La Madre de las almas
nuestra Señora nos conoce a cada uno de nosotros, y nos sigue en todo instante, como si fuéramos los únicos que exitimos en este mundo.
Ella ve claramente en Dios las gracias que necesitamos según las circunstancias en que vivimos.
Ella ve todo eso, hasta en sus más humildes detalles. Por eso, destina todas las gracias que precisamos para nuestra salvación y para nuestra santificación.
Ella en cada encuentro nos fortalece, en cada palabra nos guia, en cada acontecimiento nos sostiene. Cada aliento al bien, cada consuelo en medio de la prueba nos viene de ella.
Si recibimos una gracia de fortaleza en el momento de la lucha, o un atractivo misterioso al silencio y a la oración, a la humillación y a la oscuridad, o el gusto sobrenatural de la cruz y del amor de Jesús, etc. Lo recibimos de Ella.
En la luz de Dios y en colaboración con Cristo Jesús, no recibimos ninguna gracia sin que nos la haya destinado nuestra dulce y celestial Madre.
Las gracias que Ella nos destina de este modo, Ella las pide por nosotros con una oración infaliblemente escuchada. Pues la oración de Nuestra Señora es una oración de un tipo especial.
Ella es la Orante por excelencia. La Tradición la llama la Omnipotencia suplicante, la que lo puede todo con sus oraciones.
Ella no habla a Dios sólo como humilde y fiel esclava, sino también como Madre suya, y por eso sus oraciones son como órdenes, porque siempre son escuchadas y atendidas.
Su intercesión es de un tipo diferente a la de los demás santos, porque como Corredentora. Ella mereció toda gracia para nosotros, y por eso puede hacer valer ciertos derechos a que sus peticiones por nosotros sean oídas.
De este modo, aunque su oración, por una parte, es sin duda una humilde súplica, por otra parte es la expresión de una voluntad, de una voluntad siempre respetuosa pero también siempre respetada, de que tal o cual gracia, que Ella mereció por nosotros de común acuerdo con Jesús, sea aplicada a tal o cual alma que Ella señala a la munificencia de Dios.
Toda gracia nos viene por manos de esta Madre
Así es que toda gracia nos es obtenida de Dios por nuestra divina Madre.
Y nos parece que esta doble influencia no agota toda la riqueza de la intervención de la santísima Madre de Dios en la comunicación de la gracia.
Nuestra Señora es realmente la Madre de la vida sobrenatural en nosotros. Y una madre no se limita a destinar y obtener la vida a sus hijos, sino que realmente la produce y se la da.
Podemos analizar los testimonios de la Tradición y las enseñanzas de los Sumos Pontífices, en los que se dice, por ejemplo, que la gracia nos llega por tres grados. El primero el del Padre a Cristo, el segundo de Cristo a María, y el tercero de María a nosotros. Ella es «Princeps largiendarum gratiarum Ministra: la principal Administradora de la comunicación de las gracias».
Reconocemos que todas las gracias son distribuidas por sus manos. Ella es el Canal por el que nos llegan las gracias.
Cuando se reflexiona seriamente en todo esto, parece verosímil y probable —como lo enseña un cierto número de teólogos serios— que nuestra divina Madre no es sólo Mediadora entre nosotros y Dios, sino también entre Dios y nosotros.
Ella no se limita a merecer y pedir la gracia, sino que además Ella ha recibido de Dios la misión de comunicar la gracia a las almas, de aplicársela, esto es, de producirla en ellas, no ciertamente por sus propias fuerzas —lo cual sería imposible—, sino únicamente como instrumento consciente y voluntario de Dios y de Cristo.
¡Cuánto nos sirve a nosotros, hijos y esclavos de amor de Nuestra Señora, recordarnos que cada gracia que recibimos es mariana tan profundamente y de tantas maneras!
Este pensamiento debe llenarnos de amor y gratitud hacia Aquella a quien, en todo instante y de varias maneras, se lo debemos todo en la vida sobrenatural.
Y esta verdad debe establecernos cada vez más en la convicción de que, para adaptarnos al plan divino, debemos conceder a la Santísima Virgen un lugar, secundario pero real y hermosísimo, en nuestra vida de la gracia, bajo todas sus formas.
Fortalezcámonos, pues, también desde este punto de vista, en la voluntad bien decidida de no dejar perder nada de todas estas cosas tan bellas, buenas, elevadas y verdaderamente divinas, que después de Jesús, Dios y Hombre, debemos de más de una manera a su santísima y dulcísima Madre, que es también la nuestra.