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No hay duda que de todo Santo se puede afirmar aquello que Juan Pablo II aplica a la Iglesia, es decir, que vive de la Eucaristía[1], porque todo Santo vive de Jesús, y Jesús no solo está, sino que  es la Eucaristía.

Así y todo, en algunos de estos campeones de la vida del espíritu, encontramos ciertas notas particulares, sobresalientes, tanto en lo personal como en su obra apostólica, en relación al Augusto Sacramento. Creemos que uno de esos casos es el del Santo de Loyola, bastaría para convencernos leer algunos de los varios libros que se han escrito al respecto[2]. Sumemos a la causa nuestro más que modesto aporte en este año jubilar ignaciano.

Si bien la fe es de lo que no vemos (“non visis”), quiso el Señor tener con el santo de Loyola –dada la trascendente misión a la cual lo destinaba– deferencias muy especiales en cuanto a visiones e ilustraciones, que lo llevaron a decir:

“Estas cosas que ha visto le confirmaron entonces, y le dieron tanta confirmación siempre de la fe, que muchas veces ha pensado consigo: si no huviese Escriptura que nos enseñase estas cosas de la fe, él se determinaría a morir por ellas, solamente por lo que ha visto”. (Autobiografía, 29)

En cuanto al Santísimo Sacramento, así fue lo acontecido en la iglesia de los dominicos, aquí[3] en Manresa:

“Así que, estando en este pueblo en la iglesia del dicho monasterio oyendo misa un día, y alzándose el corpus Domini, vió con los ojos interiores unos como rayos blancos que venían de arriba; y aunque esto después de tanto tiempo no lo puede bien explicar, todavía lo que él vió con el entendimiento claramente fue ver cómo estaba en aquel Santísimo Sacramento Jesu Cristo nuestro Señor”. (Ibid)

Más allá de este especial favor divino, ya venía nuestro Peregrino[4] con gran amor por el “Pan bajado del cielo” (Jn 6,50); cuenta el canónigo de la Seo (Catedral), Mauricio Sala, que ni bien llegó a Manresa nuestro Santo “vino a esta iglesia colegiata con gran devoción; y delante de la capilla de San Antonio, estuvo por espacio de más de dos horas rezando devotísimamente delante del Santísimo Sacramento con gran admiración de todos[5].

Lo cierto es que en el siglo XVI pocos hicieron tanto por difundir por difundir entre el pueblo cristiano el amor al Sacramento como él. Sabemos que por donde anduvo, siempre buscó “ayudar a las ánimas” –cómo él decía– y lo hizo, y con mucho fruto, principalmente por medio de los Ejercicios. En ellos, a quienes no tenían mucha capacidad o intención de aprovechar en la vida espiritual, les recomendaba recibir el Santísimo Sacramento cada ocho días[6], es decir, de manera mucho más frecuente que lo habitual en aquellos tiempos. Y, repito, esto era para los menos fervorosos.

Es sabido que en la antigüedad era costumbre recibir la sagrada comunión anualmente, pero me ha llamado la atención lo que él refiere en una carta a sus paisanos de Azpeitia –donde se encuentra el actualmente barrio de Loyola–, donde a la par de recomendarles la comunión frecuente, les hace notar que el hecho de que no se haga de esa manera, se debe a la falta de devoción del pueblo cristiano; así lo expresa, hablando de tiempos pasados:

“Tomaban cada dia el Santísimo Sacramento todos y todas que tenían edad para tomar; después de allí á poco tiempo, comenzándose un poco á enfriar la devoción, se comulgaban todos de ocho á 28 ocho dias; después, á cabo de mucho tiempo, enfriándose mucho mas en la vera caridad, vinieron á comulgarse todos en tres fiestas principales del año, dejando á cada uno en su libertad y en su devoción, si quisiese comulgar mas á menudo, quier de tres á tres dias , quier de ocho á ocho dias, quier de mes á mes; y después á lo último, habernos parado de año en año, por la nuestra tanta frialdad y enfermedad [flaqueza], que parece que el nombre nos queda de ser cristianos, según á la mayor parte de todo el mundo vereis, si con ánimo quieto y santo lo queréis contemplar”[7].

Y son estas palabras con las cuales los invita a volver al amor primero, haciendo más frecuentes las confesiones y las comuniones:

“Pues sea de nosotros, por amor y espíritu de tal Señor, y provecho tan crecido de nuestras ánimas, renovar y refrescar en alguna manera las sanctas costumbres de nuestros pasados; y si en todo no podemos, á lo menos en parte, confesándonos y comunicándonos [comulgando], como arriba dije, una vez en el mes. Y quien mas adelante querrá pasar, sin alguna duda irá conforme á Nuestro Criador y Señor, testificando Sanct Agustín con todos los otros Doctores Santos”.

El motivo y las circunstancias de la carta a sus coterráneos vale la pena describirlos. Luego de estudiar siete años en París, por problemas de salud lo envían a su tierra natal. Allí, viviendo pobremente en el hospital, haciendo penitencia y predicando, logró no solo la reforma de las costumbres de los fieles, sino también del mismo clero azpeitiano.

Luego de partir, pasando cinco años, desde Roma les escribe esta carta comunicándoles que sigue con el mismo vivo deseo de que ellos aprovechen en su vida espiritual, y no sabiendo si seguirán firmes o no, luego de tanto tiempo, “he venido á pensar –refiere– si por otra via, é siendo absente, pues presente no puedo, podría en algo ejecutar mis primeros deseos”.

Esa otra vía por la cual quiere acercarlos más a Dios es la devoción a la Eucaristía. Dado que Paulo III había aprobado poco tiempo antes la Cofradía del Santísimo Sacramento fundada por el dominico Tomás de Stella, san Ignacio se apresura en 1940, a comunicar esta gracia a los de Azpeitia, enviándoles la Bula Papal de aprobación junto con esta carta que estamos citando. Al hablar de las indulgencias que allí concede el Sumo Pontífice, refiere el Santo que “son tantas y de tanta estima, que yo no lo sabría estimar ni encarecer” y agrega, motivándolos a que todos conozcan el texto Papal:

“Solo soy á exhortar y pedir, por amor y reverencia de Dios Nuestro Señor, que todos seáis en muy mucho estimar y favorecer cuanto podáis y sea posible, haciéndola predicar juntando el pueblo, haciendo procesión, ó poniendo otras diligencias que mas al pueblo puedan mover á devoción”.

Seguidamente, ya que en los años de su ausencia hayan perseverado en los propósitos, para aumentarlos, ya que hayan faltado, para volver al amor de antes, les recomienda vivamente el amor por la Eucaristía, con estas sentidísimas palabras que hemos puesto adrede, todas, en negrita:

“Os pido, requiero y suplico, por amor y reverencia de Dios Nuestro Señor, con muchas fuerzas y con mucho afecto os empleeis en mucho honrar, favorecer y servir á su Unigénito Hijo Cristo Señor Nuestro en esta obra tan grande del Santísimo Sacramento, donde su Divina Majestad, según Divinidad y según Humanidad, está tan grande, y tan entero, y tan poderoso, y tan infinito como está en el cielo”.

Solo haría falta leer el párrafo un par de veces enfatizando cada palabra, que era san Ignacio muy medido en sus expresiones y parecería que no encuentra más palabras para manifestar el amor que inflama su corazón por el Santísimo Sacramento.

Esta cofradía del Santísimo Cuerpo de Cristo no hay duda que en uno de los primeros pueblos de España donde se fundó, y tal vez el primero, fue Azpeitia, y justamente como consecuencia de la carta de San Ignacio. Buscaba su dominico fundador, y con él también san Ignacio, claro está, se venerase con especial devoción al Señor, resarciendo las injurias y ofensas que contra tan augusto Misterio se cometían.

Por último, digamos dos palabras sobre un hecho sucedido el Alcalá. Dos mujeres, madre e hija, que seguían al Peregrino y daban muestras de verdaderos signos de conversión, deseaban peregrinar solas y mendigando, cosa del todo imprudente en aquellas épocas. Habiendo partido ellas, lo culparon a san Ignacio de haberlas aconsejado a que lo hicieran y lo pusieron en la cárcel 17 días. Cuando le pidieron explicación al respecto, el Santo, explicando su inocencia, afirmó:

“Les he dicho que, cuando quisiesen visitar a pobres, lo podían hacer en Alcalá, y ir acompañar el Santísimo Sacramento”.

¡Sencillo y profundo plan de vida, si los hay!

Sabido es que el santo autor de los Ejercicios Espirituales tuvo don de lágrimas y eran muy frecuentes en él antes, durante y después de cada Santa Misa; veamos uno de sus muchos relatos, que nos ha dejado en su Diario Espiritual:

“Preparando el altar, y después de revestirme, y durante la Santa Misa, movimientos internos muy intensos y muchas e intensas lágrimas y llanto, con frecuente pérdida del habla, y también al final de la Santa Misa, y por largos períodos durante la Santa Misa, en la preparación y después, la clara visión de nuestra Señora, muy propicia ante el Padre, hasta tal grado, que las oraciones al Padre y al Hijo y en la consagración, no podía sino sentir y verla, como si fuera parte o la puerta, para toda la gracia que sentía en mi corazón. En la consagración de la Santa Misa, ella me enseñó que su carne estaba en la de su Hijo, con tanta luz que no puedo escribir sobre ello”.

María siempre junto a Jesús… también en la Eucaristía.

 

[1] “La Iglesia vive de la Eucaristía” son las palabras con las que comienza la Encílica “Eccelsia de Eucharistia”.

[2] Para citar solo uno: J. Beguiriztain, El apostolado eucarístico de San Ignacio de Loyola (Buenos Aires 1945); y un artículo: L. Cros, S. Ignace de Loyola et la communion quotidienne: “Etudes” 95 (1908) 752-65.

[3] Perdón pero no puedo dejar de hacer alarde de que la Providencia haya querido que pueda escribir estas líneas desde el mismo lugar donde sucedieron :), más exactamente a unos 300 metros de distancia.

[4] Es el adjetivo con el cual se nombra a sí mismo en toda su Autobiografía, que escribe –más exactamente dicta– en tercera persona.

[5] Texto tomado de una referencia que se encuentra en ese mismo lugar, actualmente capilla de san José, en uno de los laterales de la Seo. Hace unos meses, rezando allí de rodillas, luego de leer esa referencia a san Ignacio, miraba con mucha devoción la imagen de nuestro Santo; pero luego… la barba, el Divino Niño en sus brazos y alguna que otra característica por demás evidente, me hicieron da cuenta que se trataba de San José… 🙂

[6] Cf. Ejercicios Espirituales, 18.

[7] Cartas de San Ignacio, I, 21. Las demás citas son de la misma carta.

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