Después de la Santísima Virgen, ha sido San José el primero, y más perfecto adorador de Nuestro Señor.
La fe de su adoración fue mayor que la de todos los santos.
Su humildad, más profunda que la de todos los elegidos.
Su pureza, mayor que la de los Ángeles.
Su amor, tan acendrado, que jamás criatura alguna, ni angélica, ni humana, tuvo, ni pudo tenerlo semejante para con Jesús.
La abnegación de San José era tan grande como su amor.
¡Cuán glorificado debía ser el Verbo hecho carne por las adoraciones de María y de José, que lo desgraviaban de la indiferencia y de la ingratitud de sus criaturas!
San José adoraba el Verbo encarnado, en unión con la divina Madre; unido a todos los pensamientos, actos de adoración, de amor y de alabanzas de Jesús para su Padre celestial; y a sus actos de caridad para con los hombres, por quienes se había humanado.
La adoración de San José iba dirigida a los misterios presentes, actuales; así como también a la virtud, la gracia y el espíritu de los mismos. En la Encarnación, adoraba el anonadamiento del Hijo de Dios; en Belén, su pobreza; en Nazaret, su silencio, su debilidad, su obediencia, sus virtudes, de las cuales tenía un claro conocimiento; siéndole manifiestas sus intenciones, y el sacrificio que representaban por amor y a la mayor gloria del Padre celestial.
San José adoraba, por lo menos interiormente, cuanto Jesús decía y pensaba. El Espíritu Santo se lo manifestaba, a fin de que pudiese glorificar al Padre celestial en unión con su divino Hijo, nuestro Salvador.
De modo que la vida de San José fue vida de adoración de Jesús, y de adoración perfecta.
Me uniré pues a este santo adorador, para que me enseñe a adorar a Nuestro Señor y me asocie con él, a fin de que yo sea el José de la Eucaristía, como fue él, el José de Nazaret.
Aspiración. San José, Padre y modelo de los adoradores, ruega por nosotros.