Oh Madre, Madre de Dios y Madre de la Iglesia,
contigo unánimes en esta hora tan importante para nosotros
somos un corazón y una alma: como Pedro, los apóstoles, los hermanos,
en la oración en el Cenáculo (Conf Hechos 1:14).
Te confiamos nuestras vidas,
a ti, que has aceptado la Palabra de Dios con absoluta fidelidad
y te dedicaste a su plan de salvación y gracia,
adhiriendo con total docilidad a la acción del Espíritu Santo;
A ti, que has recibido la misión de tu Hijo
de acoger y proteger al discípulo a quien Él amaba (cf. Jn 20, 26);
te repetimos, todos y cada uno, "totus tuus ego sum",
para que tomes nuestra consagración
y la unas a la de Jesús y a la tuya,
como ofrenda a Dios Padre, por la vida del mundo.
Te pedimos que mires la indigencia de sus hijos,
como lo hiciste en Cana, cuando tomaste en serio
La situación de esa familia.
Hoy, la mayor indigencia de esta familia tuya
es el de las vocaciones sacerdotales, diaconales, religiosas y misioneras.
Con tu "omnipotencia suplicante" alcanza
el corazón de muchos de nuestros hermanos
para que escuchen y quieran responder a la voz del Señor.
Repíteles, en lo profundo de su conciencia,
la invitación hecha a los sirvientes de Cana:
"Haced lo que Jesús les diga" (cf. Jn 2, 5).
Seremos ministros de Dios y de la Iglesia,
dedicados a evangelizar, santificar,
alimentar a nuestros hermanos:
enséñanos y danos las aptitudes del buen pastor;
nutre y aumenta nuestra dedicación apostólica;
fortalece y regenera nuestro amor por los que sufren;
ilumina y vivifica nuestro propósito de virginidad
por el Reino de los cielos;
infunde y mantenen en nosotros el sentido de fraternidad y comunión.
oh Madre nuestra, con nuestras vidas te confiamos
la de nuestros padres y familiares;
la de los hermanos que alcanzaremos con nuestro ministerio.
Con tu preocupación materna
siempre precedes nuestros pasos hacia ellos
y constantemente nos guías en el camino a la patria,
que nos preparó Cristo, tu Hijo y nuestro Señor con su redención. Amén.