Este poema es una muestra del sentido inmediato y personal que de la existencia de Dios posee el poeta. En su aleccionante sencillez, es también un ejemplo de la conmovedora familiaridad de Claudel frente a lo eterno: transitoria y perecedera, pero también ella misericordiosa, la criatura sabe apiadarse ante los dolores tan paternalmente asumidos por Dios en su compasión infinita.
(Ainsi donc encore une fois…)
Señor, no se trata de nosotros solamente,
se trata de Ti mismo, Dios Eterno.
Nosotros que somos padres de pequeñuelos,
cuando Tú dices que eres el Padre supremo,
¿Cómo quieres que Te comprendamos,
si no de la manera más humilde y más literal,
Y, puesto que eres verdaderamente Nuestro Padre,
cómo creer que puedas desearnos algún mal?
A nosotros que somos padres de pequeñuelos,
cuando uno de ellos está enfermo y dolorido,
El pan nos parece envenenado
y el vino se nos vuelve insípido.
Y si ocurre lo que ni siquiera me atrevo a decir
Es en nosotros donde el cuerpo y el alma se separan,
y somos nosotros los que sabemos qué es morir.
Y sin embargo es evidente que sólo
somos su padre y su madre por azar.
Eres Tú quien por un acto particular de Tu voluntad,
y para que sean siempre a Tu semejanza,
Pronunciando muy suavemente sus nombres,
desde el fondo de Tu Eternidad
los has suscitado sacándolos de la Nada.
Y quien no sólo eres su Padre transitorio,
sino que no dejas de serlo en todo instante.
¡Y la prueba de que es verdad,
y de que Tú sabes también lo que sabe un Padre,
Y de que eres capaz de morir, Tú también,
y de que es asunto que conoces mejor que nadie,
Son esas manos, cuando uno desearía servirse de ellas, clavadas,
y esa hiel que es preciso beber gota a gota amorosamente,
Es la cruz hacia la cual, cuando te buscamos,
nos basta mirar para tenerte!
Si Tú no fueses más que Dios, no habría manera
de entenderse Contigo de un modo claro,
Pero Tú has pasado también por esto,
también Tú eres experto en lo que nosotros hemos soportado.
¡Y por cierto que, desde el punto de vista de la Eternidad,
bien poca cosa son nuestros males presentes,
Pero harto ves que aún así, tal como son, Señor,
ya nos parecen suficientes!
«Mi hermano no hubiera muerto, Señor,
si Tú hubieses estado junto a él»,
alguien que te es grato dice con voz solemne.
¡Ten piedad de esos ojos casi extintos que Te buscan
y no pueden verte!
¿Esos hijos que Te has creado, Señor,
acaso no Te pertenecen?
¡Y si es verdad que cuando ellos sufren
nos igualamos paternalmente
a quienes amamos y preferimos,
Ten piedad de nosotros, Señor,
a causa de Ti mismo!
(Traducción y nota de Ángel J. Battistessa)
* En Revista «Nuestro Tiempo», Año 1, n° 2, Buenos Aires, 7 de julio de 1944.
Por Decíamos ayer… – 6.11.19