e) El apóstol de vida interior irradia humildad.— Jesús conquistó las muchedumbres mediante su dulzura y bondad, pero también con su humildad.
Sin mí nada podéis hacer (Juan 15,5). El apóstol sólo podrá cumplir su tarea si deja que sobre todo aparezca Jesús. Cuanto más desaparezca, tanto más se manifestará Jesús. Sin este pasar desapercibido, que es fruto de la vida interior, todo será inútil, pues nada fructificará. La humildad tiene este encanto: cuanto más el apóstol trata de eclipsarse, para que solamente sea Jesús el que obre —Conviene que El crezca y que yo me humille (Juan 3,30)—, más almas conquista para Él.
Creedme —decía S. Vicente de Paúl a sus sacerdotes—, no haremos nada mientras no estemos convencidos de nuestra inutilidad. La arrogancia y los aires de suficiencia esterilizan las obras.
El hombre moderno es muy celoso de su independencia. Orgulloso por naturaleza, no quiere dejarse dominar por nadie. Sólo podrá ser vencido por el amor y la humildad. Conviene, por tanto, que el apóstol sepa ocultarse y desaparecer por la práctica de la humildad, fruto de la vida interior, para llegar a no ser ante los demás, más que una transparencia de Dios, que es Amor. El mayor de entre vosotros que sea vuestro servidor (Mat 23,8.11).
Sólo con su sola presencia, un hombre espiritual ya está enseñando acerca de la ciencia de la vida, es decir, de la ciencia de la oración (San Agustín). ¿Cómo? Porque es humilde recurre a Dios en toda ocasión, ya para tomar una decisión, ya para superar una dificultad.
«El Salvador llama pequeño al rebaño de los escogidos, porque lo compara con la muchedumbre de los réprobos, o mejor dicho, por su apasionado celo por la humildad, porque por muy numerosa y extensa que sea la Iglesia, quiere no obstante, que vaya creciendo siempre hasta el fin de los siglos en humildad, para así llegar al reino prometido a la humildad» (San Beda).
Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, sea vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos. (Mat. 20, 25-27)
La humildad no quita autoridad. Se puede tener la autoridad necesaria, si uno es lo humilde que debe ser. Pero si desaparece la humildad, la autoridad se torna odiosa e insoportable.
Si el apóstol no es humilde, caerá en uno de los dos extremos: o en una mansedumbre exagerada, o en una arrogancia que se aproxima al despotismo. No podrá conservar el justo medio entre los dos extremos.
O bien, cederá por falsa humildad, será un pusilánime y débil de carácter, que busca la conciliación a cualquier precio, que fácilmente claudica en sus principios esenciales bajo mil pretextos o por razones de prudencia.
O bien, se dejará llevar del orgullo, cayendo en el autoritarismo, en la envidia, en los rencores, rivalidades y antipatías, tratando de ocupar los primeros puestos, etc., etc.
Y así, la gloria de Dios, que debiera de ser el fin, se convierte en medio o pretexto para dar satisfacción a las pasiones. Ante los menores ataques reaccionara coléricamente, tratando de defender sus privilegios, más que la causa de Dios.
Ni la ortodoxia de la doctrina ni un buen equilibrio psíquico bastarán para preservar al apóstol de estos peligros, porque si carece de vida interior, y por tanto de humildad, será dominado por sus pasiones. Solamente la humildad podrá mantenerlo en la pureza de intención y recto juicio, para que no se deje llevar de sus impresiones y afectos. La vida de unión con Dios le hace participe de la inmutabilidad divina, así como la frágil yedra que trepa por el roble adquiere la robustez de éste.
Persuadámonos de que sin humildad, iremos dando un traspiés tras otro, yendo de un lado para otro según las circunstancias y las pasiones que nos atenacen, dando prueba de lo que afirma Santo Tomás, que el hombre es un ser voluble, constante sólo en su inconstancia.
Un apóstol así no puede engendrar más que desconfianza, e incluso a veces animadversión contra una autoridad que no refleja la de Dios.
f) El apóstol irradia firmeza y dulzura.— Los santos suelen ser modelos de firmeza inquebrantable en la defensa de la fe y al mismo tiempo de dulzura de corazón para contra los enemigos de la Iglesia. Es decir, muestran una santa indignación contra el error y las herejías, y al mismo tiempo un amor maternal hacia las personas que los propagan.
Así ocurrió con S. Bernardo, quien llevado de su gran amor a las almas, después de combatir de forma implacable los errores de Abelardo, se convirtió en amigo de aquel que había reducido al silencio. Apenas se entera de que se intenta exterminar a los judíos en Alemania, abandona su monasterio y vuela en su socorro predicando la cruzada de la paz. Tal es así que el gran Rabino de Alemania expresa su admiración por el Monje de Claraval, «sin el cual —dice—, ninguno de nosotros hubiera quedado vivo». Y apela a las futuras generaciones israelitas a que no se olviden de la deuda de gratitud que han contraído con el Santo Abad. «Nosotros —decía S. Bernardo—, los soldados de la paz. La persuasión, el ejemplo y la abnegación son las armas de los hijos del Evangelio». Es imposible adquirir este espíritu sin vida interior.
En Chablais, antes de la llegada de S. Francisco de Sales, fracasan todas las tentativas de conversión a la fe católica. Los líderes protestantes se disponen a emprender una lucha encarnizada e intentan nada menos que matar al obispo de Ginebra. Éste se presenta ante ellos lleno de dulzura y humildad, desprovisto de toda ambición personal, que no refleja sino el amor de Dios y del prójimo. La Historia nos enseña los efectos inverosímiles que tuvo semejante apostolado. Pero también S. Francisco de Sales, a pesar de ser tan dulce, supo a veces mostrar una firmeza inexorable, y no dudó en recurrir a la fuerza de las leyes humanas. Así, aconsejó al Duque de Saboya que tomase severas medidas contra la perfidia de los herejes.
Los santos no hacen otra cosa que imitar a Jesucristo, lleno de bondad para con los pobres, los enfermos y los pecadores arrepentidos, pero que no duda de empuñar el látigo para arrojar a los traficantes del templo, ni de emplear palabras ásperas contra el depravación de Herodes y la dureza de corazón e hipocresía de los fariseos.
Sólo en casos excepcionales, tras haber agotado todos los medios pacíficos, se puede recurrir a otros medios que pudieran parecer violentos, y aun entonces empleándolos con repugnancia, solamente por caridad y con el único fin de impedir el contagio.
Fuera de estos casos, es la mansedumbre la que debe regir la conducta del obrero evangélico. Decía S. Francisco de Sales que se cazan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre.
Jesucristo reprendió a los apóstoles, porque sintiéndose ofendidos y llevados de un celo indiscreto pidieron al Señor que arrojara fuego del cielo contra los habitantes de Sanaría, que no habían querido recibirlos. El Salvador les amonestó diciendo: No sabéis de qué espíritu sois (Luc 9,55).
Sólo la vida interior es capaz de poner el corazón y la voluntad, en conformidad con el corazón de Jesús, al servicio de la Iglesia. En cambio, cuando falta la vida interior, rebrotan las pasiones desordenadas y se cometen las mayores imprudencias y descalabros.
g) El apóstol de vida interior irradia espíritu de mortificación. — El espíritu de mortificación es otro de los principios que hacen fecundo el apostolado. Todo se resume en la Cruz. Un alma no conoce profundamente el Evangelio mientras no logre penetrar en el misterio de la Cruz. Pero ¿quién es capaz de abrazar este misterio que es tan repugnante a la pobre naturaleza humana? Solamente aquel que puede decir con San Pablo: Estoy crucificado con Cristo (Gál 2,19). Sólo aquellos que participen de la mortificación de Jesucristo: Trayendo siempre la mortificación de Jesús en nuestro cuerpo, para que la vida de Jesús se manifieste también a nuestra carne mortal (1 Cor 4,10).
Mortificarse es vivir como Cristo, que no trató de complacerse a sí mismo (Rom 15,3), es renunciar a sí mismo por el bien de los otros, es ofrecerse como víctima por amor al prójimo. Pero esto no se puede conseguir si no hay vida interior.
Mientras el pobrecillo de Asís, con solo pasearse por las calles ya predicaba admirablemente con su figura, el apóstol que no lleva una vida mortificada, en vano tratará de arrastrar a los demás a Cristo, por muy sublime y conmovedor lenguaje que utilice. El mundo actual está tan fascinado por el bienestar y el placer, que para poder evangelizarlo de poco sirven las palabras, por muy hermosas que sean. Se precisa la Pasión encarnada, por decirlo así, en el apóstol que vive con alegría una vida de entrega a los demás, pobre y mortificada. Enemigos de la cruz de Cristo, llamaría hoy de nuevo San Pablo a tantos cristianos que no ven en la religión sino un conjunto de prácticas exteriores recibidas por tradición, que no instan a un profundo cambio de vida conforme al espíritu del Evangelio. Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos da mí (Mat 15,8).
Enemigos de la cruz de Cristo son esos cristianos blandengues, llenos de comodidades, esclavos de la moda y del placer, que no toman en cuenta la advertencia de Jesucristo: Si no hacéis penitencia, todos pereceréis del mismo modo (Luc 13,3-5). La cruz es para ellos escándalo (Cf. I Cor 1,2-3).
La participación en la Santa misa, la recepción de la Comunión, deben ir acompañadas de un esfuerzo sincero por vivir la vida cristiana a lo largo de todo el día. Esto sólo se consigue por la oración y por la renuncia a sí mismo: El que quiera seguirme que se niegue a sí mismo… (Mateo 16,24). Nadie da lo que no tiene. ¿Cómo podrá convertir las almas el que no es capaz de seguir de cerca a Cristo cargado con la cruz?
Sólo un apóstol desinteresado, humilde y casto es capaz de enarbolar la bandera contra la codicia, la ambición y la impureza. Solamente quien conozca la ciencia del Crucificado será lo bastante fuerte oponerse a una civilización esclava del placer y del egoísmo, que destruye las familias y las naciones.
El apostolado de San Pablo consiste en mostrar a Cristo crucificado. Y porque vive de Jesús, y de Jesús crucificado, está en condiciones de hacer que las almas gusten el misterio de la cruz y que abracen una vida semejante a la de Cristo. Imposible comprender este misterio si no se tiene una vida interior profunda. Imposible, por tanto, llegar al misterio central del Cristianismo.
Después del pecado, la penitencia, la reparación y el combate espiritual han venido a ser elementos indispensables de la vida. La Cruz de Jesucristo nos lo está recordando a cada instante. Jesucristo no se contenta con que le admiremos, quiere que le imitemos.
Las almas seguirán hundidas en el egoísmo, en la superficialidad, olvidadas de los bienes eternos, si no hay un apóstol que se sacrifique por ellas, en unión con Cristo Crucificado.
Un mundo tan desquiciado y alejado de Dios, ¿cómo podrá salvarse? Jesús mismo nos da la respuesta: Este género de demonios no se arroja sino con la oración y el ayuno (Mat 17,20). Cuando surja toda una milicia de hombres mortificados, que enarbolen en su vida la bandera de la cruz, sólo entonces retrocederá el ejército de Satanás. La Redención sólo se opera por el derramamiento de la sangre de Jesucristo y de todos los que le siguen. Entonces cesarán las quejas de Jesús por no encontrar almas reparadoras: He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no lo he hallado (Ezeq 22,30).
El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard