Las obras no son otra cosa que el desbordamiento de la vida interior – Juan Bautista Chautard

📖 Ediciones Voz Católica

Más leído esta semana

Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,48).

Guardando las debidas proporciones, el modo de obrar divino debe ser el criterio de nuestra vida.

Dios, al ser generoso por naturaleza, derrama con gran profusión sus beneficios sobre todos los seres, especialmente sobre el ser humano. Desde su creación, el universo entero es objeto de esa inagotable prodigalidad. Pero Dios no se empobrece y su insondable largueza no puede menguar, aun en lo más mínimo, sus recursos infinitos.

Con el hombre se muestra aún mucho más generoso; no contento de colmarle de bienes exteriores, le envía su Verbo. Pero en ese acto de suprema generosidad, que no es otra cosa que el don de sí, Dios no renuncia ni puede renunciar en nada a la integridad de su naturaleza. Nos da su Hijo, pero conservándolo siempre en Sí mismo. «Tomad por ejemplo y modelo al soberano Señor de todas las cosas, enviando y reteniendo a la vez con El a su Verbo» (S. Bernardo, I, II, de Cons., c. 3).

Mediante los sacramentos, y especialmente por la Eucaristía, Jesucristo nos enriquece con sus gracias. Las derrama sobre nosotros sin medida, porque El es un océano sin orillas que se desborda sobre nosotros sin llegar a agotarse: De su plenitud todos hemos recibido (Juan 1,16).

Así, a nuestra manera, debemos proceder nosotros, los que nos dedicamos al apostolado, al ejercer la noble tarea de santificar a otros: «Piensa siempre en el Verbo; que este pensamiento no se aparte de ti» (S. Bern., 1, II, Consid. c. III). Jesucristo mora por la gracia en nuestras almas. Este espíritu de Jesús, que mora en mí, es el que debe dar vida a todo mi apostolado. A la vez que me sacrifico incesantemente por el prójimo, me renuevo también continuamente por los medios que me ofrece Jesús. Nuestra vida interior será, de esta forma, como el tronco de un árbol lleno de savia vigorosa y las obras que realicemos, sus frutos. El alma del apóstol debe ser primero inflamada por el amor, para poder después encender las almas de los demás.[1]

Lo que vieron con sus ojos y palparon con sus manos, es lo que enseñarán a los hombres (1 Juan 1,1).

Podemos, por tanto, establecer este principio: «La vida activa debe brotar de la vida contemplativa, sin separarse de ella».

Antes de hablar, el apóstol debe llenarse de Dios. Debe recibir antes que comunicar. Este es el orden que ha establecido el Creador respecto de las cosas divinas. El que tenga la misión de distribuirlas, debe participar antes de ellas, llenándose abundantemente de las gracias que Dios quiere otorgar a las almas por su conducto. Solamente entonces estará autorizado para comunicarlas.

San Bernardo, al hablar del apostolado dice lo siguiente: «Si quieres ser sabio, procura ser más bien depósito que canal» (San Bernardo: Ser. 18 in Cant.). El canal deja correr el agua que recibe sin guardarse una sola gota. El depósito, en cambio, se llena primero y después, vierte lo que le sobra para fertilizar los campos.

¡Cuántos hay que se dedican al apostolado y no son sino canales, que se quedan completamente secos precisamente cuando tratan de fecundar los corazones! Así lo constataba con tristeza S. Bernardo: «Hoy día existen en la Iglesia muchos canales, pero muy pocos depósitos» (ibídem).

Siendo toda causa superior a su efecto, es necesaria mayor perfección para perfeccionar a los demás que para perfeccionarse a sí mismo (D. Thom. Opuse. de perf. vit. spir).

Una madre no puede amamantar al niño sino se alimenta ella; del mismo modo, los confesores, los directores de almas, predicadores, catequistas y profesores de religión, deben asimilar primero la sustancia con que alimentarán después a los hijos de la Iglesia. La verdad y el amor divino son los elementos de esta sustancia. Sólo la vida interior asimila la verdad y la caridad de tal forma, que las convierte en alimento para que los demás tengan vida.

 

El alma de todo apostolado – Segunda parte – Juan Bautista Chautard

[1] Repetidas veces afirma el Vaticano II que «la caridad hacia Dios y hacia los hombres… es el alma de todo apostolado» [LG 33; AA 3] y que «todo ejercicio de apostolado tiene su origen y su fuerza en la caridad» [AA 8]. A medida que crece el cristiano en la caridad, se convierte en apóstol. En la base de todo apostolado está, pues, el ejercicio y el desarrollo de una caridad cada vez más plena y fervorosa. Esta hay que sacarla de su fuente: Dios, el cual la comunica a los hombres a través de la mediación de Cristo. He ahí por qué la comunión con Dio y con Jesús es premisa de todo apostolado. (Intimidad Divina, P. Gabriel de Sta. M. Magdalena O.C.D.)

Seguir Leyendo

Comentarios 1

  1. Arnulfo Vargas Rodríguez dice:

    Muchas gracias por este y otros artículos publicados, son alimento para mi en mi apostolado

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.