Grande fue San José en la virtud del silencio. Guardó con fidelidad el silencio más absoluto, sobre el misterio que Dios le había confiado. Nada pudo hacerle violar el secreto de Dios.
San José practicó además el silencio de la humildad. ¡Qué honor y qué gloria para el justo José, conocer al Mesías, poseerlo, ser su Padre adoptivo, ser el esposo de la Madre de Dios!
Y, sin embargo, no reveló ni una chispa siquiera de esta gloria, ni una palabra pronunció que pudiera atraerle la alabanza o la admiración de los hombres.
San José practicó el silencio de la paciencia en sus pruebas; no buscando consuelo sino en Nuestro Señor, pensando que sufría por el Verbo encarnado.
A imitación de Nuestro Señor, silencioso en el Santísimo Sacramento, practicaré fielmente el silencio, a fin de estar siempre listo para oír las órdenes del rey y ejecutarlas.
No hablaré sobre las gracias que reciba, a fin de que los homenajes sean rendidos sólo a Jesús, que es el autor de ellas.
Soportaré, sobre todo, con paciencia, las penas que puedan sobrevenirme, pensando en el silencio de Jesús víctima de amor, que soporta las irreverencias, los desprecios, los ultrajes, sin quejarse, sin castigar a los culpables, buscándolos, por el contrario, para convertirlos y hacerles bien.
Aspiración. San José, imagen perfecta de la vida oculta de Jesús en la Eucaristía, ruega por nosotros.