La vida interior del apóstol irradia sobrenaturalmente en los demás – Juan Bautista Chautard

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Uno de los más serios obstáculos para la conversión de las almas, es que Dios es un Dios escondido (Isaías 45,15).

Pero, por efecto de su bondad, Dios se descubre y refleja en alguna manera en sus Santos y en las almas fervorosas. A través de ellos lo sobrenatural se hace visible a los ojos de las personas, para que puedan vislumbrar algo de los misterios de Dios.

Lo sobrenatural se manifiesta por la santidad de vida, por la vida divina en el alma —lo que los teólogos llaman gracia santificante—, que es la presencia en ella de las divinas Personas.

El Espíritu Santo —dice S. Basilio—, ilumina, purifica con su gracia las almas y las espiritualiza, como el sol convierte en otro sol el cristal en que se refleja, para que a su vez irradien la gracia y la caridad» (De Sp. Sancto).

Esta manifestación de lo divino, que revelaban todos los gestos y toda la conducta de Jesucristo como Dios y Hombre, se percibe también en las almas santas. Las conversiones prodigiosas y discípulos que suscitan tras de sí dan cuenta del secreto de su silencioso apostolado. Con S. Antonio se pueblan los desiertos de Oriente. S. Benito desencadena una innumerable pléyade de santos religiosos que civilizan Europa. S. Bernardo ejerce una influencia sin igual en la Iglesia, en los reyes y en los pueblos. S. Vicente Ferrer provoca a su paso un entusiasmo indescriptible de las muchedumbres junto con grandes conversiones. S. Ignacio de Loyola da lugar a un ejército de valientes, entre los que destaca S. Francisco Javier, que convierte un número increíble de paganos. Es el poder de Dios quien realiza tales prodigios por medio de sus instrumentos.

Sin embargo, en cuanto en la cabeza de las obras importantes no hay personas de vida interior, lo sobrenatural queda entonces eclipsado, reaparecen las malas costumbres, y parece como encadenada la omnipotencia divina.

Las almas perciben como por instinto, sin acertarlo a explicar claramente, esta irradiación de lo sobrenatural. Ved, si no, cómo se prosterna a los pies del sacerdote el pecador implorando perdón, porque percibe de alguna manera que representa a Dios.

Juan no obró ningún milagro (Juan 10,41), y sin embargo, Juan Bautista atraía las muchedumbres. Poco importaba que la débil voz de S. Juan Bautista Vianney, el cura de Ars, apenas llegase a las muchedumbres que se congregan para oírle, con sólo ver su figura para quedaban subyugados y convertidos. Un abogado, a quien preguntaron al volver del pueblo de Ars qué es lo que más le había impresionado contestó: He visto a Dios en un hombre.

El hombre de vida interior, que se mantiene siempre unido siempre a Jesús, actúa como un acumulador de vida sobrenatural que reparte su corriente de vida divina a todo el que se le acerca. Es en realidad otro Cristo: Salía de él una virtud que curaba a todos (Luc,19). Sus palabras y acciones no son sino efluvios de esta fuerza divina, desencadenando conversiones, acrecentando el fervor y acercando en definitiva las almas a Dios.

En proporción a la perfección con que un alma viva las virtudes teologales —la fe, la esperanza y la caridad— hará germinar esas mismas virtudes en las almas.

a) En proporción a su vida interior el apóstol contagia la Fe. Las personas rápidamente perciben cuando Dios mora en un alma. Como pasaba con S. Bernardo, de quien se decía que que se alejaba de los otros para construirse para sí una soledad interior, el apóstol se aísla de los demás y vive en su morada interior, donde habita el huésped divino, con quien conversa constantemente. Sostenido y guiado por Él, las palabras que salen de su boca son eco fiel de las que oye en su interior, pues vive no según las pasiones humanas, sino según la voluntad de Dios (1 Pedro 4,2). No es su razón ni la fuerza de los argumentos lo que trasciende, sino el Maestro, el Verbo, que habla a través de él. Las palabras que yo os digo, no las digo de mí mismo; el Padre que mora en mí es quien hace estas obras (Juan 14,10). Por medio de su intensa vida interior ejerce una influencia profunda y duradera sobre los demás. En cambio, el hombre que no está animado por la vida espiritual, todo lo más que consigue es una admiración superficial o una devoción pasajera, pero sus palabras son incapaces de producir auténticas conversiones a la fe.

Nunca se han publicado tantos estupendos tratados sobre la fe católica como en nuestros días, y sin embrago, no por eso el mundo se ha convertido. Y es que en el acto de fe no es sólo un acto de la inteligencia, sino también de la voluntad, pero sobre todo un don de Dios. Una persona puede aceptar racionalmente los motivos de credibilidad de la existencia de Dios, pero ello no significa que tenga fe. Para que una persona se convierta a la fe se necesita además que tenga buena voluntad y que obre la gracia de Dios. ¡Y esta gracia la irradian sobre todo las almas de los apóstoles donde Dios mora!

b) Porque el apóstol tiene vida interior irradia Esperanza. No puede ser de otra manera. Porque está convencido de que la felicidad sólo se encuentra en Dios. ¡Con qué persuasión habla del cielo! ¡Cuánto consuelo comunican sus palabras! Reconoce que la cruz es un medio de santificación. La fuerza para llevarla la encuentra en la Eucaristía y la esperanza del cielo que le espera. Con que convicción declara: Nuestra morada está en los cielos (Filip 3,20). Puede, por tanto, suscitar esperanza incluso en las almas más desesperadas.

c) El apóstol de vida interior difunde la Caridad. — Todo el anhelo del alma es encontrarse con el Amor, llegar a una compenetración estrecha y permanente con Jesucristo. Ese era también el deseo de Jesús: Permaneced en mí y yo en vosotros.

El amor de Jesús es una palanca poderosísima para convertir pecadores, para hacer pasar a las almas de la tibieza al fervor, y del fervor a la santidad. El pecado de por sí no trae más que vacío, decepciones y amarguras. El alma que arde en el amor de Dios, no puede hacer otra cosa que encender los corazones en el mismo amor.

d) El apóstol de vida interior difunde la Bondad. – El celo por las almas está lleno de caridad. Cuando un alma saborea en la oración la suavidad de Aquél que es la misma Bondad, llega a transformarse, por muy egoísta y duro de corazón que sea. Porque se alimenta de Jesucristo, de aquél que es todo benignidad —Se ha manifestado la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres (Tit 3,4)—, de Aquél que es la imagen y la expresión adecuada de la Bondad divina — Imagen de su Bondad (Sab 7,26)—, el apóstol no puede menos que par ticipar de la bondad de Dios e irradiarla.

Cuanto más un alma está unida a Jesucristo, más participa de su Bondad, de su benevolencia, de sus sentimientos compasivos, de su generosidad, abnegación…

Transfigurado por el divino amor, el apóstol se granjeará la simpatía de las almas. Sus palabras y actos quedarán impregnados, como los de Jesús, de una bondad desinteresada.

Dios ha dispuesto que no haya otro medio de convertir las almas que el del amor. Es decir, no se puede convertir un alma si no se la ama primero. Cuando falta el amor, por muchos argumentos o maravillosas razones que se utilicen para convencerla, en general no se consigue otra cosa más que una tenaz oposición a dejarse convencer, manifestada por múltiples objeciones. Pero ante una persona bondadosa cualquiera queda desarmado, no se experimenta humillación alguna por dejarse convencer, y fácilmente cede uno ante los encantos de su bondad.

Muchas humildes religiosas —Hermanitas de los Pobres, Hijas de la Caridad…— podrían citar multitud de conversiones desencadenadas por su bondad infatigable, muchas veces heroica. Ante tales ejemplos de abnegación heroica, el pecador no puede menos que verse forzado a pensar: Esto sólo lo puede hacer el amor de Dios.

Bondad es hacer partícipes de nuestros bienes a los demás. Ser bueno es ponerse en el lugar del otro. La bondad ha convertido más pecadores que la elocuencia, y ésta no puede convertir a nadie sin participación de la bondad. Nada mueve tanto a la conversión como un apóstol que irradia bondad.

«Has de tener un corazón de madre —aconseja S. Vicente Ferrer a todo apóstol—. Muestra siempre entrañas de tierna caridad. Si quieres ser útil a las almas, comienza por pedirle a Dios que te inflame en la caridad, que es el compendio de todas las virtudes» (Tratado de la vida espiritual).

Entre la bondad natural y la sobrenatural hay la misma distancia que entre lo humano y lo divino. Con la primera, el apóstol puede conquistar respeto y aun simpatía, y hasta enderezar un afecto para dirigirlo a Dios. Pero jamás logrará la gracia de la conversión. Esto sólo lo puede hacer la bondad sobrenatural, que nace de una vida de intimidad con Jesús.

En el amor ardiente a Jesús está la clave para poder dirigir a las almas con audacia y prudencia hacia Cristo, aun de las extraviadas. Así lo hacía el párroco José Sarto, quien después llegó a ser el Papa Pío X. Visitaba cada año a todas las familias de su jurisdicción, incluyendo a los judíos, protestantes, masones, etc. Haciéndolo así sólo trataba de obedecer a Jesús, que manda en el Evangelio al pastor lleve al redil a todas las ovejas. Sin renunciar a sus principios, se limitaba a manifestar su caridad a todas las almas que Dios le había confiado. De esta manera tuvo la alegría de convertir a algunos no católicos, y por lo menos se ganó la confianza de todos.

La caridad se debe extender a todos los hombres, incluso a los más encarnizados enemigos de la Iglesia.

 

El alma de todo apostolado – Cuarta parte – Juan Bautista Chautard

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