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Quien ama a Jesucristo, ama la mansedumbre – San Alfonso María de Ligorio

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CARITAS benigna est.
La caridad es benigna (I Cor., XIII, 4).

El espíritu de mansedumbre es propio de Dios: Porque este recuerdo de mí es más dulce que la miel [1]. Por eso el alma amante de Dios ama a todos los que Dios ama, como son nuestros prójimos; y así, con voluntad amorosa busca el modo de ayudar, consolar y dar gusto a todos, en cuanto en su mano está. San Francisco de Sales, maestro y dechado de mansedumbre, decía: «La humilde mansedumbre es la virtud de las virtudes, que Dios tanto nos recomienda, y por esto es menester practicarla siempre y en todo lugar». Y el Santo deducía esta regla: «Haced lo que se pueda hacer con amor y dejad de hacer lo que no se pueda hacer sin andar en pendencias». Entiéndese lo que se puede dejar sin menoscabo de la gloria de Dios, porque la ofensa de Dios ha de impedirse siempre, tan pronto como se pueda, por aquel que está en la obligación de impedirla.

Esta mansedumbre ha de practicarse con los pobres de especial manera, quienes, de ordinario, por ser pobres, son tratados ásperamente por los demás. Debe, asimismo, practicarse con los enfermos, los cuales, aquejados como se ven por su dolencias, están mal asistidos. Y más particularmente ha de practicarse la mansedumbre con los enemigos. Vence el mal a fuerza de bien [2], el odio con el amor, las persecuciones con la mansedumbre, como hicieron los santos, granjeándose de esta suerte el afecto de sus más obstinados perseguidores.

«Nada edifica tanto al prójimo -dice San Francisco de Sales- como el trato afable y amoroso». Por eso andaba siempre la sonrisa a flor de labios en el Santo, y su empaque, palabras y gestos, respiraban benignidad, hasta el extremo que decía de él San Vicente de Paúl que nunca había hallado hombre tan benigno como Francisco de Sales, y añadía que con sólo mirarlo se le hacía contemplar la mismísima benignidad de Jesucristo. Hasta cuando tenía que negar lo que la conciencia no le permitía conceder, de tal manera se mostraba benigno, que los solicitantes, a pesar de ver frustrado su intento, marchaban contentos y aficionados a su persona. Con todos era benigno, con los superiores, con los iguales, con los inferiores, con los de casa y con los de fuera, muy diferente de aquellos que, en expresión del mismo Santo, «parecen ángeles fuera de casa y dentro son diablos». Nunca se quejaba de las faltas de los criados, rara vez los amonestaba, y siempre con palabras llenas de benignidad. Cosa, por cierto, muy de alabar en todos los superiores, que deben ser suaves y benignos con sus súbditos y, cuando tienen que señalar una ocupación, deben más bien rogar que mandar. Decía San Vicente de Paúl: «No hallarán los superiores mejor modo de ser obedecidos que mediante la afabilidad». Y de igual manera se expresaba Santa Juana de Chantal: «Experimenté varios modos de gobernar a mis súbditos, y no lo hallé mejor que la suavidad y tolerancia».

Hasta en la corrección de los defectos debe el superior estar revestido de templanza. Una cosa es corregir con energía, y otra corregir con aspereza. A veces, cierto que habrá que corregir con energía, cuando se trata de graves defectos, y máxime si son recaídas en ellos; mas aun entonces guardémonos de reprender con aspereza e ira; quienes reprenden con ira causan más daño que provecho. Éste es el celo amargo reprochado por Santiago. Se glorían algunos de dominar a la familia con su régimen de aspereza y aventuran que ése es el arte de gobernar; pero no piensa igual el apóstol Santiago, que dice: Si tenéis en vuestro corazón celos amargos y espíritu de contienda, no os jactéis [3]. Si en alguna ocasión fuera necesario dar al culpable severa reprensión, para inducirlo a reconocer la gravedad de su falta, es necesario, al menos, al fin de la reprensión, dejarle buen sabor de boca con palabras de blandura y amor. Se impone curar las heridas como lo hizo el samaritano del Evangelio, con vino y aceite. «Mas así como el aceite -dice San Francisco de Sales- sobrenada entre los restantes licores, así es necesario que en todas nuestras acciones sobrenade la benignidad. Y si aconteciere que la persona que ha de sufrir la corrección se hallare turbada y alborotada, se ha de aplazar la reprensión hasta verle desenojado; de lo contrario, sólo se lograría irritarle más. San Juan, canónigo regular, decía: «Cuando la casa arde, no hay que echar más leña al fuego».

No sabéis a qué espíritu pertenecéis [4]. Así dijo Jesucristo a sus discípulos Santiago y Juan cuando le pidieron castigara a los samaritanos por haberlos expulsado de su país. «¿Cómo? -dijo Jesús-. ¿Qué espíritu es ése? No es, por cierto el mío, todo blandura y suavidad, pues no vine a perder, sino a salvar [5]. Y vosotros, ¿intentáis que pierda a los samaritanos? Callad y no me dirijáis tal súplica, porque repito que ése no es mi espíritu». Y, a la verdad, ¡con qué dulzura trató Jesucristo a la adúltera! «Mujer -le dijo-, tampoco yo te condeno; anda y desde ahora no peques más» [6]. Se contentó con amonestarla que no volviese a pecar y la despidió en paz. ¡Con qué benignidad, a la vez, buscó la salvación de la samaritana! Primero le pidió de beber y luego le dijo: ¡Si conocieses… quién es el que te dice: «Dame de beber»! [7]. A continuación le reveló que Él era el esperado Mesías. Además, con cuanta dulzura procuró la conversión del impío Judas, hasta admitirlo a comer en el mismo plato, lavarle los pies y amonestándolo caritativamente en el mismo acto de su traición: ¡Judas!, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre? [8]. Y para convertir a Pedro, después de la triple negación, ¿qué hace? Y volviéndose el Señor, miró a Pedro [9]. Al salir de casa del pontífice, sin echarle en cara su pecado, le dirigió una tierna mirada, que obró su conversión, de tal modo que Pedro, mientras vivió, no dejó de llorar la injuria hecha a su Maestro.

 Práctica del amor a Jesucristo – San Alfonso María de Ligorio – Capítulo VI

[1] Spiritus enim meus super mel dulcis (Eccli., XXIV, 27).

[2] Vince in bono malum (Rom., XII, 21).

[3] Si zelum amarum habetis, et contentiones sint in cordibus vestris, nolite gloriari (Iac., III, 14).

[4] Nescitis cuius spiritus estis (Lc., IX, 55).

[5] Filius hominis non venit animas perdere sed salvare (Lc., IX, 56).

[6] Mulier… nec ego te condemnabo: vade et iam amplius noli peccare (Io., VIII, 10, 11).

[7] Si scires… quis est qui dicit tibi: Da mihi bibere!… (Io., IV, 10).

[8] Iuda, osculo Filium hominis tradis? (Lc., XXII, 48).

[9] Conversus Dominus respexit Petrum (Lc., XXII, 61).

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