Prescindamos de los perezosos y de los sibaritas espirituales, para quienes la vida interior no es más que una agradable ociosidad, en la que buscan más las consolaciones de Dios que al Dios de las consolaciones. Estos sólo muestran una falsa piedad. Porque en verdad la vida interior es todo lo contrario al egoísmo.
Ya hemos dicho cómo esta vida es el manantial puro y abundante de las obras más generosas de caridad. Examinemos la utilidad de esta vida desde otro punto de vista.
¿Fue egoísta y estéril la vida de María y José? ¡Qué idea más absurda y grosera! Y con todo no realizaron ninguna acción apostólica directa. La sola irradiación en el mundo de su profunda vida interior, las plegarias y sacrificios que hicieron por la obra de la Redención, fueron suficientes para que se declarase a María Reina de los Apóstoles, y a José, Patrono de la Iglesia.
Mi hermana me deja sola en los quehaceres (Lucas 10,40) dice, apropiándose las palabras de Marta, el necio presuntuoso que no mira otra cosa que sus propias obras.
Su presunción e ignorancia de los caminos del Señor le lleva a decir: Dile, pues, que me ayude (Luc. 10,42), ¿Para qué este despilfarro? (Mat. 26,8), pues considera un despilfarro el tiempo que sus compañeros de apostolado, más espirituales que él, se reservan para su vida de intimidad con Dios.
Yo me santifico por ellos a fin de que ellos también sean santificados en la verdad (Juan 17,19), responde el alma que ha profundizado en esta frase del Maestro, conocedora del valor de la oración y del sacrificio. Por sus súplicas y su unión con Jesús alcanza misericordia por los pecados del mundo del mundo.
«Los que oran —decía después de su conversión el eminente literato y político Donoso Cortés— prestan mejores servicios al mundo que los que combaten, y si el mundo va de mal en peor es porque hay más batallas que oraciones».
«Las manos en actitud de súplica —dice Bossuet— derrotan más batallones que las que empuñan armas». ¡Cuántas innumerables gracias nos habrán alcanzado las almas contemplativas en los claustros y desiertos!
Una fervorosa oración alcanza más fácilmente la conversión de un pecador que largas discusiones y bellos razonamientos. Y es que el que ora, trata con Dios directamente, la causa primera de toda conversión. Y así dispone todas las causas segundas que reciben su eficacia de la primera. De esta forma se logra con más rapidez y seguridad el efecto anhelado.
A Santa Teresa no le entraba en la cabeza que pudiese haber un alma contemplativa que no se interesase por la salvación de los pecadores. Y así llega a decir hablando del infierno: «Por librar una sola de tan gravísimos tormentos pasaría yo muchas muertes de muy buena gana». Y dirigiéndose a sus religiosas les decía: «Enderezad a este fin apostólico, hijas mías, vuestras oraciones, disciplinas, ayunos y vuestros deseos».
Tal es en efecto la razón de vida de las Carmelitas, Trapenses y Clarisas. Acompañan y sostienen a los apóstoles, con sus oraciones y penitencias. Sus plegarias llegan a los lugares más lejanos donde se anuncia el Evangelio, ganando almas para Dios.
¿Por qué se convierten tantos paganos en países lejanos? ¿Cuál es la causa de la perseverancia heroica de los cristianos perseguidos? ¿Por qué los mártires dan su vida con alegría en medio de los tormentos? El mundo lo ignora. Todo es debido a la oración de tantas almas contemplativas que viven ocultas en sus conventos.
Decía un obispo en un país de misión: «Estoy deseando que vengan cuanto antes los trapenses, para que con su vida de oración alcancen las gracias necesarias para que los misioneros conviertan a muchos». Y más tarde añadía: «Hemos conseguido, por fin, penetrar en una región inaccesible hasta el día de hoy. Yo atribuyo este hecho a nuestros queridos trapenses».
Decía un obispo de Vietnam: «La oración de diez carmelitas obtiene más conversiones que veinte misioneros predicando».
Los apóstoles de vida activa (sacerdotes, religiosos o laicos) que no descuidan la vida interior participan del mismo poder que las almas contemplativas. Tenemos muchos ejemplos en los santos.[1]
¿Acaso ha sido egoísta y estéril la vida de un Cura de Ars? Sería absurdo pensarlo tan siquiera. A qué otra cosa podríamos atribuir las grandes conversiones de este sacerdote de escasos talentos, sino a su intensa vida de oración y mortificación. Supongamos que existiese un S. Juan Bautista María Vianney en cada ciudad. Antes de diez años la recristianización de una gran parte de la sociedad estaría asegurada.
Cierto que estas almas escogidas son una minoría muy exigua. ¡Pero qué importa el número si lo que cuenta es la intensidad de la vida interior!
El resurgir del cristianismo en Francia, después de la Revolución, debe atribuirse a ese grupo de sacerdotes de profunda vida interior forjados en la persecución. Gracias a ellos, una corriente de Vida divina vino a encender la fe en toda una generación aquejada de apostasía e indiferencia.
¿Por qué una nación cae en la indiferencia espiritual y en el ateísmo práctico? Porque la gente abandona la vida de oración, la vida eucarística, o porque vive una espiritualidad superficial, meramente sentimental, sin convicciones fuertes, sin coherencia de vida, sin sólida formación religiosa, sobre todo en lo que atañe a la voluntad. De ahí que no se haya sabido grabar en sus almas la impronta de Jesucristo. Y ¿cómo se ha empezado a caer en esta mediocridad? No cabe duda que por la pobre vida interior de los sacerdotes, de los consagrados y de los laicos comprometidos en el apostolado.
A un sacerdote santo corresponde un pueblo fervoroso; a un sacerdote fervoroso, un pueblo piadoso; a un sacerdote piadoso, un pueblo honrado; a un sacerdote honrado, un pueblo incrédulo. No puede ser el discípulo mayor que el maestro, sino un grado menos. «Las buenas costumbres y la salvación de los pueblos dependen de los buenos pastores. Si al frente de una parroquia hay un buen cura, bien pronto se verá florecer en ella la devoción, la frecuencia de los Sa- 38 cramentos y la oración mental. De donde viene el proverbio: ‘Tal como es el párroco será la parroquia’, en conformidad con lo que dice el Eclesiástico (10, 2): Según el juez del pueblo, así serán sus ministros, como el jefe de la ciudad, todos sus habitantes.» (San Alfonso, a lo siguiente)
El alma de todo apostolado -Juan Bautista Chautard
1. Homilía de Juan Pablo II en la canonización de San Josemaría Escrivá 6-10-2002. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Romanos 8, 14). Esta verdad cristiana fundamental era un tema constante en su predicación. No dejaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que su vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, así como la vida familiar, profesional y social —conformada por la pequeñas realidades terrenas—, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una sola existencia «santa y llena de Dios». «Encontramos a Dios invisible —escribía— en lo más invisible y material» («Conversaciones con monseñor Escrivá», n. 114). Actual y urgente es también hoy esta enseñanza suya. El creyente, en virtud del Bautismo, que lo incorpora a Cristo, está llamado a abrazar con el Señor una relación ininterrumpida y vital. Está llamado a ser santo y a colaborar en la salvación de la humanidad. «La vida habitual de un cristiano que tiene fe –solía afirmar Josemaría Escrivá–, cuando trabaja o descansa, cuando reza o cuando duerme, en todo momento, es una vida en la que Dios siempre está presente» («Meditaciones», 3 de marzo de 1954). Siguiendo sus huellas, difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Para cumplir una misión tan comprometedora, es necesario un incesante crecimiento interior, alimentado por la oración. San Josemaría fue un maestro en la práctica de la adoración, a la que consideraba como una extraordinaria «arma» para redimir al mundo. Siempre recomendaba: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en tercer lugar, acción» («Camino», n. 82). Nos es una paradoja, sino una verdad perenne: la fecundidad del apostolado está ante todo en la oración y en una vida sacramental intensa y constante. Este es, en el fondo, el secreto de la santidad y del auténtico éxito de los santos.