La Cátedra de San Pedro

Recordamos estas hermosas palabras de San Juan Pablo II en la Misa concelebrada con los nuevos cardenales en 1998.

«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Las palabras de Cristo al apóstol Pedro en Cesarea de Filipo ilustran bien los elementos fundamentales de la celebración de hoy. Ante todo, la fiesta de la Cátedra de San Pedro constituye un aniversario muy significativo para esta basílica, centro del mundo católico y meta diaria de numerosos peregrinos. Además, la entrega del anillo a los nuevos cardenales, creados en el consistorio ordinario público que tuve la alegría de celebrar ayer, enriquece esta liturgia con un nuevo significado eclesial.

El pasaje evangélico presenta a san Pedro que, por inspiración divina, manifiesta su adhesión total a Jesús, Mesías prometido e Hijo de Dios. En respuesta a esa clara profesión de fe, que Pedro hace también en nombre de los demás Apóstoles, Cristo revela la misión que quiere confiarle: ser la «piedra» sobre la que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia.

 «Tú eres Pedro». El ministerio, confiado a Pedro y a sus sucesores, de ser roca sólida sobre la cual se apoya la comunidad eclesial, es garantía de la unidad de la Iglesia, custodia de la integridad del depósito de la fe y fundamento de la comunión de todos los miembros del pueblo de Dios. La fiesta litúrgica de hoy representa, por consiguiente, una invitación a reflexionar sobre el «servicio petrino» del Obispo de Roma con respecto a la Iglesia universal. A la Cátedra de San Pedro están vinculados de modo especial los cardenales, que constituyen el «senado» de la Iglesia, los primeros colaboradores del Papa en el servicio pastoral universal.

Así pues, resulta muy providencial el acontecimiento que hoy celebramos juntos: la fiesta de la Cátedra de San Pedro y la ampliación del Colegio cardenalicio con el nombramiento de veinte nuevos miembros, prelados que han dado prueba de sabiduría y profundo espíritu de comunión con la Sede apostólica en su generoso y fiel servicio a la comunidad eclesial. A todos los encomendamos al Señor en nuestra oración, para que su testimonio evangélico siga siendo ejemplo luminoso para todo el pueblo de Dios.

Cada uno de ellos ha escuchado seguramente como dirigidas a sí mismo las palabras del apóstol Pedro: «A los ancianos que están entre vosotros les exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse. Apacentad la grey de Dios que os está encomendada» (1 P 5, 1-2).

Los «ancianos», los presbíteros de la Iglesia, no pueden menos de ser pastores celosos y solícitos de «la grey de Dios». Este es el estado de ánimo con el que, en esta solemne circunstancia, el Sucesor de Pedro se dispone a entregar a los nuevos purpurados el anillo cardenalicio, signo del especial vínculo esponsal que desde ahora los une a la Iglesia de Roma, que preside en la caridad. A vosotros, queridos y venerados hermanos, se os confía la misión de ser testigos, en estrecha comunión de espíritu y de voluntad con el Papa, de los sufrimientos que también hoy Cristo afronta en su Cuerpo místico; a la vez, estáis llamados a proclamar con la palabra y con la vida la esperanza que no defrauda.

Procedentes de trece diferentes naciones de varios continentes, sois ahora incardinados a la Iglesia de Roma. De este modo, se realiza un sublime intercambio de dones entre la Iglesia que está en esta ciudad y las Iglesias que peregrinan en las diversas partes del mundo. A la Iglesia de Roma le ofrecéis la variedad de los carismas y la riqueza espiritual de vuestras comunidades cristianas, venerables por su antigua tradición o admirables por la lozanía y la vitalidad de sus energías. La Iglesia de Pedro y de Pablo, a su vez, expresa de modo más luminoso el rostro de su catolicidad, ensanchando su solicitud pastoral a las comunidades cristianas de todo el mundo a través del cualificado servicio eclesial de los pastores llamados a la dignidad y a la responsabilidad cardenalicia. De este modo, como afirmó el Papa Pablo VI con ocasión del consistorio en el que yo fui elevado a la púrpura, el Colegio cardenalicio constituye como el «presbiterio del orbe» (Homilía para la entrega del anillo cardenalicio, 29 de junio de 1967).

«Apacentad la grey de Dios (…), siendo modelos de la grey» (1 P 5, 2-3). Al entrar a formar parte de este alto senado eclesial, todos vosotros, venerados hermanos, asumís la responsabilidad de pastores de la Iglesia con un título nuevo y más elevado. No solamente se os confía el oficio de elegir al Papa, sino también el de compartir con él la solicitud por todo el pueblo cristiano. Ya est áis llenos de méritos por la generosa y solícita labor desarrollada en el ministerio episcopal en ilustres diócesis de muchas partes del mundo o en la entrega al servicio de la Sede apostólica en diferentes y comprometedoras tareas.

La nueva dignidad, a la que ahora sois llamados mediante el nombramiento cardenalicio, quiere manifestar aprecio por vuestro prolongado trabajo en el campo de Dios y rendir honor a las comunidades y a las naciones de donde procedéis y de las que sois dignos representantes en la Iglesia. Al mismo tiempo, la Iglesia os confía nuevas y más importantes responsabilidades, pidiéndoos aún mayor disponibilidad para Cristo y para todo su Cuerpo místico.

Este nuevo arraigo en Cristo y en la Iglesia os compromete a un servicio más valiente del Evangelio y a una entrega sin reservas a los hermanos. Os exige, además, una disponibilidad total, hasta el derramamiento de vuestra sangre, como lo simboliza muy bien el color púrpura de vuestro hábito cardenalicio. «Usque ad sanguinis effusionem…». Esta radical disponibilidad a dar la vida por Cristo se alimenta siempre de una fe firme y humilde. Sed conscientes de la misión que el Señor os confía hoy. Apoyaos en él. Dios es fiel a sus promesas. Trabajad siempre por él, con la seguridad de que, como dice el apóstol Pedro, «cuando aparezca el Pastor supremo, recibiréis la corona de gloria que no se marchita» (1 P 5, 4).

«Yo mismo apacentaré mis ovejas (…). Buscaré la oveja perdida, traeré a la descarriada» (Ez 34, 15-16). No os dejéis abatir por las inevitables dificultades de la vida. El profeta Ezequiel, como hemos escuchado en la primera lectura, nos asegura que el Señor mismo cuida de su pueblo. Estáis llamados a ser signo visible de esta solicitud de Dios por su herencia, imitando a Cristo, el buen pastor, que reúne en torno a sí en una única grey a la humanidad dispersa por el pecado.

Y ¡cómo no subrayar que esta tarea de apacentar la grey de Cristo se os confía en un momento particular de la historia de la Iglesia y de la humanidad! Estamos viviendo un cambio de época, del segundo al tercer milenio, cuya alba ya vemos acercarse a grandes pasos: nos encaminamos hacia el gran jubileo del año 2000. En todo el mundo se ponen en marcha iniciativas apostólicas y misioneras para que este acontecimiento sea ocasión de renovación interior para todos los creyentes. Ojalá que esa histórica etapa constituya una extraordinaria primavera de esperanza para los creyentes y para toda la humanidad.

Encomendamos estos deseos a la Virgen María, siempre presente en la comunidad cristiana, ya desde sus orígenes, mientras, reunida en oración o consagrada a proclamar a todos el Evangelio, espera y prepara la venida de Cristo, Señor de la historia. A ella encomendamos vuestro nuevo servicio eclesial, venerados hermanos, en la perspectiva del gran acontecimiento jubilar. En sus manos maternales depositamos las expectativas y las esperanzas de todos los creyentes y de la humanidad entera.

Amén.

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Domingo 22 de febrero de 1998