Algunos días después, tres Magos llegaban de la Caldea, y se postraban ante Jesús. Acaso venían de Ecbatana, tal vez de las orillas del mar Caspio. Caballeros en sus camellos, con las petacas repletas colgadas de las sillas, vadeado habían el Tigris y el Éufrates, atravesado el gran Desierto de los Nómades, contorneado el Mar Muerto. Una estrella nueva –semejante al cometa que aparece de tarde en tarde en el cielo para anunciar el nacimiento de un Profeta o la muerte de un César– los había guiado hasta Judea. Habían venido para adorar a un Rey y se encontraron con un recién nacido, mal fajado, escondido en un Establo.
Casi mil años antes que ellos, una reina de Oriente había venido en peregrinación a Judea, trayendo ella misma sus dones: oro, aromas y piedras preciosas. Pero había encontrado a un gran rey en el trono, al rey más grande que haya reinado en Jerusalén y de sus labios había aprendido lo que antes nadie había sabido enseñarle.
En cambio, los Magos, que se creían más sabios que los reyes, habían encontrado a un niño de pocos días, a un niño que no sabía aún preguntar ni contestar, a un niño, que hecho hombre, había de desdeñar los tesoros de la materia y la ciencia de la materia.
Los Magos no eran reyes, pero en Media y en Persia eran los señores de los reyes. Los reyes mandaban a los pueblos y los Magos guiaban a los reyes. Sacrificadores, intérpretes de los sueños, profetas y ministros, eran los únicos que podían comunicarse con Ahura Mazda, el Dios bueno; sólo ellos conocían lo futuro y el destino. Mataban con sus propias manos los animales dañinos, los pájaros de mal agüero. Purificaban las almas y los campos; ningún sacrificio era grato a Dios si no le era ofrecido por sus manos; ningún rey hubiérase atrevido a declarar la guerra sin haberlos previamente consultado. Eran poseedores de los secretos de la tierra y del cielo; prevalecían entre toda su gente en nombre de la ciencia y de la religión. En medio de un pueblo que vivía para la Materia representaban al Espíritu.
Era justo, pues, que vinieran a rendir homenaje a Jesús. Después de las Bestias, que son la naturaleza, después de los Pastores, que son el pueblo, este tercer poder –el Saber– se postra de hinojos ante el pesebre de Belén. La vieja casta sacerdotal de oriente rinde vasallaje al nuevo Señor que mandará sus mensajeros a Occidente; los Sabios se postran ante aquel que someterá la Ciencia de las palabras y de los números a la nueva Sabiduría del Amor.
Los Magos de Belén significan las antiguas teologías reconociendo la revelación definitiva, la Ciencia que se humilla en presencia de la Inocencia, la Riqueza que se postra a los pies de la Pobreza.
Ellos ofrendan a Jesús ese oro que Jesús hollará; no lo ofrecen porque María es pobre y puede necesitar de él para el viaje, sino para acatar, con antelación, los consejos del Evangelio: «vende todo lo que tienes y dalo a los pobres». No ofrendan el incienso para mitigar la hediondez del establo, sino porque sus teologías se aproximan a su ocaso y no necesitarán más humo ni perfumes para sus altares. Ofrendan la mirra, que sirve para embalsamar a los muertos, porque saben que este niño morirá joven y la Madre, que ahora sonríe, necesitará de aromas para embalsamar su cadáver.
Arrodillados dentro de sus mantos suntuosos, reales y eclesiásticos, sobre la paja que cubre el pavimento, ellos, los poderosos, los doctos, los adivinos, se ofrendan también ellos mismos como prenda de la sumisión del mundo.
Jesús ha obtenido ya todas las investiduras a que tenía derecho. Partidos apenas los Magos, empiezan las persecuciones de aquellos que lo odiarán hasta la muerte.
* En «Historia de Cristo», Ed. Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951.