«Más vale morir que vivir» (Jonás 4,3)
Viendo las situaciones difíciles que te tocaron vivir, alguna vez quizás has pensado que sería mejor morir. Tal vez fue solo una tentación, un pensamiento que desechaste como ridículo, o tal vez no. Incluso puede ser que conozcas a alguna persona que haya intentado suicidarse para terminar de una vez por todas con una situación que le resultaba insoportable.
Más allá de las causas psiquiátricas o psicológicas, podemos decir que una de las causas el suicidio es la pérdida de esperanza. Es decir, el «desesperarse» ante una situación que no es la que uno desea. Ante esto, podemos ver como Benedicto XVI afronta el problema de la muerte y la vida, temporal y eterna, en el marco de la esperanza.
Tal vez muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre –sin fin– parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el Padre de la Iglesia, san Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano difunto Sátiro: «Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza, sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dio como un remedio […]. En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima: era necesario dar un fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad, en efecto, es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia»[1]. Y san Ambrosio había dicho poco antes: «No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación»[2].
La eliminación de la muerte, como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo. Obviamente, hay una contradicción en nuestra actitud, que hace referencia a un contraste interior de nuestra propia existencia. Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva. Entonces, ¿Qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿Qué es realmente la «vida»? Y ¿Qué significa verdaderamente «eternidad»? Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera «vida», así debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos «vida», en verdad no lo es.
San Agustín, en su extensa carta sobre la oración dirigida a Proba, una viuda romana acomodada y madre de tres cónsules, escribió una vez: En el fondo queremos sólo una cosa, la «vida bienaventurada », la vida que simplemente es vida, simplemente « felicidad ». A fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto. Pero después san Agustín dice también: pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. «No sabemos pedir lo que nos conviene», reconoce con una expresión de san Pablo (Rm 8,26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. «Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia)», escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta «verdadera vida» y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados[3].
San Agustín describe en ese pasaje, de modo muy preciso y siempre válido, la situación esencial del hombre, la situación de la que provienen todas sus contradicciones y sus esperanzas. De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta «realidad» desconocida es la verdadera «esperanza» que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión «vida eterna» trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, «eterno» suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; «vida» nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos.
Podemos tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así:
«Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (16,22).
Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo[4].
P. Rodrigo Fernández, IVE
[1] De excessu fratris sui Satyri, II, 47: CSEL 73, 274.
[2] Ibíd., II, 46: CSEL 73, 273.
[3] Cf. Ep. 130 Ad Probam 14, 25-15, 28: CSEL 44, 68-73.
[4] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1025.