De las ocupaciones del niño Jesús en el establo de Belén
Dos son las principales ocupaciones de un solitario, orar y hacer penitencia. Ved, pues, a Jesús, que en la cueva de Belén nos da ejemplo de ellas. En el pesebre, elegido por su oratorio en la tierra, no deja de rogar y sin intermisión al eterno Padre. Allí hace continuamente actos de adoración y de amor y de súplicas.
Antes de este tiempo la Majestad divina, si bien había sido adorada de los hombres y de los ángeles, no obstante nunca había recibido de estas criaturas aquel honor que le dio Jesús a un niño al adorarla en el establo donde nació. ¡Cuán bellos, pues, y perfectos eran los actos de amor que el Verbo encarnado dirigía al Padre en su oración! El Señor había intimado a los hombres el precepto de amarle con todo el corazón y con todas las fuerzas; pero este mandato jamás había sido cumplido perfectamente por ningún hombre. Entre las mujeres, la primera en llenarlo fue María, y entre los varones el primero fue Jesucristo, que lo ejecutó de una manera inmensamente mayor que María. Fríos podían decirse los Serafines respecto del amor de este santo Niño. Aprendamos, pues, del mismo a amar a nuestro Dios como se debe, y supliquémosle que nos comunique una centella de aquel amor purísimo con el cual amaba a su divino Padre en el establo de Belén.
¡Oh! ¡Y qué bellos, perfectos y cariñosos eran a Dios los ruegos del infante Jesús! Pedía en todo tiempo y momento al Padre, y sus peticiones todas se dirigían en nuestro favor, y por cada uno de nosotros.
Las gracias que cualquiera ha recibido del Señor, como el ser llamado a la verdadera fe, esperado a penitencia, las luces, el dolor de los pecados, el perdón, los santos deseos, las victorias en las tentaciones, y todos los otros actos buenos que hemos hecho y haremos de confianza, de humildad, de acción de gracias, de ofrecimiento y de resignación, todo nos lo ha alcanzado Jesús, y todo ha sido efecto de las oraciones de Jesús.
¡ Cuánto, pues, le debemos! ¡Cuántas gracias debemos por ello darle, y cuanto amarle!
ORACIÓN
Amado Redentor mío, ¡cuánto os debo!
Si Vos no hubieseis pedido por mí, ¿en qué estado de ruina me hallaría? Os doy gracias, ¡oh Jesús mío!; vuestras súplicas son las que me han alcanzado el perdón de mis pecados, y las mismas espero que me han de alcanzar la perseverancia hasta la muerte. Habéis rogado por mí, y os lo agradezco con todo el corazón; pero os pido que no dejéis de rogar.
Yo sé que Vos seguís también en el cielo siendo nuestro abogado, y sé que continuáis en rogar por nosotros. Seguid, pues, pidiendo, pero pedid más particularmente por mí, Jesús mío, que tengo más necesidad de vuestras súplicas.
Yo espero que ya Dios me haya perdonado por vuestros méritos, más así como tantas veces he caído, así puedo volver a caer. El infierno no deja ni dejará de tentarme para hacerme perder nuevamente vuestra amistad.
¡Ah! ¡Jesús mío, Vos sois mi esperanza!; Vos me habéis de dar la fortaleza para resistir; a Vos la pido, y de Vos la espero. No me contento solo con la gracia de no recaer; quiero también la gracia de amaros muchísimo. Se acerca mi muerte (Desconozco cuando sea mi muerte), y si ahora yo muriese esperaría salvarme, sí, pero os amaría poco en el paraíso, porque hasta ahora os he amado poco.
Quiero, pues, amaros mucho en la eternidad.¡Oh María!, Madre mía, rogad también por mí a Jesús: vuestras súplicas todo lo pueden para con este Hijo que tanto os ama. Vos tenéis tanto deseo de verle amado; pedidle, pues, que me dé un grande amor hacia su bondad, y que este amor sea constante y eterno.
San Alfonso María de Ligorio, Meditaciones de Navidad