor contra Santo Tomás –como hacen con una mayor coherencia los demás–, ¿no se corta y se pierde claramente la continuidad del camino de la Iglesia en el anuncio al mundo de su mensaje de salvacion? […]
¿Por qué los nuevos teólogos del aggiornamento al mundo y de la secularización no predican el retorno al Evangelio sine glossa, como lo predicó San Francisco y cuantos lo han seguido en el regio camino sanctae crucis?”.
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