Subió también José, para empadronarse con su esposa María, que estaba en cinta. Lc. 2, 4.
Asendit autem el Joseph, ut profiteretur cum Maria desponsata sibi, uxore proegnante
había ya decretado Dios que su Hijo naciese no en la casa de José, sí en una gruta y establo de bestias, del modo más pobre y más penoso que puede nacer un niño; y para esto dispuso que César Augusto publicase un edicto, mandando que cada uno fuese a empadronarse en la propia ciudad, de la que traía su origen.
José cuando tuvo noticia de esta orden se puso en agitación, pensando si debía dejar, o llevar consigo la Virgen Madre, que estaba próxima al parto.
“Esposa y Señora mía, la dice; por una parte, yo no quisiera dejaros sola; por otra, si os llevo me aflige la pena de que Vos habéis de padecer mucho en este viaje tan largo, y hecho en un tiempo tan rígido: mi pobreza no me permite llevaros con aquella comodidad que a Vos es debida”
Más responde María, y le da ánimo, diciéndole:
“José mío, no temas, yo iré contigo, el Señor nos asistirá”.
Sabía bien ésta Señora, por inspiración divina, y también porque estaba bien penetrada de la profecía de Miqueas, que en Belén había de nacer el Divino Infante. Por lo que, toma las fajas y los otros pobres paños preparados ya, y marcha con José: Asendit autem Joseph, ut profietur cum Maria.
Vamos aquí considerando los devotos y santos discursos que en este viaje deberían tener los dos santos Esposos acerca de la misericordia, de la bondad y del amor del Verbo Divino, que dentro de poco había de nacer y aparecer sobre la tierra, para la salvación de los hombres.
Consideremos aquí también las alabanzas, las bendiciones y acciones de gracias, los actos de humildad y de amor en que se ejercitarían por el camino estos dos grandes viajeros.
Mucho ciertamente padecía aquella santa doncellita vecina al parto, caminando largas distancias por sendas extraviadas, y en la estación del invierno; pero padecía con paz, y con amor; ofrecía todas aquellas penas a Dios, uniéndolas con las de Jesús, que llevaba en su seno.
¡Ah! Unámonos también nosotros, y acompañemos al Rey del cielo con María y José: a este Rey, que va a nacer en una cueva, y hacer su primera entrada en el mundo, de niño, pero niño el más pobre y abandonado que jamás ha nacido entre los hombres, y pidamos a Jesús, María y José, que por el mérito de las penas padecidas en este viaje nos acompañen en el que estamos haciendo a la eternidad.
¡Oh! Dichosos nosotros, si nos acompañásemos y fuésemos siempre acompañados de estos tres grandes personajes!
Afectos y súplicas.
Mi amado Redentor, yo sé que en este viaje a Belén os acompañan a escuadrones los ángeles del cielo; pero de los que habitan en la tierra ¿quién os acompaña? Solo lleváis con Vos a José y a María, que os trae dentro de sí.
No rehúses, pues, Jesús mío, que os acompañe también yo miserable e ingrato como he sido; más ahora reconozco el agravio que os he hecho.
¡Ah! Sí, Vos habéis bajado del cielo para salvarme, para ser mi compañero sobre la tierra, y yo tantas veces os he dejado, ofendiéndoos ingratamente.
Cuando pienso, o mi Señor, las muchas veces que por mis gustos malditos me he separado de Vos renunciando a vuestra amistad, quisiera morirme de dolor; pero habéis venido para perdonarme.
Ea, pues, perdonadme pronto, que ya me arrepiento con toda el alma de haberos tantas veces vuelto las espaldas y abandonado.
Propongo y espero con vuestra gracia no dejaros más, y no separarme de Vos, único amor mío.
Mi alma se ha enamorado de Vos, o mi amable Dios niño. Os amo, mi dulce Salvador; y ya me habéis venido a la tierra a salvarme, y a dispensarme vuestras gracias, estas solo os pido; no permitáis que tenga que separarme más de Vos. Unidme, estrechamente a Vos, encadenándome con los dulces lazos de vuestro santo amor.
¡Ah mi Redentor y Dios! ¿y quién tendrá más corazón de dejaros, y de vivir sin Vos, privado de vuestra gracia?
Santísima María, yo vengo para acompañaros en éste viaje; y Vos no dejéis de asistirme, madre mía, en el viaje que hago a la eternidad.
Asistidme siempre, pero especialmente cuando me hallaré al fin de mi vida, próximo a aquel m omento del que depende, o estar siempre con Vos, para ver a Jesús en el Paraíso, o estar siempre lejos de Vos, para aborrecer a Jesús en el infierno.
Reina mía, salvadme con vuestra intercesión, y mi salud sea amar a Vos y amar a Jesús por siempre, en el tiempo y en la eternidad.
Vos sois mi esperanza; de Vos todo lo confío.